Por Jans Cavero*

El 10 de abril de 2019 el Poder Ejecutivo presentó al Congreso 12 proyectos de ley de reforma política, cuyo debate ha sido postergado por la Comisión de Constitución. Es evidente que para el fujimorismo y el moribundo partido aprista la reforma política no es prioritaria, porque no satisface sus intereses particulares. Presumo que en las elecciones próximas no habrá bancada aprista, salvo que se aúpen al fujimorismo o a alguno de esos vientres de alquiler que en cada elección postulan a impresentables.

Son varios los temas plasmados en las 12 iniciativas legislativas, algunos de reforma constitucional y otros de carácter legal. Precisamente, uno de los temas abordados es la inmunidad parlamentaria, el mismo que está comprendido en el Proyecto de Ley 4192-2018/PE, Ley de Reforma Constitucional que modifica el artículo 93 de la Constitución Política. La inmunidad parlamentaria es una prerrogativa parlamentaria que viene desde la Constitución de Cádiz de 1812, y ha sido recogida en las 12 Constituciones que el Perú ha tenido desde 1823, incluyendo la de 1993, si bien con matices diferentes. Lamentablemente en nuestro país, durante los últimos 20 años, esta prerrogativa ha sido distorsionada en su concepción y pervertida en su aplicación, al punto de haberse convertido en impunidad y blindaje de congresistas inmersos en procesos judiciales y actos de corrupción.

El problema en torno a la inmunidad radica no tanto en el marco constitucional, sino en su aplicación, lo que no quiere decir que la prescripción normativa sea inmutable. En este sentido, el proyecto de reforma propone la modificación del artículo 93 de la Constitución Política, regulando 3 de las 4 prerrogativas parlamentarias que recoge nuestro sistema político: La inviolabilidad de opinión, la inmunidad parlamentaria y la prerrogativa del fuero. La otra prerrogativa es la del antejuicio político, que no es objeto de análisis.

Respecto a la primera prerrogativa, no hay modificación alguna. La propuesta del Ejecutivo mantiene el texto primigenio, en el que se establece que los congresistas no son responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones. Por lo tanto, no es posible que un diputado sea imputado penalmente por calumnia, injuria o difamación, en virtud a expresiones proferidas durante una deliberación política, o en el ejercicio de funciones de representación, fiscalización o control político.

Sobre la prerrogativa del fuero, la reforma dispone que los parlamentarios serán encauzados por la Corte Suprema de Justicia, incorporando un texto que no está previsto en la Constitución Política vigente. De este modo, en los procesos penales incoados en contra de un congresista, el juez del caso no será uno especializado o un vocal superior, sino que en mérito a esta enmienda, la Corte Suprema tendrá atribuida la competencia para el procesamiento, tanto en primera como en segunda instancia.

En cuanto a la inmunidad parlamentaria, la reforma política resulta polémica al establecer la competencia del Poder Judicial para su levantamiento, de forma tal que un diputado no puede ser procesado ni detenido sin la autorización previa de la Corte Suprema. Desde mi punto de vista, esta iniciativa no resulta compatible con la naturaleza doctrinaria de la inmunidad, cuya funcionalidad consiste en proteger a un diputado de una persecución penal con motivaciones políticas, buscando alterar la correlación de fuerzas políticas al interior de la cámara legislativa.  

Desafortunadamente, los Congresos últimos no han direccionado la ruta adecuada de la inmunidad y se han enfrascado en debates jurídicos estériles, intentando tipificar delitos, buscando dilucidar responsabilidades jurisdiccionales. Sin embargo, los errores, abusos y atropellos cometidos por mayorías congresales irracionales no se solucionan otorgando a la judicatura la concesión del suplicatorio, pues en un escenario de cooptación partidista de la Corte Suprema la impunidad sería más grosera. 

Detrás de la inmunidad de arresto y proceso hay un debate mayoritariamente político y escasamente jurídico, razón por la cual la Corte Suprema, en virtud al principio de separación de poderes, no podría analizar motivaciones políticas detrás de un aparente proceso penal.  Desde esta perspectiva, el suplicatorio debe realizarlo el Poder Judicial, en tanto el propio Parlamento debe ser el órgano que levante el velo, a efectos de que el diputado involucrado sea procesado o detenido por la autoridad correspondiente.

En función a estas consideraciones, la reforma política debe otorgarle a la inmunidad parlamentaria la finalidad para la que fue creada. Ello pasa por imponer los siguientes límites: Si los actos o conductas se cometieron antes de la juramentación congresal, no hay inmunidad amparable; la inmunidad se inicia con la juramentación y culmina con el último día en el cargo congresal; ante una sentencia en primera instancia que conlleve privación de libertad, el levantamiento de la inmunidad debe ser automático; el suplicatorio remitido por el Poder Judicial debe ser menos solemne, poco burocrático y expeditivo.

Con una delimitación funcional adecuada se puede lograr resultados esperados. Cuando el Congreso politiza la justicia se quiebra el sistema constitucional, convirtiéndose en un manto de impunidad que menoscaba el régimen democrático. Cuando los jueces judicializan la política se convierten en un instrumento persecutor inadmisible en un Estado de Derecho.

 

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