Historias de narcos en los 90
Miguel Gutierrez R.

Uno de los temas de los cuales los representantes del fujimorismo reclaman como un éxito del régimen de Alberto Fujimori es la lucha contra el narcotráfico. En el último debate presidencial antes de la primera vuelta, la candidata de Fuerza 2011 no dudó en mencionar, con cierto orgullo, que gracias a la política antidroga implementada en la década del noventa, el número hectáreas de hoja de coca se había reducido de 120 mil a 35 mil.

 

“Nuestra política de lucha contra el narcotráfico tendrá como principal arma la presencia del Estado, llevando protección, seguridad y desarrollo. Lo que debemos hacer es lo que hicimos ya en los años 90”, enfatizó Keiko Fujimori. No es tan cierto. Los políticos tienden a retomar los hechos del pasado e interpretarlos de acuerdo con sus intereses particulares; y en campaña electoral eso no es una excepción. Ahora Keiko Fujimori pretende hacernos creer que la profunda crisis de la industria de la coca en el Perú de los años 90 se debió exclusivamente a una estrategia para combatirla planteada por su padre.

Es probable que a la lideresa de Fuerza 2011 le hayan informado que el corte del puente aéreo entre Colombia y el valle del Alto Huallaga, promovido en 1994 por la CIA y aceptado generosamente por el jefe real de los servicios de inteligencia, Vladimiro Montesinos, fue el detonante para la reducción de los cocales y de los precios de mercado.
Quizá desconoce que aquella reducción se debe más a una serie de factores que coincidentemente se dieron durante esos años, como la decisión temprana de los traficantes colombianos de modificar sus relaciones con sus proveedores peruanos de pasta básica de cocaína con el fin de evitar riesgos innecesarios.

Desmembrado el cártel de Medellín luego de la muerte de su principal cabecilla, Pablo Escobar, y presionada por la DEA la segunda organización —el cártel de Cali—, los traficantes promovieron la aparición de cocales en el sur y centro de su país para que cubrieran la demanda del mercado de consumo estadounidense sin utilizar sus avionetas. A esto se añadió que la oferta de coca peruana se vio vulnerada por la propagación de un hongo que los cocaleros del Huallaga llamaban el Gringodesde inicios de los años 90, por las sospechas de que éste habría sido diseñado en laboratorios en Washington.

Estos factores, más el ya mencionado corte del puente aéreo, afectaron la estructura del comercio ilegal de cocaína en el Perú; el precio de los cocales decreció y apareció un problema social, porque centenas familias en la selva se quedaron sin alternativas de trabajo legal.

Ante la reducción de la demanda externa, el negocio de la droga adquirió nuevas formas. Los traficantes establecieron rutas alternas de exportación a través de las costas del Perú o comenzaron a vender la sobreproducción de pasta a muy bajos precios. De un momento a otro, la cocaína y la pasta comenzaron a venderse a bajos precios en Lima y en todas partes a finales de la década de 1990. Una encuesta de Latinobarometer promovida por la oficina estatal PromPerú señalaba en 1998 que la gente percibía que el consumo y el tráfico en menor escala se habían incrementado considerablemente en todas partes.

Mientras Alberto Fujimori se vanagloriaba del éxito del SIN en la captura de “capos de la droga del Huallaga”, su principal asesor usaba ese mismo tema como instrumento para legitimarse y, al mismo tiempo, enriquecerse a costa de la traición y extorsión a sus antiguos colaboradores.

Olvidos selectivos
Lo que no extrae el fujimorismo del baúl de los recuerdos es que mientras Alberto Fujimori se vanagloriaba del éxito del SIN en la captura de “capos de la droga del Huallaga”, su principal asesor usaba ese mismo tema como instrumento para legitimarse y, al mismo tiempo, enriquecerse a costa de la traición y extorsión a sus antiguos colaboradores.

A lo largo del segundo gobierno de Fujimori aparecieron denuncias contra Montesinos y su papel de extorsionador de procesados o acusados por narcotráfico, como fue el caso de los hermanos López Paredes o de Eudocio Martínez Torres, popularmente conocido como Olluquito.

De todos, el más contundente y escandaloso es el caso del proveedor de pasta en el Huallaga, Demetrio Chávez Peñaherrera, Vaticano. Por espacio de dos años y medio, Chávez Peñaherrera sacó provecho de un tramo de la carretera Marginal de la selva para cobrar a las avionetas colombianas que decolaban allí cargadas de dinero para comprar la pasta básica de cocaína (PBC).

Gracias a un acuerdo económico previo con las autoridades de Campanilla y militares de la zona, Vaticano cobraba 3 mil dólares por cada¿ vuelo de droga que partía de la pista de Campanilla. El negocio se volvió tan lucrativo que el propio Montesinos exigió su cupo mensual.

Al sentir la presión de la DEA (Policía Antidrogas estadounidense) y la Policía peruana, interesadas en destruir dicha pista, Montesinos exigió elevar el cupo mensual, a lo que Vaticano y las “firmas” que le alquilaban la pista se opusieron.

Meses después, en agosto de 1993, las Fuerzas Policiales, con autorización previa del Jefe Político Militar del Huallaga, procedieron a destruir la única pista de aterrizaje que faltaba demoler.

Vaticano se fue a Colombia cuando los mismos militares le comunicaron que sus superiores le habían dado la espalda por negarse al arreglo en Lima. Y se mantuvo escondido en Cali hasta 1994, cuando fue detenido por la Policía colombiana.

Traído a Lima y encarcelado en una prisión militar sin posibilidad de contacto con la prensa, mantuvo su silencio hasta 1996, hasta que le tocó hablar en una audiencia judicial en la Base Naval del Callao. El 16 de agosto de ese año, durante un juicio por traición a la patria y tráfico de drogas por el cual fue condenado a 30 años, Vaticano aseguró que realizaba sus actividades delictivas con la complicidad de Montesinos Torres.

Tras la revelación, que provocó un escándalo internacional, Montesinos ordenó encarcelarlo en un subterráneo, en el que fue sometido a torturas. Vaticano se retractó un día después, lo que desactivó una posible investigación, pues la entonces fiscal general, Nélida Colán, amiga de Montesinos, desestimó los cargos. Para eso se contó con el apoyo de la mayoría fujimorista en el Congreso, que se negó a abrir una investigación al asesor Montesinos, y el Poder Judicial tampoco lo llamó a declarar.

En este muro de protección creado alrededor de Montesinos, el principal artífice fue el propio Jefe de Estado, tal como lo confesó el general en retiro Ketín Vidal Herrera con motivo del juicio a Fujimori por la ejecución de 9 estudiantes y un profesor de la Universidad La Cantuta. Vidal Herrera recordó que Fujimori lo presionó para desvirtuar las declaraciones de Chávez Peñaherrera. Contó que primero fue Montesinos quien le pidió que declarara a la prensa por indicación del Presidente de la República, quien lo llamó para decirle que la oposición estaba en campaña contra el gobierno y que en ese contexto se estaba presentando la denuncia, que era “un invento”.

Vidal contó además que en el SIN lo esperaba Montesinos, quien, junto con otras autoridades, le prepararon un libreto con preguntas y respuestas para dar una conferencia de prensa. “Le hice ver que trataban de utilizar mi credibilidad sobre un caso que no conocía, pero me insistió en que tenía que colaborar y que me iban a preparar con las preguntas y respuestas que ellos habían preparado, a lo que yo me negué, y dije que, en todo caso, solo daría mi propia versión”, dijo Ketín Vidal.

En efecto, ante las presiones de Fujimori y de Montesinos, el entonces director de la Policía Nacional señalaría, en un programa de televisión afín al Gobierno, que “el señor Vladimiro Montesinos, como todos sabemos, es asesor en asuntos de inteligencia en la lucha contra la subversión y el narcotráfico. Me resulta difícil creer que alguien con tanta responsabilidad en el país esté involucrado con un delincuente”.
La venganza

Montesinos, exculpado por todos los poderes formales, procedió a apretar más las cadenas de Chávez Peñaherrera en venganza por sus declaraciones y su negación a ‘colaborarle’ económicamente. Logró que se exculpara a todos los procesados en el “Caso Vaticano” que sabían de su participación en los cupos, y, al mismo tiempo, se aseguró de que Demetrio Chávez y su familia no salieran de prisión. Para ello, y como siempre lo hizo, usó como instrumentos a los jefes de la Policía Antidrogas. Para ese entonces su hermana, Bertha Chávez Peñaherrera, y luego su hermano José, conocido como Calavera en el poblado de Campanilla, fueron detenidos y sentenciados con las más altas penas por narcotráfico. Su hermana Ascensia Chávez Peñaherrera fue detenida en las postrimerías del gobierno fujimorista y condenada a 30 años de prisión por un supuesto pase de droga en Lima. Tanto Vaticano como su hermana siguen confinados en prisiones de Lima, y lo seguirán unos años más por sentencias que no responden proporcionalmente a las dimensiones de sus delitos.

A diferencia de las hijas de Olluquito, los hermanos de Vaticano y otros más que aún siguen encerrados, no tuvieron lamentablemente el poder económico ni la influencia para llegar a Palacio de Gobierno y tramitar en menos de un mes la gracia presidencial. Por eso la candidata se equivoca cuando recuerda los logros del régimen de Fujimori en la lucha contra el tráfico de drogas: lo que debemos hacer no es lo que se hizo en los años 90.

http://www.revistaideele.com/node/964