La mansedumbre y la resignación del pueblo peruano explican que los pacientes de EsSalud soporten en silencio un trato inhumano y humillante y facilitan el propósito del estado peruano de seguir imponiendo a la fuerza la privatización en la atención de la salud, lo que va a agravarse con la construcción de nuevos hospitales de EsSalud que funcionarán con un régimen más excluyente y corrupto.

Con el decidido apoyo de los políticos y de todos los medios de comunicación —para los que no existen como noticia el domino de Chile, la miseria y el abuso contra los pobres—, la idea que se está poniendo en práctica —y que cada gobierno aprueba, incluyendo el de Ollanta Humala— es brindar el peor servicio posible a los asegurados, para que ya no acudan a EsSalud sino en casos de extrema emergencia. En esta despiadada operación psicosocial hay también un aspecto educativo —si se puede llamar así— o instructivo, que consigue el efecto de que los familiares de los asegurados, especialmente los más jóvenes, vean esto y sepan lo que les espera si ponen sus esperanzas en EsSalud. Así, estas personas, ya aleccionadas de manera brutal por el sufrimiento de sus maltratados o muertos familiares, buscarán inscribirse en un seguro de salud particular, sin saber que las coberturas van de acuerdo a lo aportado; y así, pues, enfermedades crónicas degenerativas como el cáncer sólo tendrán atenciones básicas o de primera línea pero, por el costo, no tratamientos prolongados. Definitivamente, sólo los más caros seguros a los que tiene acceso un pequeño sector de la población darán derecho a cirugías de alta complejidad, trasplantes, prótesis etc. Esto sin contar con que los pacientes de 70 a más años de edad deben pagar por sus consultas como si no tuviesen el seguro, o empezar a pagar nuevas y muy altas cuotas para tener una atención normal.

Leamos la interesante crónica de una periodista del semanario Hildebrandt en sus trece.

 

El día que hice de enfermera

Por Ana Briceño*

Lunes 4 de junio. Ocho y treinta de la mañana. Estoy a una cuadra del Hospital Alberto Sabogal Sologuren, en el Callao. Algunas enfermeras vestidas con el típico uniforme turquesa caminan presurosas hacia su centro de trabajo. Es la hora de entrada. Me he vestido como una de ellas. El uniforme lo he comprado a 30 soles en una galería de la Avenida Emancipación, en el Centro de Lima. Mi objetivo es ingresar al área de Emergencia, el corazón del principal hospital de EsSalud del Callao. Frente a la puerta de entrada leo un letrero que dice: “Ingreso sólo con DNI”.

Prefiero no mirar al vigilante que con cordialidad me saluda “Buenos días, señorita”. Le respondo con la misma cortesía y cruzo la frontera entre la calle y el centro de salud. No mostré ninguna identificación. Ya estoy en el hospital y soy una enfermera más.

La primera imagen que me sale al encuentro es la de unos ancianos que caminan con dificultad. Parecen estar desorientados en busca de ayuda.

El bolso de reportera que llevo es un obstáculo para movilizarme por las distintas áreas. Lo encargo en un quiosco en el que sacan fotocopias. A cambio le ofrezco dinero a la persona que atiende, pero ésta se niega a recibirlo. “No se preocupe, licenciada”, me dice. ¿Estaré en México?

Una mujer mira hacia todos los lados, como si buscara un área, un tópico o un módulo. Se me acerca y me cuenta que en abril le recetaron dos medicinas para la artritis y en Farmacia le han dicho que aún no llegan. También le dieron la mala noticia que su cita médica, que estaba programada para el 11 de junio, ha sido postergada para el 20 de este mes. “Me cuesta venir desde Los Olivos para que me digan que no hay pastillas, pero qué voy a hacer. Ahora espero que me atiendan en Cardiología. Voy a aprovechar que el médico está ahí y que no hay muchos pacientes”, me dice. Tiene 77 años.

En la Farmacia hay una cola que se parece a la que hacen los jubilados en el Banco de la Nación cuando cobran sus pensiones. “Señorita, es el colmo que no haya ni un calmante. Estoy con la presión alta”, me reclama una asegurada. Le aconsejo que presente un reclamo en la Oficina de Atención al Asegurado, que había visto a la entrada, aunque en el fondo tengo la certeza de que será en vano.

Mientras me dirijo a Emergencia, un hombre, de unos 40 años, me pide ayuda angustiado. Su esposa tiene la pierna izquierda fracturada. Ella está sentada en una silla de ruedas pero tiene que encorvarse para sostener la pierna en alto. “No la puede bajar porque está entablillada y le duele mucho. Tengo que llevarla a Radiografía”, me explica. No hay ninguna enfermera a la vista. Me inclino y cargo su pierna con cuidado para no lastimarla, pero su molestia es inevitable. La silla tiene fierros oxidados y en el traslado se atasca. La mujer sufre en cada sobresalto y yo padezco por el peso de la pierna y por caminar en cuclillas tanto rato.

Los dejo en Radiografía y ya me encuentro a dos pasos del área de Emergencia. Las puertas están abiertas y dos vigilantes conversan despreocupados. Es tal el hacinamiento que los pasadizos están congestionados por camas. El tránsito de médicos y enfermeras se hace muy difícil.

Hay momentos en que las camillas que ingresan con nuevos enfermos chocan con las otras y entonces hay embotellamientos. “¿Qué sucedería si hay un terremoto en este momento?”, me pregunto. El corazón del hospital Sabogal se encuentra en estado calamitoso y a punto de colapsar.

Hay ancianos que están postrados en las camas y parecen petrificados, sin vida. A Víctor Basurto, de 82 años, lo han desplazado a un rincón, justo detrás de una de las puertas. Cada vez que entra una camilla a Emergencia, la puerta choca con su cama y lo despierta de un sacudón. Ni el sueño se lo respetan. En uno de esos despertares me dice algo pero no logro entenderlo. Acerco mi oído a la altura de su boca y con voz quejumbrosa me indica que quiere orinar. Miro a todos mis costados y encuentro a una doctora. “Quiere orinar”, le digo y señalo al enfermo. “Si es tu paciente, ¿cómo quieres que yo lo atienda? Anda al baño y trae el papagayo de una vez”, me responde malhumorada.

El “papagayo” es una especie de jarra de metal donde miccionan los pacientes varones. Las mujeres utilizan “chatas”.

¿Qué debo hacer? Ayudo al anciano a sentarse. Tiene una bata celeste mal puesta. Se la acomodo y le aproximo la jarra, con una mezcla de incomodidad y pudor. Vuelve a echarse, más tranquilo ahora. Don Víctor está en Emergencia desde hace tres días. “No nos atienden bien, señorita. Yo tengo asma y bronquios. El frío es fuerte en las noches, más daño me hace”, me dice. Tiene una tos persistente y arroja el esputo al suelo. El infierno no son los otros. El infierno está aquí.

A pocos metros de él se encuentran María Samamé (56) y su esposo, Enrique Casusol (75). Al hombre le amputaron la pierna que le quedaba. Fue a raíz de una trombosis. “Creo que le hicieron una mala operación porque siempre sangra. No ha cicatrizado la herida. Estamos media hora esperando al traumatólogo pero no llega”, reclama María Samamé. Don Enrique tiene las manos hinchadas y enrojecidas de tanto sostener el peso de la mitad de su cuerpo. Le han dado una cama sin barandas. Su esposa le hace masajes en la espalda. Al ver a don Enrique recuerdo que, en 2010, el hospital donde estoy hizo noticia cuando dos médicos le amputaron, por error, la pierna izquierda a un jubilado de 82 años.

Al costado de la pareja de esposos está Rosario, de 75 años. Se ofrece a darle su cama porque la de ella sí tiene barandas. Me dice que está arrojando sangre por la boca pero que no tiene tuberculosis. Debajo de su almohada hay una Biblia. “De madrugada todos gritan, piden ayuda, llaman a las enfermeras pero nunca vienen. El doctor me ha dicho que debo pasar a piso pero hasta ahora no hay camas arriba”, dice. La fotógrafa Carla Lúcar, que también se ha vestido de enfermera, perenniza la escena.

No tengo mascarilla. Salgo de Emergencia para respirar un aire menos cargado y me cruzo con algunos familiares de pacientes que duermen en el piso, al pie de las camas. En la farmacia siguen las colas de asegurados, las quejas y los rostros frustrados de viejos que se retiran sin haber sido atendidos.

Después de media hora regreso a Emergencia. Segundo Bazán (83) lleva cuatro días durmiendo en el pasadizo. Sus piernas están descubiertas y heladas. Su piel está reseca y dura. Tiene heridas por el largo tiempo que pasa echado. Lo cubro con una frazada y se sonríe.

Al fondo de esta sala están lavando a un paciente y su cuerpo desnudo es expuesto y algunos fisgones, como yo, no dejamos de observar.

Gregoria Pilco, de 61 años, me hace un gesto con sus manos temblorosas como pidiéndome ayuda. “Lléveme a orinar”, me dice. Hay un inconveniente, la escalera para que baje de la cama no está. Busco una debajo de las camillas y no encuentro nada. Me desespera pensar que la mujer enferma, que no deja de tiritar, no pueda orinar por la falta de unos peldaños. Por fin encuentro una escalerita. Gregoria Pilco parece que se va a desvanecer en mis manos cuando camina. Temo que algo le suceda por mi torpeza. Caminamos con lentitud pero con cautela. La ayudo a sentarse en el inodoro, mientras que cuenta que tiene una enfermedad en el estómago. “Hay llagas que me duelen en la boca del estómago y me ha dado una hemorragia. Mis hijos están afuera preocupados. Yo soy del Cuzco”, me dice.

En dos habitaciones de Emergencia descansan los pacientes más críticos. Supuestamente debería ser el espacio con mayor seguridad pero ni siquiera tiene puertas. Sólo una cortina las protege. Adentro, se encuentran pacientes entubados recibiendo oxígeno y conectados a aparatos mecánicos para respirar. Cualquier persona podría llegar y manipular uno de esos sistemas. Un sicario por ejemplo. Tarantino podría hacer aquí una de sus películas.

Son las 6.30 de la tarde. Ningún vigilante ha sospechado ni por asomo de nuestra presencia. Ni siquiera cuando me retiro y Carla registra con la cámara mi salida.

Martes 5 de junio. Nueve de la mañana. En el Hospital Guillermo Almenara, en la Avenida Grau, los asegurados hacen cola para sacar cita médica. “Sólo se va a atender hasta las 4 de la tarde”, advierte un vigilante. Los pacientes protestan. La sala de Emergencia en este nosocomio es más amplia que la del Sabogal. También hay más enfermeras pero no es suficiente. Hacen falta 200 en todo el hospital, según el sindicato de enfermeras.

Las puertas de Emergencia están cerradas pero, apenas ve mi uniforme el vigilante me las abre. Una joven se me acerca y me dice que su padre tiene un tumor en el pulmón y que en el hospital Edgardo Rebagliati se negaron a atenderlo porque venía de Piura. “Tuve que rogar para que lo evalúen. Al final lo trasladaron acá”, dice. El hombre, de 68 años, esta echado en una cama mientras aguarda ser atendido por un médico. Cecilia, su hija, me pide que le diga si su padre tiene algo malo. “Espera a que llegue el doctor, ten un poco de paciencia”, le respondo.

Ante la falta de camas, los pacientes duermen en sillas de ruedas. Los sueros se sostienen con un colgador de madera clavado en la pared, al costado de una caja de seguridad. De ocurrir un corto circuito las principales víctimas serían ellos. Una paciente desea orinar pero su hija no encuentra una “chata”. Voy al baño a buscar una y la trabajadora de limpieza me dice que siempre se las roban. Milagrosamente hay una. Tiene orines. El olor a amoniaco es abrumador. Limpio la “chata” y se la llevo a la paciente. Se baja el pantalón y los familiares de otros pacientes la miran.

Los asegurados se quejan de que nunca hay camas para quienes esperan en Emergencia. “No me puedo mover ni para la derecha ni para la izquierda. Hasta cuándo vamos a vivir así, señorita. Haga algo, por Dios”, me increpa un asegurado conectado a un suero.

Mientras intento retirarle el pañal a una paciente que sufre de alteraciones mentales, una mujer me dice que se ha sacado una radiografía en febrero y que le han perdido su placa. “La necesito para que la doctora me diga cómo sigo de mi cáncer al estómago. Me pelotean de un lado a otro. Esto ya no tiene remedio”, se queja. No puedo decirle nada ni darle ningún consuelo. Se va. Es la imagen de la tristeza. Cada vez que pasa un doctor por los pasadizos de esta área, los parientes de quienes aquí yacen se les acercan para que los atienda con prontitud. “¿Cuándo lo van a llevar a su habitación, doctor? Mire cómo estamos todos amontonados”, reclama una asegurada que tiene a su esposo con pancreatitis.

La fotógrafa intenta tomar las fotos que puede sin que el personal médico se dé cuenta de que estamos camufladas, pero la Jefa del Área de Emergencia me mira ofuscada y se me acerca. Pregunta en qué área trabajo. “En el segundo piso, en la Unidad de Cuidados Críticos”, le respondo titubeando. “No, usted no es del Almenara, debe ser de otro hospital de EsSalud. Las enfermeras de nuestro hospital no usan zapatillas negras”, replica. Entonces me voy caminando sobre mis zapatillas negras.

Han sido dos jornadas que no quisiera repetir.

* Hildebrandt en sus trece, Lima 15-06-2012

 

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