Por Dr. Jorge Alva*

Al recibir la llamada del hijo del ingeniero Julio Kuroiwa Horiuchi, quien es también destacado ingeniero, donde me comunicaba el fallecimiento de su padre, le manifesté con toda sinceridad mi pesar y tuve muy presente la admiración que despertó, desde el inicio de sus trabajos en ingeniería sísmica, entre colegas, jóvenes egresados y alumnos por su dedicación y capacidad de comunicarse.

Su camino a la universidad lo comenzó desde niño, destacando en su tierra natal, San Luis de Cañete, desde donde sus padres, ambos japoneses de nacimiento, decidieron traerlo a Lima para que estudiara en el colegio Guadalupe, que acogía en ese entonces a escolares de todo el país. Concluyó sus estudios en nuestra alma máter, la Universidad Nacional de Ingeniería, a comienzos de los 60 y, años después, fue el primer becario peruano que hizo una especialización de posgrado en ingeniería sísmica.

En los setenta, cuando estaba terminando mi formación, estudiantil, escuché junto a mi promoción al ingeniero Kuroiwa hablar sobre la microzonificación sísmica, tecnología desarrollada por investigadores japoneses que se adaptó y aplicó durante la reconstrucción posterior al terremoto de destruyó Yungay. Sobre ese tema hicieron sus tesis muchos ingenieros de la UNI. Luego, los estudios del ingeniero Kuroiwa sobre tsunamis también motivaron las tesis de otros tantos egresados. En los años 86 y 87, al iniciarse las labores del Centro Peruano Japonés de Investigaciones sísmicas y Mitigación de Desastres – CISMID UNI (del que fue fundador), junto al ingeniero Roberto Morales, tuve ocasión de trabajar cercanamente con él y desde entonces me cupo la satisfacción de compartir diferentes responsabilidades.

La UNI y el Perú tienen que recordar siempre la obra del ingeniero Julio Kuroiwa, padre de la ingeniería sísmica peruana, quien siguió trabajando prácticamente hasta el día de su fallecimiento en su oficina, donde atesoraba las aproximadamente doscientas tesis, que a lo largo de los años asesoró en nuestra universidad.

Para él era imposible dejar la pasión de su vida: reducir las victimas de terremotos, tsunamis y otros desastres naturales. Luego de superar una grave infección al hígado, dedicó sus últimos meses a concluir una síntesis de sus trabajos de investigación y experiencias prácticas que denominó “Gestión del riesgo de desastres en el siglo XXI, protegiendo y viviendo en armonía con la naturaleza”, la que podrá adquirirse en librerías en breve. A fines de mayo tuvimos la satisfacción de ofrecerle un homenaje en el aniversario del CISMID y conmemoración del terremoto del 70, donde con gran emoción recordó cómo en tiempos de gran dificultad, en la segunda mitad de los 80, se pudo, pese a todo, unir fuerzas desde la universidad con la cooperación japonesa para crear el centro de investigaciones sísmicas.   

Así se fue un ingeniero que supo hacer de su trabajo, ejemplo por excelencia de lo que es nuestra profesión, que es ciencia y tecnología para mejorar las condiciones materiales de vida de la humanidad. En recuerdo suyo, no solo cumpliremos con el duelo institucional; también nos reafirmamos en la perspectiva que dio origen hace 143 años a la Escuela Especial de Ingenieros Civiles y de Minas, hoy UNI: atender las diferentes necesidades del desarrollo nacional, como señaló en su discurso inaugural el ingeniero Eduardo de Habich.

*Rector UNI