manuel gonzales prada los honorables

Por Manuel González Prada, Bajo el oprobio, 1914

Al atravesar la plazuela de Bolívar (operación que rara vez efectuamos por miedo a los núcleos infecciosos) nos asalta el deseo de coger una brocha, saturarla de alquitrán y escribir en los muros de las dos Cámaras: AQUI SE NECESITA UN ARGUEDAS.
No logrando satisfacer el buen deseo, nos decimos interiormente: ¡Bienaventurados los tiempos en que la muchedumbre se arme de azotes y lance fuera de la ciudad a las dos hordas acantonadas en la plazuela de Bolívar! 
 
¿Qué es un Congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran colector donde vienen a reunirse los albañales de toda la República. Hombre entrado ahí, hombre perdido. Antes de mucho, adquiere los estigmas profesionales: de hombre social degenera en gorila politicante. Raros, rarísimos, permanecen sanos e incólumes; seres anacrónicos o inadaptables al medio, actúan en el vacío, y lejos de infundir estima y consideración, sirven de mofa a los histriones de la mayoría palaciega. Las gentes acabarán por reconocer que la techumbre de un parlamento viene demasiado baja para la estatura de un hombre honrado. Hasta el caballo de Calígula rabiaría de ser enrolado en semejante corporación. 
 
¿Ven ustedes al pobre diablo de recién venido que se aboba con el sombrero de pelo, no cabe en la levita, se asusta con el teléfono, pregunta por los caballos del automóvil y se figura tomar champagne cuando bebe soda revuelta con jerez falsificado? Pues a los pocos meses de vida parlamentaria se afina tanto y adquiere tales agallas que divide un cabello en cuatro, pasa por el ojo de una aguja y desuella caimanes con las uñas. Ese pobre diablo (lo mismo que sus demás compañeros) realiza un imposible zoológico, se metamorfosea en algo como una sanguijuela que succionara por los dos extremos. 
 
El congresante nacional no es un hombre sino un racimo humano. Poco satisfecho de conseguir para sí judicaturas, vocalías, plenipotencias, consulados, tesorerías fiscales, prefecturas, etc; demanda lo mismo, y acaso más, para su interminable séquito de parientes sanguíneos y consanguíneos, compadres, ahijados, amigos, correligionarios, convecinos, acreedores, etc. Verdadera calamidad de las oficinas públicas, señaladamente los ministerios, el honorable asedia, fatiga y encocora a todo el mundo, empezando con el ministro y acabando con el portero. Vence a garrapatas, ladillas, pulgas penetrantes, romadizo crónico y fiebres incurables. Si no pide la destitución de un subprefecto, exige el cambio de alguna institutriz, y si no demanda los medios de asegurar su reelección, mendiga el adelanto de dietas o el pago de una deuda imaginaria. Donde entra, saca algo. Hay que darle gusto: si de la mayoría, para conservarle; si de la minoría, para ganarle. Dádivas quebrantan penas, y ¿cómo no ablandarán a senadores y diputados? 
 
El representante ingenuo que se disculpaba por haber votado mal por insinuación u orden del Jefe Supremo, dio la nota justa, reveladora de la sicología parlamentaria: diputados y senadores se consideran ellos mismos como parte de la servidumbre palatina. Habiendo, pues, un Ejecutivo, no se necesita un Legislativo. Pudiendo entenderse con el señor, no se trata con los lacayos. Entonces ¿para qué los congresos? ¿Para qué las discusiones de pedantes y fraseólogos que al oírse hablar creen sentirse pensar? ¿Para qué las luchas encarnizadas entre minorías y mayorías? Lo que alguien dijo de los abogados cuadra mejor a los parlamentarios. Gobiernista y oposicionista figuran las dos hojas de una misma tijera: se embisten con furia, mas no se causan daño. Quien sale cortada es la Nación. 
 
Y sin embargo, esas gentes se gratifican el honorable con un tupé inverosímil y una prodigalidad asombrosa. Honorabilidad de honorables, tan evidente como la blancura del tordo, la ligereza de la tortuga, el buen olor del añás. 
 
“Señor honorable, tiene usted el uso de la palabra”, dice un trujimán de presidente congresil, dirigiéndose al recomendable sujeto que hizo dar o dio un esquinazo, medró con los deslices de una mujer o supo en una tesorería cargar con el santo y la limosna. Uno se pregunta ¿esos individuos hablan seriamente o se burlan de nosotros? 
 
Billinghurst fue derrocado ignominiosamente por haber concebido el propósito de celebrar un plebiscito para decidir si convenía la renovación total del Congreso. Sin duda le infundieron náuseas los mismos hombres que trasgrediendo las leyes y cediendo cobardemente a la imposición de las turbas, le habían nombrado Jefe Supremo. ¿Se le tachará de ingrato? Hay servicios que no engendran agradecimiento ni crean amistad: a ciertos servidores se les tira la moneda, no se les tiende la mano. Al presenciar la degradación de unas Cámaras donde los hombres mienten como gitanos y se venden como chinos, el verlas saltar de oposicionistas a gobiernistas y caer de rodillas ante un coronelillo de similor para conferirle el generalato en recompensa de haberlas traicionado, pisoteado y abaleado ¿quién no lamenta la caída prematura de Billinghurst? Sus mismos derrocadores se hallan arrepentidos y con gusto desharían su obra: palpan que al hacer la revolución se pusieron contra el desinfectante y a favor de los microbios. El hombre que hoy se levantara en armas, invadiera Lima y barriera con Legislativo, Ejecutivo y Judicial, merecería una estatua de oro. 
 
Porque en todas las instituciones nacionales y en todos los ramos de la administración pública sucede lo mismo que en el Parlamento: los reverendísimos, los excelentísimos, los ilustrísimos y los useseñorías valen tanto como los honorables. 
 
Aquí ninguno vive su vida verdadera, que todos hacen su papel en la gran farsa. El sabio no es tal sabio; el rico, tal rico; el héroe, tal héroe; el católico, tal católico; ni el librepensador, tal librepensador. Quizá los hombres no son tales hombres ni las mujeres son tales mujeres. Sin embargo, no faltan personas graves que toman a lo serio las cosas. ¡Tomar a lo serio cosas del Perú! 

Esto no es república sino mojiganga. 

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