Qué condiciona una sana relación entre Perú y Chile

Por Gonzalo Fernández Montagne


Por qué es importante considerar con mucho detenimiento y cuidado las relaciones del Perú con Chile, en particular las que se derivarán de un TLC inconsulto y cuestionado y de las inversiones chilenas, que imprudentemente el gobierno aprista está permitiendo realizar en determinados lugares de nuestro territorio y sectores económicos, en instalaciones, medios y equipos estratégicos de infraestructura y logística, con el consentimiento y participación de peruanos que tienen como objetivo prioritario lograr o incrementar sus ganancias materiales y el poder que ello les pueda permitir. Imprudencia que significa no considerar adecuadamente las consecuencias que pueden ocasionar esas inversiones extranjeras para el desarrollo de nuestro país, por no tener en cuenta quiénes, dónde y en qué condiciones las realizan, junto con los requerimientos de seguridad, soberanía e integridad territorial del Perú, así como por su importancia para la consolidación de nuestra nacionalidad, el control de la explotación sostenible de nuestros recursos naturales, y el interés común de lograr y asegurar calidad de vida para todos los peruanos en una verdadera democracia.


Al respecto, no se debe perder de vista una historia plagada de conflictos inamistosos de parte de Chile y contrarios a los intereses del Perú, pero con mucho mayor razón, la sangre derramada por nuestro pueblo, nuestros héroes y nuestros ancestros, que fue causada por una gran farsa, montada durante casi veinte años por los chilenos, desde 1860 hasta 1879, inspirada en la ambición del imperio británico, y el egoísmo, el odio, y la envidia de la casta gobernante de su país.

Simón Bolívar
La circunstancia que desencadenó el proceso para montar esta farsa se produjo cuando una misión diplomática venezolana, integrada por Bolívar, López Méndez y Andrés Bello (1781-1865) en calidad de Secretario, viajó a Inglaterra para solicitar su apoyo a un gobierno insurreccional instalado en Caracas. Por su inteligencia y preparación, este último fue atraído por la “inteligencia” inglesa y sometido por esta durante diecinueve años, de 1810 a 1829, al aprendizaje político, al exhaustivo conocimiento de los objetivos del imperio en Chile y a la estrategia para llevarlos a cabo1.  En cuanto a los pecados capitales atribuidos a los chilenos, Diego Portales fue el que, habiendo caído en ellos con todo el peso de sus pretensiones frustradas, mejor los personificó, luego de conocer muy de cerca la categoría y las riquezas de la ciudad y el país que lo acogieron y deslumbraron 2. Este “señorito español” que había vivido en el Perú y fracasado en sus negocios comerciales, se convirtió de este modo en el personaje ideal que mejor podía desempeñar el rol establecido en el libreto del director Bello, a fin de montar las escenas de la mencionada farsa en el gran teatro del mundillo chileno de entonces.

De esta forma, el actor político Diego Portales y Palezuelos, el mayor contribuyente a la desunión del Perú y Chile, fue convertido en el mito que hasta hoy inspira el alma de sus compatriotas y que produjo las acciones innobles de despojo y crímenes en la llamada Guerra del Pacífico, que resultó siendo el más emblemático de nuestros diferendos.
Diego Portales


Esa guerra enmarca los hechos posteriores y las actitudes arrogantes y soberbias de los grupos de poder chilenos, siempre en busca de obtener cualquier ventaja posible sobre nuestro país, apostando por el tipo de relaciones “yo gano - tu pierdes” y justificando su exagerado armamentismo en un juego de recíproco sostén con su cúpula militar que fielmente la resguarda, las últimas de las cuales fueron, su teatral actuación en la llamada “operación Salitre”; la red de espionaje montada por Chile que puso una vez más en evidencia sus verdaderas intenciones; y su doblez de comportamiento como país “garante” del Protocolo de Río de Janeiro, en pleno conflicto con el Ecuador. Conflicto que ellos se habían encargado de estimular mediante el ardid y la intriga desde mucho tiempo atrás, bloqueando cuanta oportunidad hubiera de ponernos de acuerdo con nuestro vecino del norte, a quien siempre pretendieron y continúan pretendiendo tener de su lado y enfrentarlo en contra nuestra; tal y como lo hicieron con Bolivia en plena guerra del Pacífico y lo continúan haciendo, y lo harían también muy gustosos, si les fuera posible, con los demás países del planeta.

No deben por tanto sorprender la actitud y el comportamiento de los grupos de poder chilenos que se manifiestan en los hechos antes descritos, por ser consustanciales a quienes honran liderazgos ancestrales en la comisión de delitos políticos internacionales -sin contar los nacionales- como el extraño crimen cometido en los E.E. U.U. por un mormón para torcer el curso de la historia en favor suyo3 durante la guerra del pacífico y, en nuestro tiempos, el asesinato del general Carlos Prat en Argentina y del ex canciller Orlando Letelier en los Estados Unidos, ambos hechos ocurridos en la década de los años 70, perpetrados por una organización terrorista de Estado chilena. 

Gracias a la valiosa contribución de la historiadora peruana Carmen Mc Evoy al conocimiento de hechos fundamentales relacionados con esa guerra infausta que son presentados a continuación en forma selectiva 4, se puede reafirmar hoy día con mayor precisión, que su preparación y objetivo era de conquista territorial y dominio político, aunque ellos hayan pretendido hacer creer a su pueblo y al mundo entero que se trató de su propia defensa ante la supuesta agresión preparada por Perú y Bolivia. Esta condición se ve reflejada en los discursos pronunciados en Chile desde las plazas públicas por los políticos de entonces, y desde los púlpitos de las iglesias por sacerdotes católicos muy distantes de las enseñanzas de Jesucristo, con la seguridad de que Dios los llevaría a la victoria en una guerra santa, en cuyo nombre dijeron combatir contra nada menos que Satanás, que era como nos definían ante sus ciudadanos.
Carmen Mc Evoy

Entre esos hechos demostrativos, se puede empezar destacando que, en cierta ocasión, el chileno Ramón Ángel Jara se preguntó frente a los miles de fieles que se congregaron en la Catedral Metropolitana para honrar a la Virgen del Carmen: “¿Por qué han decretado tu muerte, como concertaron la muerte de José los envidiosos hijos de Jacob? ¿Por qué se te hiere por la espalda como hieren los cobardes y se te obliga a salir a la arena del combate para probar que tu mano encallecida por el arado no ha olvidado el manejo glorioso de la espada?”.

La prensa católica describió a Bolivia como una nación bárbara y despótica, y el Perú fue considerado como un país cuya fabulosa riqueza era despilfarrada por sus corruptos habitantes. En las estrofas del poema difundido ampliamente en el frente de batalla, “¿Dónde vas Joven Soldado?”, un anónimo combatiente declaraba que su lucha no tenía más sentido que “llevar la luz del progreso” a un pueblo yaciente entre las sombras de su “propia miseria”, cuya ablución correría por cuenta del sagrado “humo de la pólvora”, improvisado antídoto para la “contagiosa lepra” que lo afectaba. El Perú, “esa  mansión habitada por la muerte”, aquel territorio ocupado “por un cadáver macerado”, sería finalmente desinfectado con la “humareda salvadora” de la artillería chilena.

En aquella época el entonces Obispo de Concepción José Hipólito Salas manifestó en su libro “El Guerrero Cristiano” -convertido en material de lectura de los campamentos militares- que era de la opinión que Chile había sido forzado a entrar en una guerra que nunca buscó y que afortunadamente su país había logrado colocarse bajo la protección del “Dios de los Ejércitos, que lo era también de la justicia y del derecho”. Esta publicación suya dirigida a sus compatriotas en armas, hizo evidente la influencia de Maistre, Balmes, y Donoso Cortés en la teoría de la guerra santa chilensis, así como su inspiración en el texto del sacerdote M. Louis Veuillot, quien años antes había definido ante el ejército francés que la guerra era una “expiación” y una “regeneración por la sangre” y señalado que los pueblos abandonados al sensualismo de los goces materiales despertaban del sueño, se rejuvenecían y regeneraban, y se hacían sobrios, frugales, económicos y abnegados.

El Obispo Salas recordó también a los soldados chilenos, que entre los propósitos de la guerra santa estuvo la expansión de la civilización cristiana sobre territorio infiel y herético, en armonía con la idea generalizada entre el clero chileno de lograr el control absoluto sobre el territorio de la civilización, que era donde se pensaba radicaba la fuerza moral de Chile, y denunciar los pecados y las corruptelas de los enemigos. Para él, el pecado original de Bolivia fue romper un “tratado solemne”; el del Perú, una combinación de alta traición e ingratitud; y, lo peor, que ambos habían pactado sigilosamente la deshonra y el exterminio de Chile.

El presbítero Esteban Muñoz Donoso señalaba por su lado, en un artículo publicado en “El Estandarte Católico” en 1879, que “el amor patrio era un sentimiento que Dios había colocado en el corazón humano”. Rechazar al enemigo, defender los intereses patrios, proteger las vidas y fortunas de los connacionales, conquistar nuevos países y enriquecer la propia nación, entre otros, eran asuntos que formaban parte de la agenda patriótica. Y en correspondencia con estas ideas, a la vieja aspiración de que Tarapacá debía ser chilena por el trabajo civilizador de sus ciudadanos, Eulogio Altamirano añadió tiempo más adelante otra noción muy poderosa en el ámbito simbólico, cuando anunció a los diplomáticos peruanos y bolivianos, en las conferencias de paz organizadas por el gobierno norteamericano, que el emporio salitrero le pertenecía a Chile por un derecho moral, ya que en sus aguas se había inmolado Prat. Como si tomar por asalto lo ajeno fuera un acto moral y morir en el intento otorgara derechos al héroe creado a la sombra de Miguel Grau, por cuyo mérito pretendía el invasor trocar su bajeza en grandeza.

En todos estos discursos se valieron de una amalgama de imágenes patrióticas y de tradiciones clásicas y medievales, para influir en el ánimo del pueblo y justificar una guerra que fue para Benjamín Vicuña Mackenna, político e historiador chileno de gran influencia, una suerte de ritual de iniciación, siendo el momento culminante el ingreso de los expedicionarios en el “averno” peruano, esto es, en la ciudad de Lima. Para reconocer su papel como actor de reparto en las escenas cuidadosamente montadas, conviene leer la siguiente parte del guión que le tocó proclamar en un brindis que hizo a la salud de Manuel Baquedano, en el banquete que le fue ofrecido en Valparaíso en marzo de 1881:

Benjamín Vicuña Mackenna


“¡Ah, señores! ¿Sabéis cuál castigo, la única devolución de gloria que nosotros impondríamos hoy a los que por cualquier transitorio motivo empequeñeciesen, ingratos, la grandeza de los hechos solo ayer consumados? Ese castigo y con indemnización impuestos a los que de tal mengua se hiciesen voluntariamente reos, sería únicamente, señores, obligarlos a vivir”… “Arrojemos, si no, señores, una mirada al grandioso y movible panorama del mar y del desierto, que han sido nuestro vario y alternativo campo de batalla. Los peruanos, asustadizos siempre, habían dividido su tierra en zonas para mejor resistirnos. Esas eran las zonas del miedo, y una a una fueron cayendo delante del herraje de nuestras descubiertas, que de jornada en jornada recorrieron mil leguas, desde la boca del Loa al río de la Chira, junto a Paita… Pero entre esas zonas de la cobardía, decretadas por el dictador de la dinamita, la imaginación enfermiza de los eternos vencidos, visitadas por las mil visiones del Dante y de Milton en el infierno, forjó una zona terrible, la zona del averno en torno a Lima, su postrer guarida y su postrer orgullo, el orgullo de Satán”.5   


A partir de 1879, Santiago se convirtió en una ciudad experta en conducir funerales de Estado y en cada uno de estos, mediante música, arcos, discursos y oraciones se reprodujo con variaciones, el modelo instituido para honrar la memoria de Bernardo O’Higgins, en un ambiente en el que diestros productores culturales se propusieron estimular los sentidos del “pueblo” y actualizar en sus mentes una guerra que se peleaba a miles de kilómetros de distancia. La oratoria en clave cívica celebró la participación de los civiles también en el frente interno: “El roto sacrificado fue descrito como incansable en la paz y terrible en el combate. El poblador rural moría tranquilo, habiendo perdido en ocasiones hasta su nombre para tomar un número en el regimiento al cual servía con tesón”. Con cuánta locuacidad e hipocresía la casta lenguaraz en el poder demostró un amor misericordioso que en el fondo no sentía por los pobres y marginados, cuando necesitó el sacrificio de vidas ajenas para satisfacer sus propios apetitos, si nos atenemos al exterminio que infringieron en otras circunstancias a su población indígena y a su pueblo en general, y al sangriento enfrentamiento al que lo condujeron liberales y conservadores seis años después de concluida la guerra, en feroz disputa por el poder.

Sin embargo, el alto nivel de civilización de Chile fue recordado en innumerables oportunidades, así como también el hecho de que una República “honrada y noble” había sido víctima de “transgresiones y atropellos gratuitos inferidos en su honor” por dos naciones que fraguaban en la oscuridad del secreto, pactos alevosos para humillarla y destruirla. Pero ello no había sido posible, entre otras cosas, por la superioridad racial a la que aludió en algún momento Justo Arteaga Alemparte, en concordancia con la afirmación hecha por Indalecio Segundo Díaz en la ceremonia en honor de los caídos en Tarapacá y en la rada de Arica, acerca de que “nuestra raza es una raza especial como ninguna otra en la América y que los descendientes de “esa mezcla singular” de raza araucana y española jamás podían ser vencidos por aquellos incas que se dejaron asesinar en tiempos de la conquista.

A medida que los expedicionarios fueron avanzando victoriosamente sobre territorio enemigo, la oratoria, en sus versiones sagrada y cívica, empezó a describir la guerra como una epopeya gloriosa en la cual un grupo de titanes chilenos vencía a las fuerzas de la naturaleza y a sus cobardes enemigos. La idea del surgimiento de una “nueva Esparta” sudamericana se repitió en los discursos y también en los artículos periodísticos dedicados al tema bélico. La imitación de la antigüedad clásica nacida al pie de la cordillera de los Andes había igualado si no superado a los hechos mitológicos que le sirvieron de modelo, y los actos de heroísmo exhibidos por los expedicionarios fueron descritos como únicos en la historia mundial. La calificación de la Guerra del Pacífico como epopeya aparece a partir del combate de Iquique, pero de acuerdo con el obispo Salas, la ruptura con España ya había exhibido con anterioridad los méritos suficientes de Chile para ser parte de otra epopeya: “guerra de gigantes en valor, de patriotas más abnegados que los de Esparta, no menos intrépidos que los antiguos romanos y en nada inferiores a los soldados de Pelayo”.

Por medio de esos pensamientos, rituales y palabras, inspirados en la “inteligencia” inglesa implantados en Andrés Bello y, por acción de este, en Diego Portales, como se ha visto anteriormente, se pudo generar una corriente de opinión sobre su supuesta grandeza, frente a la supuesta bajeza de los ciudadanos —o más bien, “indios”— del Perú y Bolivia en trance de construcción de sus propias nacionalidades, el Perú con mucho mayor dificultad por su geografía y haber sido el centro colonial de la corona de España, con el fin de que fuera asimilada por los nuevos espartanos-romanos-chapetones-araucanos. Corriente de opinión que, amén de proteger los intereses de la Rubia Albión, tuvo el propósito de evitar en casa propia esa feroz guerra civil entre liberales y conservadores a la que se aludió anteriormente, que ya se vislumbraba; y complementariamente, lograr la unidad que con urgencia requerían como nación para satisfacer su propia codicia mediante la guerra, con la anuencia de su pueblo que, como todo pueblo, no tenía deseo alguno de aventurarse en un conflicto bélico, ni menos convertirse en carne de cañón, como suele suceder.
Andrés Bello


Es interesante añadir que, el retraso relativamente breve del enfrentamiento interno mediante la guerra fratricida que los chilenos generaron contra los dos países mencionados, que no estaba en los planes de la curia católica y sus devotos políticos conservadores —dispuestos a evitar por cualquier medio un resultado favorable a los liberales temido por ellos— hizo entonces inevitable que en 1891 orientaran esta vez su espíritu fratricida a matarse entre sí.

Lamentablemente, la corriente de opinión que generaron mediante esa farsa, no ha dejado de influir fuertemente en el espíritu de los chilenos y sigue muy sólida como afirmación de su nacionalidad, al no tener otra historia que heredar que aquella que su casta dominante mantiene viva y con obstinación: el recuerdo sublimado de las viles acciones que los llevaron al triunfo en esa guerra desigual, contra un enemigo inexistente y desarmado. Esta es la realidad y esa la versión de la historia, el pensamiento, el lenguaje y la ideología que transmitieron a sus compatriotas y les continúan transmitiendo en los textos escolares, generación tras generación, y sutilmente a través de los medios de comunicación al mundo entero, en cuanto “History Channel”, documentales sobre Epopeyas, descripción de hechos históricos notables en la geografía que nos muestra “Google Earth” o cosa parecida exista. Pronto podremos ver qué y cómo cuentan lo que ocurrió en el combate de Iquique en la película ya realizada y próxima a estrenarse. Comprobémoslo.

Ni una palabra en toda la retórica y el ritual empleados por Chile, de la inevitabilidad de una guerra ciertamente evitable que propiciaron y de sus verdaderos fines, sentido y condiciones, en actitud evasiva de la realidad que en su momento les sirvió para  autoconvencerse y posteriormente para justificarse en sus textos de historia. Esta actitud resultó ser en realidad un medio para darse valor y sobrevivir como nación, utilizado por el sector privilegiado y dominante de la sociedad chilena con la finalidad de mantener y acrecentar sus prerrogativas, amparadas por una casta militar enseñoreada, soberbia y hoy autoconvencida de su “estirpe prusiana”, añadida a la de “espartanos” —por supuesto que de rotos, araucanos y descendientes de españoles según hemos leído, pero también de mapuches— que, con el Perú debidamente armado y organizado, no les garantizaría nada que no sea su presuntuosa altanería en paradas militares, su posición de privilegio y sus negociados de armas.

Los pueblos son en general amantes de la paz, buscan la armonía y se solazan con su vida en comunidad; las guerras nunca son iniciadas por estos ni son los que terminan siendo sus beneficiarios: más bien, los pueblos son siempre sus víctimas. Las guerras son preparadas y libradas por pequeños grupos que por medio de una traición a sus demás congéneres y a las propias leyes de la vida, logran injustos privilegios, impulsados por la codicia, el egocentrismo y muchas veces por un insano deseo de gloria personal, esencialmente “vana”, y de perpetuación individual. En el nivel internacional las guerras han sido normalmente el resultado de una competencia por el poder hegemónico que libran entre sí las grandes potencias, y los países más débiles muchas veces han pensado que su propia seguridad y bienestar relativo consiste en formar parte del sistema dominante en calidad de países amigos (más bien diría yo, satélites).

Eso fue lo que ocurrió entre Chile y la Gran Bretaña en la llamada Guerra del Pacífico6 estos para asegurar los insumos que requerían para su agricultura (el guano y el salitre) y aquellos para conquistar territorio de países entonces desarmados y divididos, no contentos con lucrar de los negocios que habían establecido en tierras bolivianas, y aspirar, por qué no, a poseer las riquezas demandadas por el imperio en un territorio situado un poco más allá de las fronteras del país que acogía sus mayores inversiones, para cuyo propósito dicho imperio proveyó a los nuevos “espartanos” de ideas -como hemos visto-, de las redes de confabulación de la masonería escocesa 7, de intrigas internacionales y de soporte militar.


Pero, por qué pensar hoy día en guerras si, actualmente los países convertidos en codiciosos y tradicionalmente expansionistas a costa de otros, pueden utilizar medios más sutiles y efectivos, como la inversión fuera de sus fronteras en el desarrollo de empresas, proyectos y actividades, que naturalmente son aquellos que les permiten asegurar pingües ganancias a los inversionistas mientras logran disponer de medios indispensables para la seguridad y supervivencia de sus países. Querría decir entonces que el desarrollo de proyectos y actividades en los que normalmente invierten estos empresarios constituyen medios más sutiles de penetración y expansión que utilizan sus naciones haciendo innecesaria una guerra, debido a que por su intermedio logran influir primero en la economía y, como consecuencia, en la política que rige el destino del territorio a “conquistar”, cuyas fronteras serán de alcance continental, si se trata de grandes potencias, y vecinal, si se trata de países pequeños.

Sin embargo, la condición que puede retrotraernos a situaciones del pasado se relaciona con la persistencia del sistema de dominación en el nuevo escenario generado por el proceso de globalización, y con el hecho que las guerras y por tanto, el poder militar, siguen siendo necesarios para el caso que, por alguna eventualidad, el control económico y político que ese sistema propicia, se salga de las manos del país dominante y/o que cuenta con más poder militar acumulado, circunstancia en la cual la ocupación física del territorio que interesa a sus propios fines será la consecuencia natural. Más aún si lo que se saliera de control al país inversor fuera el de la potestad del país receptor de establecer las reglas que considere convenientes, como país soberano, para la legítima defensa de intereses nacionales, en empresas, proyectos y actividades, que sirven al mismo propósito que el de los inversionistas, de disponer de medios indispensables para la seguridad y supervivencia, en este caso del país receptor, de allí su nombre de estratégicos.

Cuando esa situación ocurre, las justificaciones que el país invasor da al mundo suelen ser que la ocupación del territorio “enemigo” por medios militares es el único camino que garantiza la seguridad de sus propios ciudadanos y un adecuado nivel de las relaciones internacionales, la libertad, la supervivencia de la humanidad, la salvaguarda de los derechos humanos, la eliminación de amenazas y elementos nocivos a todo lo anterior, etc.; como ocurre en Irak y Palestina actualmente, y ocurrió en Vietnam y Yugoeslavia por ejemplo, que no son materia del presente artículo. El respeto de cualquiera o de todos esos valores, es invocado como parte de los argumentos a los que también recurren con grandilocuencia los demás países y particularmente las grandes potencias, para hipócritamente “mirar para otro lado”, si conviene a sus propios intereses. Con lo cual el principio de la libre determinación de los pueblos y el Acuerdo de no Intervención en los Asuntos de otro Estado, son violados como lo fue el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca-TIAR, en la caso de la guerra entre Argentina y la Gran Bretaña por las Islas Malvinas, por parte de E.E. U.U. y Chile.
Destructor británico, Las Malvinas


El TIAR fue adoptado en Río de Janeiro, Brasil, con fecha 09 de febrero de 1947, entró en vigor el 12 de marzo de 1948, y por su intermedio las “Altas Partes Contratantes” convinieron en que un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, sería considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos, y en consecuencia, cada una de dichas Partes Contratantes se comprometía a ayudar a hacer frente al ataque, en ejercicio del derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva que reconoce el Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. El tratado disponía que, si la inviolabilidad o la integridad del territorio o la soberanía o la independencia política de cualquier Estado Americano fueren afectadas por un conflicto extra continental, el Órgano de Consulta se reuniría inmediatamente, a  fin de acordar las medidas que en caso de agresión se deberían tomar en ayuda del agredido. Dichas medidas comprendían una o más de las siguientes: el retiro de los jefes de misión; la ruptura de las relaciones diplomáticas; la ruptura de las relaciones consulares; la interrupción parcial o total de las relaciones económicas, o de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, telefónicas, radiotelefónicas o radiotelegráficas, y el empleo de la fuerza armada.

En un mundo al que aún le falta mucho para ser considerado civilizado, siempre el que genera las guerras utilizando los medios tecnológicos a su alcance, desde los garrotes con los que se mataba personalmente en el pasado remoto, hasta las armas sofisticadas de última generación con las que se mata impersonalmente hoy día, invoca los valores antes mencionados, afirma que lo hace en defensa propia, en defensa del honor amenazado, en previsión de ser invadido y/o de los daños que les podría causar a sus conciudadanos la inacción bélica ante la perversidad de un enemigo que convenientemente se inventa.

El agresor siempre esconde sus verdaderas intenciones, y esto para nosotros no es asunto del pasado, como podemos comprobar si miramos hacia el sur de nuestro país, donde la esfera dirigente chilena vive aún convencida del valor de las ideas que dieron forma a la farsa antes descrita, y dispuesta a continuar orientando la política exterior de Chile conforme los dictados de Diego Portales —con el perdón de Andrés Bello, de los británicos y de las firmas inglesas Clive y Hasting—8 . Esta es la condición que mantendrá abierta la herida entre los que somos conscientes de la realidad e impedirá que nuestras relaciones sean sanas, y solo cambiará cuando exista un cambio de actitud verdadero, confiable y permanente de quienes rigen los destinos de Chile, y se modifiquen las ideas y referencias expuestas en la farsa y en sus libros de historia, con el debido respeto por la verdad histórica.

Mi anterior afirmación puede también sustentarse en mi propio testimonio personal, ya que mi padre, hoy diplomático en retiro —que ha gozado de una larga vida y aún está entre nosotros a Dios gracias—, fue destacado durante seis años a la embajada del Perú en Chile entre 1947 y 1952 y, por esta circunstancia, mi educación primaria se realizó en Santiago desde que cumpliera los siete hasta los doce años de edad, en el colegio de los Padres Franceses de los Sagrados Corazones.

Durante esa etapa viví en carne propia la transmisión de esa visión humillante y distorsionada de la realidad, a través de la lectura de falsedades hirientes en los textos de historia y su difusión en programas radiales de gran acogida que, como uno puede fácilmente imaginar, solo podían y pueden ofender, hacer daño y provocar sufrimiento a cualquier peruano y con mayor razón a un niño, que entiende que por medio de esas expresiones sus raíces son despreciadas, y que se ofende e injuria a su familia a la que tiene por ejemplar y muy presente, tanto como a su patria a la que ama. En esas circunstancias es imposible que ese niño pueda comprender ni menos aceptar los términos con los cuales son consideradas aquellas personas que dan significado a su existencia, ni las calificaciones degradantes hechas a sus conciudadanos en esos textos. Como tampoco es posible que un niño chileno aprenda a respetar —y mucho menos a querer— a aquellos ciudadanos “de raza inferior” intrínsecamente traidores, cobardes y falsos, que seríamos los peruanos, acerca de quienes le mal informan desde temprana edad que arteramente desearon humillar y dominar su país, y que pretendieron arrasar su territorio; y con mayor razón si esa “educación” cargada de racismo es luego reforzada a lo largo de su vida.

De manera que en el inicio de mi educación escolar, descubrí la deformación que sufrió el pueblo chileno, por el marcado egocentrismo, concepción racista y escaso valor que dieron entonces a la verdad, al respeto de sus semejantes y a la vida humana, que quedó como legado de quienes lideraron su país en esos aciagos tiempos y, dentro de ese contexto, que afectaron sus relaciones con los peruanos y bolivianos, que para mi entendimiento debían y deben constituir, relaciones entre seres humanos iguales. De este modo y por lo que a continuación explico, pude entender la correspondencia entre esos valores afirmados por los chilenos y su conducta durante la guerra fratricida, en contradicción con los valores cristianos, con mayor razón en el caso de los miembros de su clero católico de entonces; y, lamentablemente, que ciertas actitudes de sus actuales autoridades y manifestaciones de importantes grupos de sus ciudadanos, confirman que ese legado continúa vigente como guía de sus políticas de Estado, condicionando negativamente las relaciones con sus pueblos vecinos.

Como es de suponerse, mis padres me ayudaron a encontrar respuestas desde nuestro punto de vista y de acuerdo con los principios y valores que aquellos sacerdotes, predicadores de la guerra santa, no habían sabido vivir ni enseñar porque no los habían entendido; respuestas que siempre encontré más justas, sensatas, realistas, plenas de sano orgullo nacional y dignidad pero exentas de odio, acerca de lo que constituyó para nuestro país la derrota militar, por las condiciones abrumadoramente adversas con que tuvo que enfrentarse a un enemigo protegido por un imperio, en una guerra que trató de evitar, pero que supo encarar valerosamente cuando esto resultó imposible, con la nobleza, verdadero heroísmo y gallardía de quienes dieron su vida en defensa de la patria, aún sabiéndose en inferioridad de condiciones.

Mi madre en particular me escuchaba siempre, conocía mis angustias, y hacía uso de mis problemas cotidianos con los compañeros de colegio, para educarme en el respeto a los valores cristianos, el amor a la patria, y en saber respetar así como hacerse respetar. Ella había recibido su propia educación en un hogar bien constituido cuya cabeza era mi abuelo el General Ernesto Montagne Markholz, militar y político distinguido, hombre íntegro y ejemplo de dignidad, rectitud y bonhomía, de principios profundamente cristianos y cívicos, que para nuestra familia y los ciudadanos que lo conocieron o supieron de él fue siempre admirado. Me enteré en esa época de su encarcelamiento por orden del dictador Odría para evitar que pudiera participar en unas elecciones en las que hubiera sido elegido presidente de la República. Si ya eso me parecía un acto vil y un castigo inmerecido ¿podía en mi sano entendimiento de niño  -y ahora creo que ni en el de nadie- merecer en particular mi abuelito a quien tenía muy presente en esos momentos, mis padres, mi familia, yo mismo o cualquier peruano, los calificativos que gratuitamente recibimos de los chilenos en esa literatura, que repetían mis compañeros de clase cuyos apellidos eran los mismos que aparecen en esos textos de historia como Errázuris o Pinto, y otros como Alessandri, cuyos padres tenían figuración entre los poderosos de entonces y ahora?

Esos sentimientos calaron muy hondo en la formación de mi espíritu y me impulsaron a enfrentar a todo aquel que osara ofender a los peruanos delante de mí, con orgullo patrio, indignación, y coraje, “por la razón o la fuerza”, siendo esta última la que más tuve que emplear, en aplicación literal del ofensivo lema de su escudo que tan bien los delata y dejando bien en alto nuestra dignidad, sobre lo que pido sin jactancia tener la más absoluta seguridad. Pero no se piense por lo manifestado que abogo porque sea al pueblo chileno en general hacia quien debe dirigirse nuestra indignación, ni que se deba generar animadversión e influir en el ánimo de los peruanos de acuerdo con su mal ejemplo, para vengar la ofensa o cobrarnos la revancha por hechos del pasado. Abogo porque sepamos hacer respetar con oportunidad, firmeza y decisión los intereses de los ciudadanos del Perú, en cualquier situación que los afecte, y al mismo tiempo que continuemos recibiendo con respeto, cariño y sentimiento de hermandad a todo chileno ajeno a estos incordios elitistas que nos muestra la historia desnaturalizada de nuestras relaciones. 

En descargo de ese sentimiento, de esa profunda emoción que sufrí en el inicio de mi educación escolar, debo decir que después he comprendido que ese es un daño hecho por un segmento de su sociedad también a los niños chilenos y añadir que, así como tuve que enfrentarme con dignidad a cuantos ofendieran a mi patria en el colegio, debo reconocer que tuve amigos entrañables en el barrio y otros debido a las relaciones de mis padres, y tengo parientes muy queridos a quienes recuerdo con mucho cariño. Con estos jamás tuve una discordia, ni la más leve, y por el contrario la mejor de las relaciones, como deberían ser entre peruanos y chilenos si la verdad saliera a la luz, si ella se reflejara en los textos de historia, en las palabras y en los hechos, así como el reconocimiento y el respeto que los peruanos en general nos merecemos, para disfrutar de una sana relación entre seres humanos civilizados.

Lo lamentable, como ya se dijo, es que los valores que respaldan la nacionalidad chilena antes descritos, aún se manifiestan en las actitudes de quienes ejercen el poder y en la conciencia de algunos de sus ciudadanos, si nos remitimos a expresiones sutiles cuando no abiertas de su parte, debido a lo cual la aspiración mencionada al final del párrafo precedente no se ha logrado y es aún muy difícil que se haga realidad. Por tanto, es necesario de nuestra parte dejar de lado las manifestaciones grandilocuentes y demagógicas, la consideración de nuestro país como un simple escenario de subastas y negocios internacionales, debidos a la falta de visión de algunos gobernantes, autoridades y empresarios con la que en esta materia han considerado los asuntos de Estado. Por el contrario, debemos actuar dentro de una visión compartida y mediante el ejercicio de una planificación concertada del futuro al que aspiran todos los ciudadanos de nuestra nación, para lo cual un comportamiento inteligente, serio, sobrio y digno de sus representantes, es a lo menos que podemos aspirar, así como, precaución y sensatez en la toma de decisiones y firmeza en las acciones, lo menos que debemos exigirles.

Si bien es cierto que a lo largo de nuestra historia no hemos estado exentos de frivolidad, injusticia, corrupción y mal uso del poder, y hoy los sufrimos, como bien hemos reconocido los propios peruanos antes y ahora en innumerables dichos y escritos, y como mal se difunde en la literatura histórica de Chile, el camino escogido por unos cuantos sinvergüenzas —que también han recorrido y recorren en ese país algunos de sus compatriotas que saben muy bien mostrar la paja en el ojo ajeno y no tanto la viga en el propio—, no significa que estos graves defectos constituyen el espíritu que anima a la gran mayoría de ciudadanos, que pueden exhibir más bien grandes ejemplos de virtud, sabiduría, inteligencia, solidaridad, y grandeza de sentimientos e ideas, algunos personificados y la mayor parte anónimos, como suele ocurrir en todas partes.

En el caso del Perú, esta es la condición que una política de Estado previsora debe orientarse a fomentar y proteger, y de allí la importancia de considerar con mucho detenimiento y cuidado las relaciones del Perú con Chile mientras sigamos siendo ofendidos, amenazados y puestos en peligro nuestra integridad y nuestros recursos; mientras subsista la codicia y el pensamiento ofensivo y expansionista portaliano y pinochetista como guía de las acciones políticas y militares chilenas; y mientras no sean explícita y abiertamente reconocidas las falsedades históricas que empañan nuestras relaciones, y que solo la verdad forme parte de la educación a todo nivel allá y acá.

Lo que estamos a tiempo de hacer de nuestra parte, si sabemos escoger a nuestros gobernantes; diseñar y aplicar políticas de educación de calidad a todo nivel y las que con sentido de precaución mejor se adecúen a la seguridad nacional y la defensa de nuestro territorio, mientras se producen los cambios deseados; castigar con severidad a los corruptos y a quienes trafican con los bienes de nuestro país de acuerdo con sus mezquinos intereses e impedirles actuar; y seguir con convicción y firmeza el camino de la decencia y la honestidad.

Será muy gratificante compartir con generosidad y desprendimiento todo lo que poseemos entre peruanos y chilenos, en beneficio de todos los ciudadanos, cuando las cosas hayan cambiado, cuando otro sea el cantar y podamos entonar juntos y convencidos el Himno a las Américas, que es un canto de hermandad, lealtad y buena vecindad que curiosamente aprendí también en Santiago, junto con otras lecciones valiosas, buenas y útiles, incorporadas a la parte más importante de mi espíritu.
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1 Jesús Lazo Acosta, “Lo que Nos Sucedió y Nunca Más Debe Sucedernos, La Guerra de Rapiña de 1879”, Primera edición, agosto de 2008, Talleres Gráficos de Digital Press E.I.R.L., Lima- Perú. Sobre el mito “Diego Portales” creado por Inglaterra, leer las páginas 57 a la 70.

2  “Mientras el Perú era el mayor y mejor Virreinato que España tenía en América y Lima era una corte fulgurante de virreyes, Chile era sólo una Capitanía General que hacía de furgón de cola del Virreynato del Perú, y Santiago era poco más que una aldea. Las más grandes cárceles de América española se ubicaron en territorio chileno (Valdivia, Isla Juan Fernández, Valparaíso) por lo que ahí se encerraba a los indeseables o a los herejes de distintas regiones del continente que en buena parte formaron la población chilena. Amplia información a este respecto se puede encontrar en el libro antes citado de J. Lazo”.

3 Asesinato cometido en junio de 1881 contra James Abram Garfield, entonces presidente republicano de los EEUU, que ocurrió mientras la misión Trescott-Blaine viajaba a Chile con instrucciones de oponerse firmemente a las intenciones chilenas de anexarse territorio de Perú y Bolivia. Ver, Cástulo Martínez, en “Chile Depredador”, segunda versión, Capítulo 2 Un Asesinato Famoso que Favoreció a Chile, acápite 2 La Conexión Chilena; abril de 2004, Arica Chile. Los datos que aquí aparecen están debidamente documentados, principalmente en fuentes chilenas. Se consigue en Internet.

4  Carmen Mc Evoy, “Retórica y Ritual en la Guerra del Pacífico, Armas de Persuación Masiva”, Edición y estudio preliminar, Centro de estudios Bicentenario, 2010, Andros Impresores, Chile. El desarrollo de esta parte del presente artículo se sustenta en fichas extraídas por su autor, del análisis realizado por C. Mc Evoy en su obra antes citada, convenientemente seleccionadas y ordenadas para los fines de este escrito. El contenido puede leerse en las páginas: 54, 64, 72, 73, 74, 75, 101, 104, 105, 106, 107 y 110. El libro presenta en la segunda parte, todos los discursos de los políticos y sacerdotes de la época.

5  Ver la página 328 de la obra antes citada de C. Mc Evoy.

En una sesión del Senado de los EEUU en la que se trató como tema la “Guerra del Salitre”, James G. Blaine, que fue Secretario de Estado del Sr. Garfield Presidente de los EEUU y por unos meses del sucesor, luego de su asesinato, manifestó que esta era “una guerra de Inglaterra contra el Perú, con Chile como instrumento”. Hacia 1882 no se dudó en afirmar en el Congreso de los EEUU que Chile era, desde el punto de vista económico, “sustancialmente una provincia europea, si no británica”. Ver obra citada de J.Lazo, pág 57.

7  Ver el capítulo 5 “La conexión masona”, en la obra “Chile Depredador” antes citada.

Empresas privadas muy influyentes y aportantes, como lo fueron en las guerras emprendidas por los británicos para conquistar India. Ver J.Lazo, pág.57.

Mayo de 2010

Gonzalo Fernández Montagne
DNI 08746066