congreso 3 abrilJans Cavero
 
Según el último reporte del Barómetro de las Américas 2019 los peruanos presentan niveles bajos de confianza en la política. En efecto, solo el 7.7% tiene mucho interés en la política y un 21.5% declara algo de interés, lo que en conjunto representa el 29.2%. Con este porcentaje, Perú se ubica en la parte baja del conjunto de países, al lado de Chile (28,9%) y Brasil (28,2%), y lejos en comparación a países como Uruguay (46,4%), Argentina (43,7%), Costa Rica (42,5%), donde hay mayor confianza en la política.
 
Si en el 2017 la confianza peruana se situaba en el orden de 33,7%, en el 2019 cae a 4,5%. En cualquier caso, asumiendo que esta variación en el sentir de los peruanos es perfectamente posible año tras año, considero que un porcentaje igual o menor a 35% es relativamente bajo, teniendo un impacto negativo para la ciudadanía, para la legitimidad en las instituciones políticas y gobernabilidad del propio sistema político.
 
En efecto, la falta de confianza en la política, partidaria o no partidaria, es la expresión del individualismo en su estado puro, del no importa nada ni nadie salvo yo o mi entorno íntimo, por lo que sólo reduce su protesta hacia la política cuando sus intereses particulares se ven comprometidos de alguna manera. Lo colectivo, el interés general, el bienestar ciudadano, no cuentan para el apático político, quien reniega de todo espíritu solidario y rehúye a toda protesta con aire de fuerza ciudadana.
 
Precisamente, el individualista desconoce el significado de lo que es ciudad, o lo ignora deliberadamente, razón por la que no participa en la gestión del territorio  y no le interesa la implementación de políticas públicas. Quien no es ciudadano, no tiene capacidad de indignarse ante los atropellos, arbitrariedades e irregularidades cometidas por los gobiernos. Por eso, la corrupción campea a todo nivel, el conflicto de intereses hace su agosto, la pobreza es un asunto casi natural, la desigualdad es la normalidad, y el robo de recursos públicos es un indicador de “buen gobierno”.
 
Al no haber interés por el objeto de una política, menos relevancia tiene para el individualista el decisor político, el gobernante de turno. Y aquí sí ingresamos al peligroso terreno del populismo, de izquierda o de derecha, que se constituye en una seria amenaza para la gobernabilidad de cualquier sistema político. No es de extrañar entonces cómo discursos extremadamente radicales y sin fundamento convincente animan y movilizan a votantes incrédulos en cualquiera de los espectros ideológicos. 
 
De este modo, votar por Urresti o Antauro sería hipotecar los destinos del país en manos del populismo que lamentablemente desafía a todo Latinoamérica. El FREPAP, el fujimorismo y Alianza para el Progreso de Acuña encarnan también, con ciertos matices, populismos que hay que frenar. Hay que tener en cuenta que Forsyth, Guzmán y Acción Popular, son la preservación del statu quo y garantes de la continuidad del modelo económico que ha generado desigualdad social, pobreza y ciudadanos precarios. 
 
Pero ¿por qué el populismo es peligroso para la gobernabilidad democrática? En primer lugar, porque reniega de la profesionalización de la política y de la tecnocracia innovadora. El populista se opone a gobernar con técnica porque conlleva el chip de la improvisación, el día a día, la escasa planificación, la falta de visión estratégica. El politécnico le asusta al populista porque es capaz de refutar cualquier decisión política irracional. En este escenario, el politécnico está demás, no está, o lo mantienen aislado, razón por la cual los gobiernos populistas experimentan gestiones desastrosas.
 
El segundo peligro del populismo es su marcado carácter demagógico. El populista posee doble discurso para adquirir cierta dosis de legitimidad social, y con el fin de contentar al auditorio proponen políticas carentes de lógica jurídica, económica o social. Instaurar la pena de muerte, renunciar a la jurisdicción internacional, desconocer el derecho humanitario, entre otros, son algunos ejemplos de planteamientos demagógicos que naturalmente atraen cierta simpatía social, más aun cuando los gobernantes populistas hacen gala de buen léxico o retórica.
 
En tercer lugar, el populista se auto considera el leviatán, una suerte de elegido por cierta divinidad para transformar el mundo. En su inconsciente, cree ser el mejor de todos, el único capaz de ofrecer soluciones concretas a problemas complejos. Este comportamiento, como es evidente, resulta perverso porque la autosuficiencia del populista es un incentivo para gobernar solo, tomar decisiones prescindiendo de otras mentes u opiniones, lo que tarde o temprano deviene en dictaduras y autocracias. En la mente del populista no hay espacio para la democracia deliberativa de Habermas. 
 
Finalmente, cual paradoja, el populista reniega de la política manteniendo un discurso en contra de organizaciones y movimientos políticos e imputándoles delibera responsabilidad por la crisis social y los males endémicos del Estado. Los políticos son los parásitos del pueblo, la vieja casta que ha generado retraso y subdesarrollo. En este orden de ideas, el populista es un outsider, un no militante, carente de formación política, ideológicamente precario, que no cree en la organicidad e institucionalidad, por lo que su incursión en la lid electoral es producto de una invitación.
 
Por todo lo anterior, la política importa, y mucho. Quizá falta conciencia y formación para abrazar la política partidaria, pero en todo caso la política no partidaria debería convertirse en una de nuestras inquietudes como primera apuesta, para luego anclar en la política partidaria que, sin duda, es mejor y más completa que la primera porque te sitúa en un reto impostergable: Poder ser protagonista directo para instaurar las grandes transformaciones que requiere el país. 
 
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.