El mes de noviembre pasado ha sido muy agitado en el ámbito reflexivo de nuestro quehacer pedagógico. En el transcurso de poco más de una semana tanto la educación básica como la superior fueron auscultadas por sus propios gestores. Por si fuera poco, también estuvo en la mesa de disecciones el sistema educativo mundial mirado a través de la Unesco. No para ver lo bien –o mal- que va la educación en el mundo, sino para interiorizar una urgente premura: la aspiración humana de garantizar una educación inclusiva y equitativa para todos, lo que en gran medida depende de que todos los que participan de ella informen y rindan cuenta permanentemente de lo que van haciendo.

En el caso de la educación básica, la Dirección Regional de Educación de Lima (DREL), buscaba evaluar, resaltar y estimular las buenas prácticas docentes realizadas en la capital de la República. La Dirección de Gestión Pedagógica me solicitó participar evaluando el área de competencias comunicativas, específicamente en las actividades orientadas a la promoción de lectura. Se había estipulado que las mejores propuestas se premiarían en el VI Congreso Pedagógico Internacional “Aprendizajes a lo largo de la vida” a realizarse este mes de diciembre.

En el caso de la educación superior los actores principales provenían de canteras diferentes a los del caso anterior. Así en tanto en la educación básica las experiencias se habían efectuado principalmente en centros educativos estatales, en el evento organizado por el Consejo Nacional de Educación la representatividad la tenían sobre todo las universidades particulares, que como sabemos constituyen casi dos tercios de las universidades del país. El tema a tratar no podía ser más desafiante: “hacia una política de educación superior para el Perú”. Simplificando, con las disculpas del caso, dos universidades asumieron la vanguardia del conjunto: la Universidad Católica y la Universidad Cayetano Heredia.

El vicerrector de la Universidad Católica incluso propuso la altura a la que deberíamos poner la valla para medir las exigencias que esperan a nuestro quehacer universitario: la sociedad del conocimiento y lo que ya se denomina la cuarta Revolución Industrial.

Por supuesto hay centros superiores que evaden esas limitaciones gracias a que sus alumnos provienen de sectores letrados, es decir, de entornos distritales que poseen librerías, bibliotecas, periódicos, editoriales, revistas, centros culturales. Hay entre esas universidades, unas pocas que se curan en salud: como política institucional buscan los mejores talentos de los sectores donde la cultura escrita brilla por su ausencia en la calle, en la escuela, en el hogar. Saben que los que destacan en ese ambiente difícil llevarán más lejos su institución. No es filantropía, es sobrevivencia.

La gran mayoría de nuestra población, es decir, la de limitados recursos, habitualmente opta por la universidad estatal o la privada precaria donde muchas veces prima más el lucro que el conocimiento. Las consecuencias de esa dinámica no han tardado en pasarnos su factura. En nuestro país, la arqueología del conocimiento no habita en los museos. A lo largo de sus regiones encontramos centros superiores anclados en la primera revolución industrial; otros, en la segunda y algunos que aspiran a la tercera.

Finalmente el 23 de noviembre actual llegó una voz aguardada, la de la Unesco, que esperábamos nos anunciara cuánto había avanzado la educación en el mundo, es decir que de algún modo fuera un anticipo del futuro que nos aguarda, de la recompensa que nos esperaba. Para sorpresa de incautos como este escriba, más que paraísos prometidos recibimos una severa advertencia: debemos aprender a emplear mejor los recursos. Dada la magnitud de las tareas por realizar hay que empezar asumiendo la educación como una empresa concertada en la que participan alumnos, padres, maestros, políticos, científicos y otros. Todos ellos deben tener claro las tareas que les toca debiendo dar cuenta de los recursos que utilizan y, sobre todo, de la eficacia de sus resultados. Los medios empleados no deberán ser ni excesivos ni insuficientes. Honrar nuestros compromisos con la educación implica rendir cuentas respecto al mejor uso que hemos podido dar a los limitados medios disponibles.

Reducir esa brecha entre lo que se plantea y lo que realmente se logra, significa cumplir nuestros compromisos con la educación. Eso nos advierte la Unesco, pero también una población como la nuestra que hace tantos siglos mantiene sus necesidades fundamentales insatisfechas y que encuentra hoy en la educación la oportunidad de que después de casi dos siglos de porfía, el Perú deje de ser para ellos una promesa todavía no cumplida.

 

La República, 11.12.2017