Una sociedad enferma


Por Gustavo Espinoza M.


Marta Paz de Noboa, la grácil muchacha arequipeña de 17 años asesinada en Portland, esa ciudad portuaria ubicada en el estado de Maine el pasado 24 de enero, constituye el símbolo  trágico de una sociedad enferma.


El autor del crimen ocurrido en la ciudad natal del extraordinario poeta Henry Longfellow, el salvadoreño Erick Ayala, que se suicidó tras el ataque que segara la vida a nuestra compatriota, sintetiza los elementos más saltantes del drama: la esquizofrenia, el uso indiscriminado de la droga, los agobiantes problemas de la economía en colapso y el martirio de la migración, que se multiplica en los Estados Unidos de Norteamérica.

Los comentaristas que han abordado el caso han coincidido en considerar que Ayala "odiaba a las adolescentes pop". Y por eso disparó a matar contra las personas que se hallaban en la puerta de un establecimiento de este sesgo, matando a dos, y dejando heridas a algunas más.

Alguien podría sostener que estamos ante un hecho aislado. Que la violencia constituye un fenómeno extendido, y que nadie está seguro en nuestro tiempo; que ella es consustancial a la naturaleza humana y que, en definida, no desaparecerá jamás de la faz de la tierra..

Pero es curioso: hechos de esta naturaleza ocurren en lo que podría considerarse el paraíso de la sociedad capitalista. Allí abunda el dinero, el bienestar material, los adelantos tecnológicos y el consumo incontrolado.

Pero hay también otros elementos, aún peores, en ese escenario: ausencia de valores, escasa cultura, corrupción generalizada, violencia sistémica.

En otras palabras, asoman de modo cotidiano, los síntomas más claros  —y perturbantes— de una sociedad en descomposición.

Ya el mundo ha conocido antes de hechos atroces: en diversas escuelas de los Estados Unidos. Y en distintas regiones de ese país, se han consumado crímenes horrendos que han costado la vida de muchos jóvenes. Algunos de ellos, incluso, han sido llevados al cinematógrafo, o han inspirado relatos novelescos.

Sólo que ahora nosotros lo sentimos más porque se trata de una chica nuestra, de una casi adolescente que viajó allá con toda su ilusión a cuestas, segura de visitar el templo de la fortuna. Y se encontró de cara con la muerte.

Recientemente el Presidente de ese país ha recordado al mundo que en los doce meses del año pasado se perdieron allí 2 millones 600 mil puestos de trabajo; y que solamente en enero de este año más de 580 mil personas han sido privadas de su empleo, es decir, de la posibilidad real de llevar un pan a sus casas, producto de su trabajo honrado y creador.

Y Barack Obama, con estas y otras cifras, le ha dicho alarmado al mundo que la crisis en su país puede simplemente convertirse en una catástrofe. Sólo que ella no afectará a los que viven dentro de las fronteras de esa nación. Se extenderá a donde se extienden hoy los tentáculos del monstruo que engendrara el capitalismo en crisis.

La sociedad norteamericana es, sin  duda, hoy apenas una bomba de tiempo que habrá de estallar en cualquier momento y que dejará una secuela lacerante al mundo, sobre todo, al que hoy tiene sometido y subyugado.

Aunque los áulicos del Imperio se resistan a admitirlo, lo real es que hoy se cae a pedazos el "libre comercio", y los grandes empresarios corren despavoridos clamando por medidas "proteccionistas".

Los que aseguraban que el Estado no debía cumplir ningún papel en la economía, no cesan de pedir a gritos que el Estado les brinde "ayuda" para afrontar la crisis.

Los dueños de las fortunas más inmensas que jamás hayan sido acumuladas sobre la tierra, necesitan de mayores recursos para no perder su sitial.

Pero no es plata lo que requieren. Es, ante todo, moral.

Una moral distinta, ajena por completo a la violencia y a la guerra, a la destrucción y el crimen, a la explotación y la barbarie, al odio y la locura.

Una moral como la que muestra hoy un pueblo pequeño y valeroso —Cuba— donde nadie pierde la vida como en los Estados Unidos por efectos del accionar de un demente.

Donde nadie dispara para acabar con sus semejantes porque los odia. Donde los jóvenes -hombres y mujeres- miran el porvenir con esperanza.

Donde nadie está enfermo de muerte, porque allí resplandece la dignidad, el coraje, la educación y la vida.

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera. http://www.nuestra-bandera.com