Escribe: César Vásquez Bazán

La piel oscura como determinante de la inferioridad de personas y pueblos.

Tres países centroamericanos son representados como criaturas de raza negra. El Salvador, Guatemala y Honduras son mantenidos en paz por el “Tío Sam” en esta caricatura aparecida en el “Seattle Post-Intelligencer” en 1906.

   A lo largo de los últimos dos siglos, la variable principal que influyó en la percepción estadounidense de la inferioridad de América Latina fue la composición racial de la región.

   En particular, resultó evidente para la clase gobernante de Estados Unidos que América Latina estaba conformada por una adición heterogénea de españoles, indios, negros y mestizos. Al examinar la citada estructura poblacional utilizando el paradigma religioso y racial anglosajón, América Latina fue percibida como “una mala mezcla de españoles, indios y negros, cuya combinación incluye pocas de sus virtudes y la mayoría de los vicios de todos ellos” (United States Magazine and Democratic Review 1968, 37).

   Esta imagen de pandemónium racial se formó desde inicios del siglo XIX. En 1813, Thomas Jefferson escribió a Alexander von Humboldt que “la vecindad de Nueva España [México] con los Estados Unidos, y sus consiguientes relaciones, proporcionará escuelas para las clases más altas, y ejemplo para las clases más bajas de sus ciudadanos. Y México, donde nos enteramos por conducto suyo que no faltan hombres de ciencia, podrá revolucionarse a sí mismo bajo mejores auspicios que las provincias [de América] del sur. Me temo que éstas últimas terminarán en despotismo militar. Las diferentes castas de sus habitantes, sus odios y recelos mutuos, su profunda ignorancia y fanatismo, serán utilizados por líderes astutos, y cada una de ellas se convertirá en instrumento para esclavizar a las otras” (Jefferson 1990, 141).

   En el siglo XX, movimientos políticos como el Partido Nazi de los Estados Unidos (1995, 126) afirmaron que los latinoamericanos[1] –a quienes llamaron “spics”– eran “subhumanos, improductivos e incapaces de ser educados”, de la misma manera que lo eran los afroamericanos –peyorativamente llamados “niggers”– y “otros grupos raciales de los bajos fondos”.  

El componente racial blanco de América Latina

   Siguiendo la jerarquización racial angloamericana, la población blanca de origen español fue entendida como el componente étnico más elevado de América Latina. La afirmación no fue muy alentadora, si se tiene en cuenta que desde siglos atrás los estadounidenses no guardaban gran estima por España. Como los Young American Democrats señalaron a mediados del siglo XIX, “nunca hemos oído que los españoles sepan cómo ser libres. Nunca mostraron ese conocimiento en la propia España; nunca lo demostraron cuando fueron trasplantados al extranjero” (United States Magazine and Democratic Review 1968, 36).

   Pensadores estadounidenses como Beveridge (1968, 338-341), consideraron que los españoles no estaban en condiciones de enseñar autogobierno a ninguna nación por haber cumplido el rol de opresores en los países latinoamericanos. El Nuevo Pueblo Elegido de Dios no gustaba de los “métodos españoles” ni del “carácter y costumbres hispanos”. Desconfiaba del gobierno “débil, corrupto, cruel y caprichoso de España” y de la educación y ejemplo hispanos.

   En el siglo XX, movimientos políticos como el Partido Nazi Americano (1995, 126) añadieron que al profesar los españoles el catolicismo romano, su vida estaba regida por el oscurantismo religioso, el fanatismo y por tendencias políticas opuestas a la forma republicana de gobierno. Siendo de ascendencia hispana, los latinoamericanos estaban predispuestos a ser individuos inferiores, acostumbrados a la pereza, la corrupción y a las desastrosas prácticas políticas.

El componente americano nativo en América Latina

  América Latina fue vista como una región poblada por indígenas bárbaros, ignorantes, irresponsables y supersticiosos, reacios a participar en actividades manuales y propensos al abuso del alcohol, es decir, básicamente de la misma manera en que los americanos nativos fueron considerados en los Estados Unidos.[2]

  A causa de su ascendencia indígena, naciones latinoamericanas como México fueron consideradas “imbéciles y distraídas” (O’Sullivan, 1968b, 291). En 1848, el senador John Calhoun expresó su oposición a la conquista de México explicando que Estados Unidos, en tanto país de raza caucásica, no debería anexar naciones mayormente habitadas por “indígenas puros cuya inteligencia y elevación de carácter no iguala a la de los Cherokees, Choctaws, o cualquiera de nuestras tribus indígenas del sur… Incorporar a México sería la primera desviación de este tipo, si se tiene en cuenta que más de la mitad de su población está conformada por indígenas puros” (Calhoun 1857, 410, 416). El ex vicepresidente y ex secretario de Estado de Estados Unidos señaló que la influencia indígena en el gobierno mexicano había tenido consecuencias calamitosas, y que conduciría probablemente a la conformación de “un gobierno despótico, como el de Haití… La tendencia será al deterioro, hasta llegar al mismo fondo y terminar en un estado de salvajismo” (Calhoun 1857, 473).

  Las mismas creencias informaron la comprensión de inferioridad latinoamericana expuesta por Albert Gallatin: “Se dice que el pueblo de Estados Unidos tiene una superioridad hereditaria de raza sobre los mexicanos, lo que le da el derecho a someter y mantener en la esclavitud a la nación inferior. Esto, también se afirma, será el medio de ilustrar a los degradados mexicanos, de mejorar su condición social, y en última instancia, de aumentar la felicidad de las masas… Sin embargo, a pesar de admitir la superioridad de la raza con respecto a México, ésta no confiere superioridad en materia de derechos… Sin importar cuán superior sea la raza angloamericana con respecto a la de México, esto no autoriza a los estadounidenses a violar los derechos de la raza inferior” (Gallatin 1968, 371-372).

  La noción de inferioridad también se hizo evidente en un artículo de Roland Usher escrito en 1914 en la North American Review: “México no es una nación, en absoluto, en el cabal sentido de la palabra, sino una colección, precariamente organizada, de tribus indígenas, más o menos desarrolladas y más o menos independientes. El censo clasifica como de raza blanca a alrededor del diecinueve por ciento de la población, aunque es notorio que son pocos los mexicanos de nacimiento que no tienen sangre india en alguna medida. Ninguno de estos indígenas mexicanos puede compararse con las naciones Creek o Cherokee de Oklahoma. De hecho, México no es una nación, sino un país poblado por una multiplicidad de tribus indígenas en diferentes grados de desarrollo, ninguna de las cuales llega a alcanzar el nivel de lo que nosotros llamamos civilización, y que han sido gobernados durante siglos por una reducida minoría de hombres blancos que no superan el cinco por ciento de la población” (Usher 1928, 78-79).

  La idea que América Latina era inferior debido a su herencia indígena se complementó con la defensa de estereotipos climáticos y carencia de disposición de la población para el trabajo[3], como la formulada por George McLean, senador por Connecticut (1911-1929): “Simpatizo con los habitantes de México y América Central. En la mayor parte, sus problemas son de origen antropológico y meteorológico y por lo tanto no pueden superarse con facilidad. En todo el mundo, el clima es el mayor responsable de las variaciones en el color y en la conducta de hombres y mujeres… La gente dispone de demasiado tiempo libre en situaciones en que los alimentos pueden obtenerse simplemente recolectándolos y la ropa sólo es necesaria con fines ornamentales. La nación o raza que es demasiado ociosa para trabajar, demasiado débil para poder mantener la paz, demasiado ignorante para enseñarse a sí misma, y ​​demasiado orgullosa para aprender de los demás, no encontrará ningún hábitat permanente donde la temperatura esté por debajo del punto de combustión” (McLean 1970, 50-51, 56).

“Un poco más de esfuerzo, señor” reza la leyenda de esta ilustración en la que América Latina es representada como una región ociosa que duerme la siesta y espera vivir de la ayuda estadounidense y de la política del “Buen Vecino”. La caricatura pertenece a Hugh Hutton y fue publicada en el “Philadelphia Inquirer” en 1961.


La población de origen africano en América Latina

  El público angloamericano consideró que el tercer componente étnico de las sociedades latinoamericanas es la población de origen africano a la que aplicó el mismo prejuicio racial observado en Estados Unidos.

  Es sabido que la persistencia de la esclavitud constituyó una seria contradicción en un país que, por un lado, proclamó como evidente el principio que todos los hombres son creados iguales, y por el otro, sentenció a través de su Corte Suprema, en 1856, que la Constitución no pretendía que los seres humanos de piel oscura fueran considerados ciudadanos. Con el transcurrir del tiempo, importantes dirigentes políticos, periodistas y activistas denunciaron esta falta de coherencia y abogaron por la emancipación de los afroamericanos. Para estos pensadores, sin embargo, la libertad de los esclavos no significaba que las personas de raza negra deberían ser considerados iguales a los blancos ni que pudieran compartir el mismo suelo con los Hijos de Dios.

  Tratando de resolver el problema, apoyaron la idea de la emancipación de los esclavos, pero la asociaron a la deportación progresiva de Estados Unidos de las personas de piel oscura. En este sentido, Jefferson señaló que “ciertamente nada está más escrito en el libro del destino, que esta gente [los esclavos negros] han de ser libres, ni es menos cierto que las dos razas, igualmente libres, no pueden vivir bajo el mismo gobierno… Todavía está en nuestro poder dirigir el proceso de emancipación y deportación, de manera pacífica y en grado tan lento, que el mal desaparecerá imperceptiblemente y sus funciones en la sociedad serán, pari passu, cumplidas por trabajadores blancos libres” (Jefferson 1829a, 39-40).

  Cabe destacar que Jefferson siempre consideró a América del Sur como una región a la que podría enviarse a los afroamericanos deportados de Estados Unidos. El objetivo sería facilitado por el hecho que las sociedades latinoamericanas no estaban afectadas por prejuicios contra la presencia negra. En 1778 sugirió que “los esclavos culpables de cualquier delito –sea éste homicidio, robo, allanamiento de morada, contrabando, incendio provocado– crímenes castigados en los casos de otros individuos con penas de trabajos forzados en obras públicas, deberían ser transferidos a países de las Indias Occidentales [Caribe], América del Sur o África, que el Gobernador disponga, para continuar en su condición de esclavos” (Jefferson 1829a, 133).

  En 1801 Jefferson confirmó que América Latina constituía uno de sus destinos preferidos para la deportación de las personas de raza negra: “Las Indias Occidentales [Caribe] ofrecen el entorno más probable y factible para ellos. Habitadas por un pueblo de su propia raza y color, con climas adecuados a su constitución natural, aislados de otras razas, la naturaleza parece haber creado estas islas para que se conviertan en el receptáculo de los negros trasplantados a este hemisferio” (Jefferson 1968, 149).

                La recomendación de usar a los países latinoamericanos como destinos de expatriación para los afroamericanos se mantuvo como propuesta política durante el siglo XIX. O’Sullivan lo sugirió en 1845: “Las poblaciones hispano-indo-americanas de México, América Central y América del Sur, proporcionan el único receptáculo capaz de absorber a esta raza [negra] en el momento en que estemos preparados para desprendernos de ella –para emanciparlos de la esclavitud– y, necesariamente, al mismo tiempo, para alejarlos de en medio de nosotros. Siendo estos pueblos de sangre mezclada y confusa y encontrándose exentos de los «prejuicios» que, entre nosotros, de manera tan insuperable, prohíben la amalgama social que pueda extraer a la raza negra de la degradación casi servil en que se encuentra, si bien legalmente libres, las regiones ocupadas por esas poblaciones deben atraer decisivamente a la raza negra” (O'Sullivan, 1968b, 290-291). Por su parte, el futuro presidente Andrew Johnson sugirió en 1847 la anexión de México con el fin de utilizar este país como destino de deportación de los negros que “transitarán de la esclavitud a la libertad cuando se fusionen en una población adecuada a ellos mismos, que saben y sienten que no existen diferencias, como consecuencia de los diversos matices de color de piel y cruces de sangre” (Sinkler 1971, 83).

  En 1862, el presidente Lincoln propuso la emancipación gradual y compensada de los esclavos negros seguida de su deportación. Los destinos de deportación serían los países latinoamericanos. Lincoln afirmó: “Yo no hablo de la emancipación inmediata [de los negros], sino de una decisión inmediata para emanciparlos gradualmente. Los lugares de colonización en América del Sur son baratos y existen en abundancia” (Lincoln 1971, 160). El mismo año, en su mensaje anual al Congreso, Lincoln propuso a Haití como el país “al que los colonos de ascendencia africana pueden ir con la certeza de ser recibidos y adoptados como ciudadanos” (Lincoln 1971, 161).

  Para Jefferson, O’Sullivan, Johnson y Lincoln, los negros en los Estados Unidos podían ser libres pero no eran iguales a los blancos del Nuevo Pueblo Elegido. Además, los afroamericanos no podían coexistir con la raza blanca superior. Deberían ser deportados a países en los que pudieran vivir entre iguales. América Latina era la mejor alternativa. Desde el punto de vista angloamericano, nuestra región reafirmaría su condición de ser habitada por razas inferiores: siendo un subcontinente poblado por una mayoría indígena inferior, debería recibir a los deportados negros de Estados Unidos, quienes de esta manera convivirían con sus similares raciales. En países como Haití, los negros podrían vivir en un ambiente propicio de atraso e ignorancia. Como Frederic Penfield escribió en la North American Review, en 1904, las “repúblicas negras [Haití y Santo Domingo]” –es decir, los destinos preferidos de deportación– representan “la civilización más inferior de nuestro hemisferio” (Penfield 1928, 73).

La población mestiza de América Latina

  Sin embargo, el hecho que más afectó a la opinión pública anglosajona fue la impureza étnica de los mestizos de América Latina, el cuarto componente de su mosaico racial.[4]

  Como ya se ha mencionado, el rechazo al mestizaje racial constituyó un aspecto relevante de las creencias religiosas del Nuevo Pueblo Elegido. Los Hijos de Dios no estuvieron de acuerdo con la mezcla de razas observada en América Latina en escala nunca antes vista. De la fusión de las tres razas originales “puras” (indios, españoles y negros), América Latina derivó diferentes tipos de mestizos “degenerados”, de piel oscura, resultado de uniones interraciales entre blancos e indios (mestizos) y blancos y negros (mulatos). Se creía que los descendientes “semicivilizados de españoles e indios”, como fueron calificados por el educador Horace Mann (1968, 8) eran ignorantes, orgullosos, perezosos, mentirosos y llenos de prejuicios, en particular contra el trabajo manual.[5]

  Precisamente, la existencia de la población mestiza fue uno de los principales puntos señalado por Calhoun para oponerse a la conquista de México y preservar a Estados Unidos como un país blanco: “¿Vamos a asociarnos como iguales, compañeros y conciudadanos con los indios y mestizos de México? Consideraría tal asociación como degradante para nosotros y fatal para nuestras instituciones… Protesto contra la incorporación de esas gentes. El nuestro es el gobierno del hombre blanco”. En su opinión, “la gran desgracia de lo que fue la América española, se remonta al error fatal de colocar a las razas de color en un plano de igualdad con los blancos. Este error destruyó la organización social que constituyó la base de la sociedad” (Calhoun 1857, 410-411).

  Un siglo después, en 1956, el naturalista y autor Herbert Sass utilizó argumentos similares para explicar el atraso de América Latina: “Salvo… Argentina y Uruguay, ningún otro de los aproximadamente veinticinco países de este hemisferio ha mantenido sus razas puras. En su lugar –aunque cada uno de ellos es habitado por algunos individuos de sangre pura– todos estos países son producto del mestizaje de razas –indígenas con blancos o indígenas con negros. En general, las naciones blancas de sangre pura han superado a las más numerosas naciones de América mestiza en la mayoría de los logros que constituyen progreso, tal como éste se define comúnmente” (Sass 1968, 373-374).

Notas

[1] En Estados Unidos, la palabra spic es un término altamente ofensivo utilizado para denominar a las personas de habla española o de origen hispano. La palabra greaser (engrasador) es similarmente peyorativa y se aplica a los mexicanos o latinoamericanos en general.

[2] Como consecuencia de la vigencia de la denominada “Leyenda negra sobre España”, la opinión pública de Estados Unidos profesa cierto tipo de compasión por los indígenas de América Latina, conmiseración que muchas de las mismas personas no sienten por el indígena nativo de Norteamérica. Este sentimiento es el resultado de entender que los indígenas de América Latina fueron oprimidos por españoles y criollos, fueron adoctrinados de manera forzada en el catolicismo y por su carácter pacífico, característica en la que supuestamente difieren de los indígenas norteamericanos. Esta compasión asimétrica no alteró la calificación de inferioridad que en materia de civilización se atribuye a los países latinoamericanos con masivas poblaciones indígenas.

[3] La supuesta ociosidad de los habitantes de México no constituye estereotipo exclusivo angloamericano. En un artículo escrito para la Neue Rheinische Zeitung, el 15 de febrero de 1849, Federico Engels calificó a los mexicanos como ociosos (Engels 1975, 365-366). Previamente, en una carta a Engels, el 2 de diciembre de 1847, Karl Marx había sido más contundente: “De hecho, los españoles son degenerados. Sin embargo, un español degenerado, un mexicano, ése es el ideal. Todos los vicios de los españoles –jactancia, grandilocuencia y quijotismo– se encuentran en los mexicanos, pero elevados a la tercera potencia. Peor aún, éstos últimos carecen de la sustancia que los españoles poseen” (Marx 1968, 67).

[4] A comienzos del siglo XX, el diplomático y escritor peruano Francisco García Calderón detectó esta creencia: “Los ciudadanos de Estados Unidos demuestran escepticismo en relación a la aptitud de las poblaciones mestizas de América Latina para gobernarse a sí mismas sin caer en el desorden... El pueblo de Estados Unidos odia a los mestizos y a los matrimonios impuros de blancos y negros que tuvieron lugar en los hogares [de América] del Sur. Ninguna manifestación de panamericanismo es suficiente para destruir el prejuicio racial tal como existe al norte de México. Los mestizos y sus descendientes gobiernan las democracias iberoamericanas, y la República de origen inglés y alemán siente por las poblaciones de las zonas tropicales el mismo desprecio que profesa por los esclavos de Virginia que Lincoln liberó” (García Calderón 1970, 39-41).

[5] La descripción recuerda tópicos tratados por Spencer en sus Principios de Sociología: “En los altamente improbables casos en que conquistadores y conquistados consumen extensivamente matrimonios interraciales, un efecto afín se produce de otra manera. Las tendencias conflictivas hacia diferentes tipos sociales, en vez de existir en individuos separados, conviven ahora en el interior del mismo individuo. El mestizo, heredero por una de sus líneas de ascendencia de proclividades adaptadas a un conjunto de instituciones y, por la otra, de proclividades adaptadas a otro conjunto de instituciones, no resulta apto para ninguna de ellas. El individuo es una unidad cuya naturaleza no ha sido moldeada por un tipo social específico. México moderno y las repúblicas de América del Sur, con sus revoluciones perpetuas, nos muestran los resultados” (Spencer 1972, 163).

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