
En este escenario, los distintos personajes de la carrera al Palacio de Pizarro, esto es un importante número de aspirantes a candidatos presidenciales sin partido y las organizaciones legalmente existentes que buscan aspirantes —la mayoría de las cuales se ha negado sistemáticamente a los tímidos intentos de cambio establecidos por el referéndum de diciembre 2018—, están en los metros finales de apuradas y sorprendentes negociaciones.
Son 24 partidos políticos —«franquicia» sería una denominación más justa para la mayoría— así como 21 aspirantes a la presidencia muchos de los cuales, sin partido hasta hace unos días, que se encuentran en apuradas gestiones formales para cumplir con el plazo que vence el próximo 30 de septiembre, para que quienes deseen participar en los comicios de abril próximo puedan afiliarse a una organización partidaria. Los primeros necesitan a los segundos para sobrevivir y no perder su registro, mientas éstos requieren de aquellos para participar. Las elecciones generales del 2021 aparecen apenas como una estación que no despierta entusiasmo, a la que concurrirán varias marcas, muchos pretendientes sin organización y algunos aspirantes a la resurrección.
Alentados por las encuestas, que ya anuncian un temprano favorito que parece engreído de los medios de comunicación que se han esforzado en mostrarlo como alcalde, policía, bombero, empresario y hasta bailarín —apareció en la televisión 430 veces entre enero y agosto— buscan la simpatía de un electorado que, a juzgar por las mismas encuestas, evidencia por ahora, su disposición a buscar candidatos nuevos, pero también su distancia de los partidos políticos. Así, la encuesta más reciente de IPSOS Perú muestra que el 62% no simpatiza con ninguno y se declara independiente, mientras que el partido que encabeza las adhesiones, AP, alcanzaba apenas 6%, que probablemente se ha reducido después de su contradictorio papel en el intento de vacancia.
Tales resultados no deben llamarnos a sorpresa dada la situación de nuestros partidos y la pérdida de contenido de nuestra democracia. La última versión del Barómetro de las Américas (2018-2019) nos mostraba como el país de la región con menor apoyo al sistema político (41.7%), uno de los que mostraba mayor tolerancia a un golpe militar y aquél donde el 95% de los encuestados cree que la mitad o más de los políticos son corruptos. El Latinobarómetro por su parte, en el mismo período registraba que apenas el 11% de peruanos y peruanas se declaraban satisfechos con su democracia y el 13% confiaba en las instituciones, mientras el 85% consideraba que ésta era el gobierno de los poderosos para su beneficio propio. Para que no queden dudas, a inicios de la pandemia (marzo 2020), el INEI en su ENAHO recogía que los partidos políticos eran la institución que generaba menor confianza en la gente (3%), superados apenas por el Congreso de la República (4.3%).
Todo indica, en consecuencia, que el panorama que se avecina puede no ser muy distinto al actual. Es decir, un Congreso con bancadas enfrentadas al Ejecutivo y parlamentarios actuando a título individual al margen de los partidos que los llevaron a la avenida Abancay. Los cambios «pálidos» realizados para el próximo proceso electoral evidencian la inviabilidad de parches parciales y la necesidad de una reforma de mayor calado institucional.
Enfrentar esta situación de pandemia desde una sociedad desestructurada, desconfiada y polarizada, con personajes antes que actores, y en medio de una severa crisis económica, parece un desafío que nos desborda. Más aún cuando parte de los grandes grupos económicos pretenden que la nueva normalidad sea un retorno a su orden. En estas condiciones, nuestro futuro es definitivamente incierto. Hay que considerar que en el ineludible dilema entre democracia y autoritarismo que se está configurando globalmente, y que se planteará en nuestro proceso del 2021, se jugará una vez más la posibilidad de reconstruirnos.