Eduardo González Viaña

Me lo contó este fin de semana el jardinero mexicano que vino a mi casa para cortar un árbol:

Mi mujer —dice— salió de Sahuayo al lado de otras doce familias que habían vendido todos sus enseres para cruzar la frontera. Usted no puede imaginarse lo pobres que eran. Estaban tan flacos que no fue difícil acomodarlos a todos en la parte trasera de una camioneta sobre la que habían puesto carga para que no los fastidiaran en los retenes policiales.

migrantes frontera



Cuando llegaron a Tecate, cerca de Tijuana, los hicieron caminar, y Eva me contó que por ratos iban todos tomados de las manos por temor de que el viento los  llevara de regreso…

Después de tres horas de camino, llegaron hasta una granja de cerdos. ¿Qué nos van a hacer aquí? , se preguntaban los viajeros, pero no podían pedir explicaciones. Allí esperaron hasta las once de la noche.

Entonces apareció el coyote, un tipo de los que se suele llamar “duros”, pero de muy buenos modales. “Casi puedo decirles bienvenidos a Estados Unidos porque saliendo de esta casa van a estar ustedes en la tierra de los gabachos”, comenzó, y para explicarse mejor dio varias patadas al suelo. “¿Se han dado cuenta de que es hueco?… Aquí debajo corre un túnel que los va a llevar directamente hasta territorio americano.”

Unos instantes después, el coyote les estaba mostrando la entrada del túnel, y a Eva le pareció increíble que ese punto negro la pudiera conducir al paraíso.“ Una señora que iba a su lado fue la primera. Su nombre era Carmen, y el coyote de puro cortés la llamaba por su nombre.

“Ahora le toca a usted, doña Carmen. Recuerde que debe avanzar gateando como los niños… Entre en el túnel, por favor.”

Avanzó un metro, un metro y medio, dos…La estrechez del agujero le impedía hacerlo rápido, pero en su cabeza ya no existía el tiempo, sino una obsesión. Allá, al otro lado, en alguna casa de San Diego, Leandro estaría contando los minutos para reunirse con ella después de cinco años de separación y lejanía.

Estos pensamientos la hicieron más veloz, y en unos minutos más, se encontró detrás de un corpulento y bamboleante señor de Sinaloa que también avanzaba gateando hacia los sueños de América.

—Señor, señor. —insistió, pero no obtuvo respuesta, y un rato después se dio cuenta que nunca lo escucharía porque aquella gigantesca panza bloqueaba el camino de la libertad e impedía el paso de cualquier sonido.

Un rato después ya casi no podía respirar, pero seguía escuchando los ronquidos que emitía el gordo desfalleciente, y tal vez comenzó a ver visiones porque todo lo que percibía adelante eran unas estrellas que salían del cuerpo del señor de Sinaloa como los fuegos artificiales con los que los gringos celebraban el 4 de julio.

No lo dudó más. Con las pocas fuerzas que le quedaban, corrió hacia atrás, y  sin obstáculos, pronto se vio emergiendo por la boca donde había entrado, y frente a un coyote que no sabía qué explicaciones dar.

—Adoro a Leandro y me muero por llegar a Estados Unidos, pero ya no puedo más. No aguanto el detrás de ese gordo.

—Un momentito, por favor, culto público. dijo el coyote, y se metió en el túnel del cual emergió un rato más tarde halando por el fundillo al señor de Sinaloa. Y la solución le llegó rápidamente.

—Así, amigo sinaloense. Así - le dijo al robusto cliente que había provocado la crisis. Usted debe  hacer como yo, ponerse de espaldas y avanzar. Y comenzó ayudarlo a introducirse en el túnel en la posición que le indicaba.

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