Félix Jiménez*

No es posible industriali­zar el país sin una delibera­da intervención del Estado. En una economía primario exportadora —desconec­tada de la geografía y de­mografía, y cuya dinámica responde a los mercados externos—, sus mercados in­ternos —poco desarrollados o inexistentes en la sierra y en la selva del país— no pueden revelar rentabili­dades de inversiones en ac­tividades productivas que aún no existen. Sin embargo, de aquí no puede infe­rirse que es responsabili­dad exclusiva del Estado el revelar las rentabilidades de potenciales actividades industriales a lo largo y ancho del país, ni que es el Estado el que tiene que asumir la tarea de la diver­sificación, involucrándose en actividades empresa­riales. Para no repetir los errores del pasado, la in­dustrialización debe ser de nuevo estilo; debe ser el “resultado de una acción concertada del Estado y de la recíproca colaboración público-privada”.

La importancia de las instituciones: extractivismo versus inclusión

La historia de nuestro país independiente regis­tra la presencia, sin solu­ción de continuidad, de instituciones políticas y económicas extractivistas. La industrialización de los años 1960 y 1970 fue espu­ria: generó una industria no competitiva y fomentó el extractivismo rentista. Los “industriales” de esa época ganaban lo que gas­taba el Estado. Con la ac­tual reprimarización neo­liberal, ocurre lo mismo. Los inversionistas prima­rio-exportadores usufruc­túan de la renta natural de los recursos y de sus altos precios en los merca­dos internacionales. Este extractivismo, al apreciar nuestra moneda y generar “enfermedad holandesa”, neutraliza los esfuerzos por elevar la competitividad de las actividades transables e impide “cerrar la brecha de productividad que tenemos con los países desarrollados”.

El actual crecimiento primario-exportador es resultado de instituciones extractivistas que no fo­mentan la competencia, que no incentivan la in­novación ni la diversifica­ción productiva, que favo­recen la concentración de la propiedad y la posición de dominio, que son enemigas de la regulación de los mercados, y que disfru­tan manteniendo salarios bajos. Por tanto, ni este modelo neoliberal ni la in­dustrialización de viejo es­tilo, ambos extractivistas, pueden constituir el cami­no para la diversificación productiva. Las instituciones políticas y económicas del extractivismo son fun­cionales, se autorrefuerzan.

Una industrialización de nuevo estilo debe fundar­se, entonces, en institucio­nes económicas inclusivas que —en el caso de nuestro país— deben conducir al desarrollo de mercados internos con igualdad de condiciones y oportunida­des económicas para todos, propiciar su integración política y social, orientar la asignación de las inversio­nes hacia la diversificación productiva, y estimular el desarrollo del capital hu­mano y las innovaciones tecnológicas. Estas institu­ciones económicas, por su propio carácter inclusivo, son contrarias al dominio de los mercados por los gru­pos de poder económico.

El republicanismo y las instituciones políticas inclusivas

Una industrialización basada en la concertación y colaboración público-privada debe ser el resul­tado de la construcción de instituciones políticas también inclusivas. “Nadie echa vino nuevo en odres viejos —decía Jesús— porque los odres viejos se rompen y el vino se derrama [...]; pero si echan el vino nuevo en odres nuevos, lo uno y lo otro se conservan junta­mente” (San Mateó 9: 17).

Las instituciones polí­ticas inclusivas y los pro­cesos políticos que estas generan son los que de­terminan —como dicen Acemoglu y Robinson— el carácter inclusivo de las instituciones económicas. Si hay canales de partici­pación ciudadana y meca­nismos de control de los gobernantes, si se preserva y respeta los derechos polí­ticos y civiles de los ciuda­danos, si el poder político está ampliamente distri­buido en la sociedad, si hay normas que efectivamente impiden y sancionan el uso del poder del Estado por los “políticos” y burócratas en beneficio propio, si el Estado es soberano y tiene capacidad para regular la sociedad y los mercados, si hay división de poderes y efectiva limitación re­cíproca de los mismos, si las decisiones del gobier­no se subordinan al logro del bien común, en fin, si el “contexto político” es inclusivo, entonces “emer­gerán” las instituciones económicas inclusivas con los incentivos para la innovación y la diversificación productiva.

El país no tiene este tipo de instituciones políticas. La democracia que practi­camos nos ha convertido en “esporádicos electores, sin influencia relevante en las decisiones del go­bierno”. No se fomenta la virtud cívica ni la libertad como ausencia de domi­nación. Por tanto, la democracia tiene poco que ver con un gobierno del pueblo y para el pueblo. Esto tiene que cambiar. De acuerdo al Republicanismo que inspiró la elaboración del plan La Gran Transfor­mación, se tiene que reor­ganizar el poder político, y transformar el Estado para hacerlo promotor del desa­rrollo, con “base al acuer­do y consentimiento libre de todos los ciudadanos”, incorporando mecanismos que aseguren un efectivo control y supervisión del ejercicio del poder políti­co, de forma tal que siem­pre se oriente a la consecu­ción del bien común.

A modo de conclusión

No es la “debilidad de las instituciones” la que impi­de aprovechar el “boom de los altos precios de los minerales”, sino las insti­tuciones extractivistas del actual modelo neoliberal.

La Primera, Lima 31-08-2013, p. 15.

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* Economista, Profesor Principal de la PUCP.

 

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