Bajo el mismo cielo
Por David Rodríguez Seoane (*)

“Me pregunto si habría una forma de comprar un trozo de desierto en Egipto para esa gente que nos avergüenza; tendrían que asignarles los trabajos más duros”, declaró el Ministro de Exteriores de Rumania, Adrián Cioroianu, en una televisión estatal para mostrar su rechazo a la etnia gitana. El carácter incendiario de esta intervención avivó la polémica suscitada por un decreto aprobado por el Gobierno italiano, con el que se permitiría expulsar a los ciudadanos de la Unión Europea (UE) considerados peligrosos, en referencia clara a los rumanos afincados en Italia. Las palabras del ministro achacan a la minoría romaní, tan sólo un millón y medio de los 20 millones de habitantes que residen en el país, la mala imagen que Rumanía proyecta en el exterior.

Los políticos italianos respondían mediante esta disposición al cruel asesinato de una mujer a manos de un inmigrante rumano de origen gitano, que tenía la intención de robarle el bolso. La iniciativa ideada por Walter Veltroni, actual alcalde de Roma y probable sucesor de Prodi en la presidencia del consejo de ministros, no ha dejado indiferente a nadie. Las réplicas no se han hecho esperar desde los países y organismos implicados en el conflicto. La más inmediata fue la reunión de urgencia que tuvo lugar en Roma entre el primer ministro rumano, Calin Popescu Tariceanu, y su homólogo italiano.

Tras este encuentro, en el que se trató de abordar de manera conjunta la crisis que ha afectado a la comunidad rumana asentada en Italia -más de medio millón de personas-, las aguas han vuelto a su cauce en un río muy agitado por el ambiente preelectoral en el que viven los italianos. Así, tras la advertencia de la Comisión Europea de Justicia, que dictaminaba que toda expulsión de un ciudadano de un Estado miembro de la Unión Europea debe ser individual y apelable ante la justicia, el Gobierno encabezado por Giorgio Napolitano ha suavizado su postura y las expulsiones serán puntuales.

Prodi y Tariceanu se pudieron de acuerdo para formar una fuerza policial conjunta y por la petición a Bruselas de fondos estructurales para la creación de programas de integración social para los inmigrantes sin recursos dentro de la UE. Esta aproximación política será el clavo ardiendo al que se tendrán que agarrar los más de dos millones de rumanos que viven en el extranjero, el 10% de la población. Una presencia que desde el uno de enero, fecha en la que Rumanía pasó a formar parte de la UE, se ha multiplicado en países como España y la propia Italia debido a la libre circulación de la que disfrutan los ciudadanos comunitarios.

En Rumanía el sueldo base, según datos de Eurostat, es de unos 300 euros brutos al mes; mientras el salario medio de un trabajador en la UE es de 2.041 euros. La renta por habitante apenas alcanza el 30% de la media comunitaria. La desigualdad económica ha dado como resultado una desbandada de ciudadanos rumanos hacia otros países en busca de condiciones de trabajo más favorables. Desde la caída del comunismo en 1989, uno de cada diez rumanos ha abandonado el sureste europeo en busca de una vida mejor.

La iniciativa de Veltroni en Italia o las palabras xenófobas de Cioroianu, que no ha sido relevado de su cargo, le han devuelto la vida a los fantasmas de la intolerancia de la vieja Europa. Los gitanos son ahora lo que en décadas anteriores fueron los judíos o incluso los masones: víctimas de la segregación social y cultural de los pueblos. Europa vuelve a tropezar con las mismas piedras que en América oprimieron a los indígenas o que en África Central edificaron el genocidio de Ruanda entre tutsis y hutus.

Los prejuicios y los estereotipos continúan siendo parte activa de una Europa que aspira a ser un “espacio común” pero que todavía no comprende que todas las razas, pueblos o religiones respiran y conviven bajo el mismo cielo.

Periodista
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