Espías en el Vaticano


Por Adrián Mac Liman*


El domingo de Pascua de 1923, el sacerdote católico ruso Konstantin Budkiewicz fue asesinado en los pasillos de la cárcel moscovita de Liublianka, sede de la entonces temible GPU, precursora de la KGB.  Budkiewicz fue acusado por los esbirros de la policía política soviética de “actividades contrarrevolucionarias”. Aunque los esbirros de Liublianka trataron de disfrazar el asesinato de “accidente sin relevancia”, sabían que se hallaban ante el punto de partida de una guerra ideológica entre los servicios de inteligencia rusos y el “ejército del Papa”, término acuñado por el dictador Stalin.


John Koehler, ex miembro de los servicios secretos norteamericanos y consejero para asuntos de inteligencia del Presidente Ronald Reagan, afirma que “…desde el primer momento, los bolcheviques vieron en la Santa Sede una potencia enemiga”. Tras una dilatada carrera “en la sombra”, el ex agente Koehler decidió publicar un libro sobre la guerra fría entre la Unión Soviética y la Santa Sede. Su testimonio, titulado “Espías en el Vaticano”, recoge un sinfín de documentos procedente de los archivos secretos de Washington, que revelan la implicación de sacerdotes, obispos, cardenales, periodistas y miembros de la Guardia Suiza en las actividades de inteligencia financiadas durante décadas por Moscú. 

Los datos recabados por Koehler confirman que ya en los años 60 del siglo pasado la KGB decidió infiltrar agentes en el Vaticano. Los rusos encargaron la misión a la STASI, servicio secreto de la antigua  República Democrática Alemana (RDA), dirigido por el superagente Markus Wolf. Al parecer, la decisión de la KGB se basaba en las conclusiones de un informe secreto que acusaba a la Santa Sede de “graves ingerencias en los asuntos de Europa Oriental”, zona de influencia de Moscú desde la firma de los acuerdos de Yalta.

En su libro, el ex agente norteamericano revela la identidad de varios personajes clave del espionaje soviético-alemán en la Santa Sede, entre los que figuran el obispo Paul Dissemond, antiguo secretario general de la Conferencia episcopal de Berlín y el monje benedictino Eugen Brammertz, traductor del Osservatore Romano, órgano oficioso de la Santa Sede y prolífico autor de informes destinados a la KGB, en los cuales se hacía hincapié, ya a partir de 1978, fecha en la cual Karol Woytila se convierte en Papa, de la “creciente influencia de John Koehler,  ex miembro de los servicios secretos norteamericanos y consejero para asuntos de inteligencia de Ronald Reagan o del clero polaco en el Vaticano”.

Otro elemento clave de la guerra secreta fue el lingüista Alfons Waschebusch, ciudadano de la República Federal de Alemania reclutado por la STASI en 1961. Waschebusch fue enviado a Roma en 1976 en calidad de corresponsal de la agencia católica de noticias KNA. Su labor de inteligencia se centra en la elaboración de informes analíticos sobre “la postura anticomunista de la iglesia polaca”.

Otro infiltrado de los servicios secretos de Europa Oriental fue el dominico Konrad Stanislaw Heimo, antiguo condiscípulo de Juan Pablo II, que se convirtió en coordinador de las peregrinaciones polacas a la Santa Sede. Heimo, que gozaba de la total confianza de Woytila,  tenía acceso ilimitado a las dependencias papales.

Según los informes de la CIA, Juan Pablo II estaba al tanto de las actividades de sus colaboradores y/o sospechaba la existencia de grupúsculos pro-comunistas en el Vaticano. Pero el Papa, involucrado en la guerra sin cuartel contra la ideología marxista, aceptaba, al menos aparentemente, las reglas del juego. Su tesón no sólo le permitió ganar batallas, sino derribar los infranqueables muros de la fortaleza del “ateismo marxista”.

Curiosamente, hoy en día Moscú y el Vaticano pretenden ser… aliados. Surge inevitablemente el interrogante: ¿contra quién?

* Analista político internacional

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