La guerra de rapiña de 1879

Lo que nos sucedió y nunca más debe sucedernos

por Jesús Lazo Acosta; pp. 71-83 Lima, agosto 2008, Digital Press EIRL.

V

GUERRA CONTRA LA CONFEDERACIÓN PERÚ-BOLIVIANA

Introducción

«La posición de Chile frente a la Confederación Perú-boliviana, según Diego Portales a Blanco Encalada en 1836, es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el Gobierno porque ella equivaldría a su suicidio».

«La Confederación, expresó más adelante Portales, debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América».

Independientemente de la parte que, de modo legítimo, corresponde a Portales en la guerra contra la Confederación, según él, por motivos nacionalistas y por la búsqueda del equilibrio en la balanza del Poder en el Pacífico Sudamericano, no debe ser omitido el influjo caraqueño de Andrés Bello, consejero del Gobierno chileno en asuntos diplomáticos. En sus Principios de Derecho Internacional escribe él que la guerra era justificable cuando surgía para cualquier Estado un vecino ambicioso y peligroso.


Por otro lado, mientras se preparaba a las tropas que debían invadir al Perú, un motín estalló en el acantonamiento de Quillota. Fue apresado el Ministro Portales, de visita en ese lugar el 3 de junio de 1837, antes de incorporarse a la expedición. Quedó firmada entonces un Acta adversa a la guerra inminente, obra forzada más bien por la intriga que por el noble deseo de reparar agravios a Chile, pues (...) se debería procurar primeramente vincularlos con los medios incruentos de transacción de paz a que aparece dispuesto el mandatario del Perú. El motín fracasó aunque los sublevados asesinaron a Portales.

Interesante y de justicia resulta recordar que, el 10 de marzo de 1840, la Cancillería chilena rechazó la oferta del Presidente del Ecuador, General Juan José Flores, de dividir y de mutilar el Perú. Claro está que, al mismo tiempo, se opuso vigorosamente al desmembramiento de Bolivia por acción peruana o unificación del Alto y del Bajo Perú emanada de éste.

Justificando una no difundida versión de la forma en que ya estaba manifestada la animadversión de Diego Portales contra el Perú, Benjamín Vicuña Mackena encuentra, en el copioso archivo de O'Higgins y Portales, la forma que éste planeaba la guerra al Perú antes de la Confederación Perú-boliviana. En carta de 2 de setiembre de 1832 fijaba, el inspirador omnipotente de la política chilena, el plazo de un año y medio «para irse sobre el Perú con un ejército», como es de verse en Introducción a la Historia de los 10 años de la Administración Montt.

Aún en 1833, recuerda Basadre en La Iniciación de la República, Casimiro Olañeta, diplomático boliviano, conversaba con Portales, que era ya Ministro, sobre la posibilidad de formar una Alianza ofensiva entre Bolivia y Chile contra el Perú. Esta obsesión de Portales, señala nuestro ilustre historiador, tiene una importancia decisiva para conocer los antecedentes de la guerra entre Chile y la Confederación Perú-boliviana.

No obstante la actitud chilena contra la Confederación y los esfuerzos de la Diplomacia chilena para dirigir la política internacional peruana cuando el Perú enfrentó y rechazó la agresión española en 1866 por la ocupación de las islas de Chincha y su mantenimiento indefinido, venciendo el 2 de mayo en el ataque al Callao, cuyo resultado determinó la partida de la escuadra española de los mares del Pacífico Sur; en grave error internacional de nuestra historia, el Perú mantuvo, sin justificación, la imprudente alianza suscrita con Bolivia sin que ésta fuera simultáneamente concertada con la Argentina como estaba prevista.

Aunque el Perú acreditó en la guerra una línea de abnegación y honor, no puede perdonársele la imprevisión: no haberse preocupado de armar al país, de mantener la superioridad naval sobre Chile; e, insistimos, haber pactado la alianza con Bolivia que sirvió de pretexto al adversario para una guerra de la que nuestro país resultó desmembrado.

Como un medio capaz -de los terrenos diplomático, político y militar- de detener la presunta y temida acción agresiva y beligerante chilena, el Perú concibió buscar, como posibilidad disuasiva, la adhesión de la República Argentina a la Alianza Perú-boliviana.

Para Ulloa, el inolvidable ex Canciller de la República, tal adhesión, por su finalidad y su evidente eficacia, resultaba pues una condición sine qua non para el mantenimiento de la alianza y, desde luego, para su validez efectiva.

A pesar de la importancia del presente aserto, cuando hoy el Perú estigmatiza a sus Fuerzas Armadas, y sus gobiernos, neciamente, propugnan el desarme total con inadvertencia de que un país desarmado no es una garantía de paz sino una presa apetecible, tanto o más importante resulta recordar a don José de la Riva Agüero que, en 1913, expresó: «No nos perdimos por audaces ni por cavilosos; nos perdimos por confiados e ingenuos; por creer que los convenios diplomáticos, el aparato de las alianzas o los meros sustitutos de intervenciones y mediaciones, podían suplir la efectiva e insustituible garantía de las armas».

Internacionalista Alfonso Benavides Correa

1. Origen de la Confederación Perú-boliviana


Los territorios que forman las actuales repúblicas del Perú y Bolivia, durante centurias integraron los imperios del Tiahuanaco primero y del Tahuantinsuyo posteriormente. De igual manera, Bolivia con el nombre de Charcas o Alto-Perú estuvo durante más de dos siglos dentro del Virreynato del Perú. Estos antecedentes hacen suponer que su hermandad, tal vez, data de milenios. Y esto se explica fácilmente, por la vecindad geográfica que tienen, su entroncamiento con la Cordillera de los Andes, el gran lago que comparten y los ríos que bañan sus planicies.

Estos accidentes naturales hicieron inevitable la fusión de razas, los lazos de sangre, hablar el mismo lenguaje, el intermedio de productos naturales y artesanales. Por tanto, poderosas razones de orden económico les hicieron compartir costumbres y cargar con los defectos y virtudes que caracterizan a sus pobladores. Todo lo cual haría que se amaran u odiaran, que se separaran cuando sus hombres lo decidieran o que quisieran reunirse cuando se necesitaran otra vez; es decir, pueblos hermanos, para pelear o marchar juntos.

En 1835 hacía apenas 10 años que se había realizado la independencia de Bolivia, por decisión de una minoría de doctores en Chuquisaca y la protección de un caudillo excepcional, pero extranjero, y en cierto modo interesado en limitar el poder del Perú. Nada sorprendente fue que otro caudillo, mitad peruano mitad boliviano, deseara reunir a las dos naciones para formar una sola, grande como lo fuera en el pasado.

Había razones de peso actualizadas por vecino ambicioso que eran una amenaza para ellas. Brasil y Argentina despegaban cuan fuertes son en su desarrollo, y Chile trataba de conseguir la hegemonía en el Pacífico. Unirse era lo indicado para defenderse de contingencias.

El proyecto de Confederación tenía partidarios y adversarios en el Perú y en Bolivia. Las figuras principales eran los presidentes de ambas naciones y algunas figuras políticas importantes; como por ejemplo el Presidente del Congreso del Perú, Arzobispo Javier Francisco Luna Pizarra, y muchos de los parlamentarios que lo acompañaban. En Bolivia, los más entusiastas eran los partidarios de Santa Cruz, complacidos por la buena administración de su largo gobierno. Sin embargo, debían realizarse asambleas regionales, una en el Estado Nor-Peruano, constituido por los departamentos de Amazonas, Huaylas, Junín, La Libertad y Lima. Otra en el Estado Sur-Peruano, que comprendía Arequipa, Ayacucho, Cusco y Puno. La tercera en Bolivia misma. Así en los primeros días de agosto de 1836 quedó, prácticamente, constituida la Confederación Perú-boliviana, con sus tres Estados asociados, bajo un Gobierno Central que presidía el Mariscal Andrés de Santa Cruz y con bandera común a todos ellos.

2. Primera invasión: agosto 1836

Ya en 1832 el furibundo gobernador de Valparaíso, Diego Portales, había dicho que era necesario «irse sobre el Perú con un ejército»; de modo que, cuando Santa Cruz delineó una nueva política comercial declarando puertos libres a Cobija, Arica, Callao y Paita, y puso derechos adicionales a los productos que hubieran pasado por otros puertos del Océano Pacífico, no tuvo límites la ira del Ministro Portales. Fue entonces cuando Portales decidió imponer «por la fuerza» lo que no podía lograr por derecho, para lo cual tomó como pretexto un incidente secundario para escudar sus verdaderas intenciones.

Las relaciones entre el Perú y Chile no se habían roto, se mantenían cordiales. Pese a esto, la escuadra chilena se movilizó subrepticiamente hacia el Perú. El bergantín «Aquiles» y la goleta «Colocolo» llegaron al Callao la mañana del 21 de agosto de 1836, presentándose en plan amistoso, por lo que las autoridades peruanas los recibieron con inocente cordialidad. Pero en la noche del mismo día, sigilosa y traicioneramente, se apoderaron de tres buques de la escuadra peruana. Estos buques eran la «Santa Cruz», la «Arequipeña» y la goleta «Peruviana», a los que de inmediato pusieron tripulación chilena. A la mañana siguiente se iniciaron las negociaciones con la intervención del Cónsul inglés en Lima, llegándose a un acuerdo mediante el cual los chilenos no harían nuevas presas, llevándose las tres capturadas a Chile hasta que se hiciera un arreglo definitivo.

El acuerdo mencionado se realizó entre el Jefe de la escuadra chilena, el marino Victorino Garrido, y Santa Cruz, quien en todo momento trataba de no entrar en guerra. Este acuerdo no fue aprobado por Diego Portales, pues su objetivo era otro. Chile envió nuevamente su escuadra al Callao el 30 de octubre, trayendo como su embajador a Mariano Egaña. La misión de éste era terminante y no aceptaba alternativa: exigir la destrucción de la Confederación Perú-boliviana. Siempre con su posición conciliadora, Santa Cruz intercambió diversos oficios, pero no hubo arreglo. Presionado por Portales, el Congreso de Chile le declaró la guerra al Perú el 26 de diciembre de 1836.

Antes de esta declaración oficial, ya la escuadra chilena había realizado operaciones que en el lenguaje internacional se denominan claramente de piratería. Había dado sus zarpazos con la ventaja de la sorpresa, amparándose en una hipócrita amistad.

En estas circunstancias, el resto de la escuadra peruana compuesta por las fragatas «Congreso», «Yanacocha», y «Libertad», así como las goletas «Junín» y «Limeña» recibieron orden de reunirse en Paita; pero la «Libertad» que había arribado a Guayaquil después de un largo viaje, tuvo que completar su tripulación con franceses y ecuatorianos, sin saber que a éstos los había sobornado Chile. Ya en alta mar una sublevación premeditada hizo arriar la bandera del Perú para reemplazarla por la de Chile, y poner rumbo a Valparaíso donde llegó el 9 de diciembre de 1836.

El almirante chileno Manuel Blanco Encalada perseguía a la «Congreso» que se había refugiado en la ría de Guayaquil. Los chilenos sin respetar la neutralidad ecuatoriana desembarcaron en la isla de Puná para poder capturarla, pero la nave peruana logró escapar. De regreso de Guayaquil, Blanco Encalada cometió todo género de abusos en Tumbes y Paita, comportándose como un verdadero delincuente, y, finalmente, capturó en Cerro Azul al mercante peruano «Martín» con sus bodegas repletas de azúcar. Después de haber realizado estos escandalosos excesos, antes de la declaratoria de guerra de Chile al Perú, el Almirante chileno Manuel Blanco Encalada retornó a su país dejando el recuerdo de su prepotencia, abuso y espíritu de rapiña.

Conviene copiar a continuación la narración que hizo el escritor chileno Benjamín Vicuña Mackenna de este inicuo procedimiento:

«El mismo día 13 de agosto de 1836, en que la 'Monteagudo' ponía su proa al sur de la rada de Valparaíso, para ir a capturar el bergantín 'Orbegoso' y sus tripulantes en las aguas de Chiloé, el bergantín "Aquiles" y la goleta "Colocolo" se dirigían con rumbo opuesto hacia el Callao. ¿A qué iban?

A consumar uno de los actos más odiosos que se registran en los anales de nuestras repúblicas (...) El jefe de aquel crucero había recibido la comisión secreta de apoderarse de golpe de mano de todos los buques pertenecientes al Perú que encontrase en las aguas de aquella república y los condujera en rehenes a los puertos chilenos. Victorino Garrido había llegado al Callao el 21 de agosto a las 9 a.m. de 1836 y mandó pliegos a su Cónsul Lavalle, quien no tardó en ir a bordo de la "Aquiles".

El comisionado Garrido ofreció saludar su plaza y después de visitar al comandante de marina, pasó a cerciorarse del estado indefenso de la escuadra peruana, para dar un ataque nocturno, sobre seguro, que meditaba. La escuadra peruana se componía de la barca 'Santa Cruz', el bergantín 'Arequipeña' y la goleta 'Peruviana'. Los otros buques 'Libertad', ' Yanacocha' y 'Limeña', estaban en el mar, de servicio».

Vickuña Mackenna termina su relato: «A las dos de la mañana aquel deshonroso atentado, que entonces se celebró como una proeza heroica, estaba cometido, y el emisario de Chile se hallaba en el caso de volver ufano con su presa a presentarla como prenda de seguridad a las inquietudes de sus comitentes» (44).

3. Segunda invasión: setiembre 1837

Portales comenzó a preparar una expedición militar contra el Perú, contando con la colaboración de los peruanos que se encontraban emigrados en Chile, a quienes engañó. El grupo más importante era el formado por Gamarra y La Fuente, después de haberse reconciliado; otro grupo lo conformaban el aristócrata Felipe Pardo y Aliaga y el coronel Manuel Ignacio de Vivanco. Portales se había hecho «amigo» de todos ellos, a fin de utilizarlos a favor de Chile, y ellos cayeron en su juego, ingenua e inconscientemente.

Gamarra tenía en Chile un agente de apellido Bujanda, quien realizó grandes esfuerzos por acumular material de guerra para la expedición contra Santa Cruz. Un día hastiado por lo que veía en contra del Perú exclamó: «Nada con ellos, ni la gloria». Y acto continuo se embarcó al Perú y reveló a Santa Cruz el plan acordado con Portales sobre la expedición que se preparaba para la invasión del territorio peruano.

Por otra parte, Chile trataba de envolver a la Argentina y al Ecuador contra el Perú, de paso también contra Bolivia, aun cuando no se desarrollarían operaciones bélicas dentro del territorio de ese país. En Argentina gobernaba el tirano Juan Manuel Rosas, quien tomando como pretexto un diferendo de límites con Bolivia, declaró la guerra a la Confederación Perú-boliviana el 7 de mayo de 1837. Chile trató de seducir al Ecuador, pero allí el presidente Vicente Rocafuerte con una ponderada actitud evadió el compromiso.

En junio de 1837 estalló un motín en el campamento de Quillota (Chile) que visitaba el ministro Portales, a consecuencia del cual éste resultó apresado. En un enfrentamiento con tropas leales al gobierno, el oficial rebelde que conducía preso a Portales, lo fusiló sin más trámite.

Santa Cruz creyó oportuno reanudar las gestiones de paz, pero fue rechazado otra vez, pues ya la «doctrina Portales» había prendido en la población y sobre todo en las fuerzas armadas de Chile. Por tanto, los preparativos de la expedición continuaron pese a la muerte de Portales. Una división de tres mil hombres debidamente equipada, al mando del almirante Blanco Encalada, desembarcó en Islay, llegando a ocupar Arequipa el 12 de octubre de 1837 con el irónico nombre de «expedición restauradora».

Antes de su muerte, el ministro Diego Portales había dado instrucciones precisas a Blanco Encalada, algunos de cuyos párrafos son los siguientes: «Va usted, en realidad, a conseguir con el triunfo de sus armas la segunda independencia de Chile (...) La posición de Chile frente a la Confederación Perú-boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno porque ella equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y la mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo. Unidos estos dos Estados aun cuando no sea más que momentáneamente, serán siempre más que Chile en todo orden de cuestiones y circunstancias. En el supuesto de que prevaleciera la Confederación a su actual organizador y ella fuera dirigida por un hombre menos capaz que Santa Cruz, la existencia de Chile se vería comprometida (...). La Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América (...). Por su extensión geográfica; por su mayor población blanca; por las riquezas conjuntas del Perú y Bolivia apenas explotadas ahora; por el dominio que la nueva organización trataría de ejercer en el Pacífico, arrebatándonoslo; por el mayor número también de gente ilustrada de raza blanca muy vinculada a las familias de España que se encuentran en Lima; por la mayor inteligencia de sus hombres públicos, si bien de menos carácter que los chilenos; por todas estas razones, la Confederación ahogaría a Chile antes de muy poco (...). Debemos dominar para siempre en el Pacífico; esta debe ser su máxima ahora y ojalá fuera la de Chile para siempre» (45).

Bajo las bayonetas chilenas del almirante Blanco Encalada se convocó al pueblo arequipeño, que acudió en pequeño número, para realizar la comedia de proclamar al general peruano La Fuente como Jefe Supremo Provisorio de la República, el que había venido desde Chile con el mal llamado «Ejército Restaurador del Perú».

La situación de los invasores se hacía cada vez más difícil por la hostilidad de la población arequipeña y el sabotaje en el suministro de alimentos, mulas, arrieros y todo cuanto necesitaban; agravado por la presencia en los alrededores de un disciplinado ejército confederado de más de 5.000 hombres al mando del mismo Santa Cruz.

Como para rematar la crítica situación de los chilenos, Santa Cruz hizo bajar desde Lima otra división al mando del general Vigil, con el objeto de cortar la retirada de Blanco y las comunicaciones con su escuadra que estaba distribuida en Islay, Quilca y otras caletas. Blanco Encalada había caído, pues, en su propia trampa.

El ejército confederado avanzó hacia Arequipa y se ubicó en el distrito de Paucarpata, muy cercano a la ciudad misma. En ese momento ya los invasores estaban vencidos y Santa Cruz en vez de liquidarlos por el agravio que habían cometido contra el Perú violando su territorio, les abrió los brazos en un gesto fraterno y, al mismo tiempo, suicida para firmar el Tratado de Paucarpata el 17 de noviembre de 1837, bajo la garantía de un representante del gobierno de Inglaterra.

4. Tercera invasión: agosto 1838

Los chilenos, con su reconocida astucia y acostumbrado engaño, habían entablado negociaciones con Orbegoso haciéndole creer que su nueva expedición no era contra el Perú sino contra Santa Cruz. Así, Orbegoso para impedir el desembarco chileno expidió un decreto segregando el Estado Nor-Peruano de la Confederación y confió que los invasores no se hicieran presentes en Lima ¡Cuan poco conocía a los chilenos!. Entre el 7 y 8 de agosto de 1838 la expedición chilena al mando del general Manuel Bulnes desembarcó en Ancón para eludir los cañones de los castillos del Callao. Orbegoso protestó puesto que Lima que formaba parte del Estado Nor-Peruano ya no pertenecía a la Confederación, pero Bulnes no hizo caso. El Perú como tantas veces en su historia -dice Emilio Luna Vegas-, estuvo desarmado tanto naval como militarmente después del tratado de Paucarpata. Otro grave error de Santa Cruz, que habría de lamentar mucho.

El gobierno de Chile confirmando su rechazo por el Tratado de Paucarpata, en los primeros días de enero de 1838, envió cinco barcos de su escuadra que se presentaron en Islay para apoderarse de los tres buques de guerra peruanos que se encontraban allí. Felizmente, ya los peruanos tenían experiencia sobre la felonía de los chilenos, por lo cual el «Junín», el «Fundador" y la «Socabaya» pudieron defenderse virilmente rechazando a los atacantes chilenos, quienes desistieron de su empeño.

Otra proeza marítima chilena. Como se recordará, la «Peruviana» había sido capturada por los chilenos en la primera invasión de 1836; pero, de acuerdo con el Tratado de Paucarpata, se la devolvió al Perú en el puerto de Pisco en diciembre de 1837. Luego se la llevó al Callao, pero con el generoso estilo peruano, se le dejó su tripulación chilena hasta que el tratado fuera ratificado. Mas el 3 de enero de 1838, cuando la goleta se encontraba aprovisionada abundantemente por la hospitalidad peruana, levó anclas y se fugó en dirección Sur. La oportuna intervención de la corbeta peruana «Confederación» pudo reducirla en alta mar y obligarla a renunciar a un nuevo acto de traidora piratería chilena.

Cuando Orbegoso comprendió, por fin, que era imposible entenderse con el chileno Bulnes, organizó sus fuerzas militares con los generales Moran y Nieto para enfrentar a los «segundos restauradores». El choque de ambas fuerzas se produjo el 21 de agosto de 1838 y se conoce como la batalla de Guía. Gracias a otra maña chilena, los «restauradores» entraron en Lima el mismo día.

Como era su costumbre, los chilenos comenzaron a tomar de la ciudad cuanto les apetecía, no solamente las provisiones. Un movimiento popular proclamó al mariscal Gamarra como Presidente de la República, a fin de contener el vandalismo chileno. La intención del pueblo fue buena, pero en nada cambió las cosas, porque la ambición y la ceguera de Gamarra lo permitía todo.

A pesar de tantas ventajas, la situación de los «restauradores» era crítica en Lima, ya que existía un repudio general contra las pésimas actitudes de los chilenos. Además, los fíeles guerrilleros de la campaña de la independencia habían vuelto a ponerse en acción.

Santa Cruz venía del Alto-Perú, y una de sus avanzadas intentó sorprender a los chilenos en Matucana, pero el aviso de un traidor lo impidió. Bulnes y sus aliados desocuparon Lima el 8 de noviembre ante la mirada impasible de Santa Cruz quien no quiso perseguir a los que se retiraban. El tiempo ha probado que éste fue otro de los errores que condujeron a Santa Cruz al fracaso.

5. Yungay: fin de la Confederación

Bulnes, Gamarra y Castilla permanecían en Caraz, mientras que Santa Cruz llegó a Yungay y esperó el ataque del ejército «restaurador» compuesto de peruanos y chilenos, mientras él los enfrentaría con el ejército confederado formado por peruanos y bolivianos.

Era el 20 de enero de 1839 y se decidiría la suerte de la Confederación Perú-boliviana fundada dos años antes. Bulnes ordenó un ataque general contra las posiciones de Santa Cruz, mas se estrellaron contra la resistencia de éstas, insistieron pero el ataque fracasó. En tales circunstancias Bulnes ordenó la retirada de sus tropas, pero el coronel Ramón Castilla se opuso a dicha disposición inculpando a Bulnes con esta frase: «No hemos venido a correr». Castilla tomó el mando de las fuerzas «restauradoras» que dio comienzo a la cuarta fase de la lucha. Ante este nuevo ataque, Santa Cruz llamó a los batallones bolivianos 1° y 2° que se encontraban en la reserva, pero éstos se negaron a combatir e iniciaron la retirada. El desbande de los confederados se hizo total. Las tropas chilenas de Bulnes dieron muerte en el campo de batalla a 2 generales y 1.400 oficiales y soldados, la persecución a los vencidos se hizo con ferocidad increíble, los chilenos mataban a los heridos y prisioneros, sin piedad. Después se dedicaron al saqueo de Yungay y pueblos vecinos. En el manifiesto que posteriormente redactó Santa Cruz en Guayaquil, dijo: «la mitad de los muertos fueron sacrificados lejos del campo de batalla». Los métodos araucano-chilenos, que años después con intensidad se repetirían, se pusieron entonces en evidencia en el Perú.

Los vencedores de Yungay entraron a Lima entre aplausos. Los chilenos permanecieron en el país, hasta que se les pagó el último centavo de lo que cobraron, embarcándose de regreso a Chile, una parte en abril y la otra en octubre de 1839. Dos años después Bulnes fue elegido Presidente de su país, desde cuyo sitial seguiría su propósito de conquistar territorio boliviano.

6. La intervención chilena en la Confederación Perú-boliviana

Con razón Emilio Luna Vegas escribe lo siguiente: «Los chilenos no podían permitir un Perú grande o una Bolivia fuerte, mucho menos un país tan extenso y potente como el que formaba la Confederación Perú-Boliviana. De allí su empeño militar en destruirla antes que se consolidara, lo que explica sus tres campañas entre 1836 y 1839; por eso su afán posterior en debilitar, separadamente, a los países que la integraron. Chile ha fundado su porvenir en el desmedro de sus vecinos. Nunca se conformó con las propias fuerzas que la naturaleza y la historia le señalaron. T

ambién ha tenido conflictos con Argentina, y si no ha creado otros problemas es por falta de más vecinos. Lo lamentable de aquel período es que peruanos y bolivianos cayeron en el juego, dejándose frustrar su porvenir. La única victoria decisiva que tuvo Chile en su cruzada contra la Confederación fue la batalla de Yungay, que la ganó debido a la iniciativa oportuna de un coronel peruano, con el apoyo de soldados y civiles peruanos.

De no haber sido así, le habría sido imposible seguir manipulando como lo hizo después de aquel triunfo, que le sirvió de base para sus posteriores logros. La destrucción de la Confederación reportó a Chile varias ventajas. La primera fue la confirmación de su capacidad para lograr la hegemonía en el Pacífico Sur. La segunda, el conocimiento profundo de hombres y territorios peruanos lo que le daría superioridad en su próxima agresión al Perú.

La tercera puede considerarse el ínfimo costo en sus campañas de invasión, pues Gamarra pagó la expedición de Bulnes y como reclamaron el pago de 725.000 pesos por la fracasada expedición de Blanco Encalada, también les fueron cancelados. Además, de su irrupción pirata contra nuestros buques se recompensó con presas obtenidas fácilmente.

La cuarta ventaja es que consiguió un tratado comercial con el Perú, que lo colocó en posición de nación más favorecida, tan fue así que el trigo chileno entró a nuestro mercado en mejores condiciones que las que tenía anteriormente. Finalmente, desde aquel infausto momento comenzó a intervenir en forma ' imperativa' cuando la guerra del Perú y Bolivia en 1841, contra los intentos de Santa Cruz para una reconquista, contra el propósito de simple anexión del departamento de La Paz al Perú y en los conflictos limítrofes del Perú con Ecuador y Colombia, colocado siempre entre bambalinas.

La derrota de Yungay marca un punto de partida que sirvió para subordinarnos a la política expansionista chilena, sin que los gobernantes peruanos posteriores pudieran ver el peligro (...) a excepción del Gran Mariscal Ramón Castilla, que los conoció muy de cerca» (46).