El pecado capital en la ciencia es hacer preguntas para las que no ves posibilidad de respuesta, como en política lo es dar órdenes que piensas que no serán obedecidas, o en re­ligión rezar por aquello que no piensas que Dios vaya a dar.

R.G.Collingwood 

 Martin Vizcarra 11

 

Haber aceptado que el gobierno del presidente Vizcarra está haciendo —«heroicamente»— lo que puede con lo que tiene, terminó siendo lo mismo que aceptar su defensa del capital, para evitar su depreciación en estas circunstancias de crisis. Por supuesto, defender el capital a costas del trabajo, del poquísimo trabajo formal existente en el país. Pero el problema no es exclusivamente él, que, al fin y al cabo, parece haber estado conduciéndose según todos los pronósticos esperables de un gobernante que siempre manifestó que su único objetivo era llegar al 2021.

El asunto es que, como plantea Amartya Sen, “hacer frente a una calamidad social no es como pelear una guerra que funciona mejor cuando un líder puede usar el poder de arriba hacia abajo para ordenar a todos que hagan lo que el líder quiere, sin necesidad de consultas. Por el contrario, lo que se necesita para hacer frente a una calamidad social es la gobernanza participativa y la discusión pública alerta”.

Las crisis, cualquiera sea su origen, demandan conducción, coordinación y, sobre todo, convocatoria. En otras palabras, exigen gobierno. Entonces, y seamos claros en esto, además de un Ejecutivo que no puede gobernar, las cosas empeoran cuando desatamos fantasías para no enfrentar la realidad. Como cuando decimos que el resultado es consecuencia exclusiva de 20 años de crecimiento miserablemente desperdiciado o, más sorprendente aun, que felizmente se tomaron las medidas a tiempo para evitar una catástrofe, como si estar en el grupo líder global de indicadores negativos es menos que un detalle.

En suma, la justificación que nos formulamos de la debacle es prácticamente la que le dio el alacrán a la rana, al darle el piquete mortal: somos así, es nuestra naturaleza. No está en nosotros fiscalizar, exigir o controlar una situación que demanda con creces estas funciones. En suma, lo obvio, la falta de gobierno, lo escondemos tras cualquier pretexto que surja como salvavidas.

No se trata de si aprobamos lo que hace el Mandatario —como si hubiera alguna alternativa— cuando lo que debe preguntarse es cuánta confianza nos genera. Porque, recordemos, nuestra democracia puede soportar un Presidente con 80% de aprobación en medio de una alta inestabilidad, como le sucede a Vizcarra y, por otro lado, tenerlo con 4% de aceptación, como Toledo en su momento, sin que el piso se le haya movido lo suficiente como para que dejara sus funciones.

Entonces, gobernar en estas circunstancias de crisis sanitaria era detener rápidamente la propagación, en la que el distanciamiento social resultaba un mecanismo importante. Hasta allí, todo bien. El problema vino cuando al intentar desacelerar la propagación de la enfermedad no se tuvo en cuenta que ésta impactaba de manera diferencial en la sociedad y podía causar verdaderos estragos, como finalmente sucedió, entre los pobres, vulnerables y precarizados que componen la inmensa mayoría del país.

Luego, debe aceptarse que el empleo y los ingresos son las preocupaciones centrales para cubrir a la población que ha sido más afectada. Pero esto pierde alcance irremediablemente cuando se estima que es un medio para restablecer una «demanda» genérica. Lo que ha mostrado la experiencia es que los golpes en los ingresos de los pobres urbanos, devasta fundamentalmente sus medios de vida, es decir, la accesibilidad a los alimentos.

Así, la tarea central del gobierno para prevenir la calamidad social debió ser escuchar cuáles son los problemas, dónde están exactamente y cómo afectan a las víctimas. Además de escuchar y alentar las vocerías desde la sociedad, debió promover también el debate y difundir al máximo la información.

Y esto no es solo un prurito moral democrático. Tiene mucho de utilitarismo. Como hemos visto, el tema analítico clave, ampliamente aceptado, es simple. Se necesita un mar de apoyos puntuales y específicos para enfrentar la dislocación económica provocada por la combinación de la epidemia, los esfuerzos de contención de la salud y las reacciones angustiadas de individuos, empresas e instituciones financieras.

Por eso, arrojar indiscriminadamente grandes cantidades de dinero, desde un infame helicóptero o repartiendo bonos sin ton ni son, no es una forma efectiva de lidiar con la enorme cantidad y calidad de dificultades que irán revelando paulatinamente la economía y la sociedad. Podemos tener una larga lista de cuellos de botella, podemos descubrir cada vez más situaciones a tratar y las respuestas políticas requeridas suelen ser sencillas. Sin embargo, de lo que se trata es que no vamos a barajar algunos, muchos o incluso la mayoría de ellos para obtener un buen manejo de la situación. Lo único dable es identificar y tratar con todos ellos.

Ahora bien, eliminarlos será enormemente costoso. En promedio global, los diversos planes anunciados por muchos gobiernos podrían costar el 5% del PBI, posiblemente mucho más y esto significa que tendremos que elaborar cuidadosamente las medidas de política con un ojo vigilante sobre la efectividad.

Entonces, para finalizar, la eficacia del gasto público que siempre es un desafío, lo es más en situaciones de emergencia porque, entre otros aspectos, deberá ponerse de lado algunas reglas presupuestarias explícitas o implícitas y prácticas de gestión prudente. Para empeorar las cosas, realmente no sabemos cuánto se necesitará, y la factura podría crecer a medida que descubramos más y más situaciones que deben ser intervenidas.

 

 

desco Opina / 19 de junio de 2020