Abrir fronteras

Inmigrante clandestino Canarias

Por Gonzalo Fanjul (*)

“Vamos a tener serias dificultades si mucha gente de color empieza a residir aquí. ¿Por qué vamos a cargar nosotros con los problemas que traen?”, dijo Wiston Churchill en febrero de 1954 durante una tormentosa reunión de su gabinete. El Primer Ministro estaba convencido de que los inmigrantes no tenían otra intención que aprovecharse del sistema británico de seguridad social e incrementar de paso los índices de criminalidad.

 

Cincuenta años después, las tesis de Churchill se han convertido en dogma político. Los argumentos se han sofisticado, pero el espíritu sigue siendo el mismo. Las políticas migratorias priman el control obsesivo de las fronteras, con un coste que sólo en los cinco países industrializados más protegidos ronda cada año los 12.000 millones de euros. En el caso de España, los gastos han aumentado hasta un punto que roza la obscenidad.

El celo a la hora de restringir la entrada de personas sólo es comparable con el empeño en que circule todo lo demás. No hay declaración pública de la UE que esté completa sin un alegato a favor de la liberalización de bienes, servicios y capitales, que se impone sin contemplaciones en la nueva economía global. Desgraciadamente, la fe en el libre mercado se adapta a las circunstancias: las ayudas de la UE a la agricultura triplican cada año el PIB de todo África occidental, pero los campesinos senegaleses arruinados por la competencia desleal europea deben quedarse en casa.

Este doble rasero tiene implicaciones que van más allá de un dilema ético: mientras los líderes europeos se pasean por cumbres como la de Lisboa discutiendo objetivos de desarrollo, la manera en que sus Gobiernos dificultan y condicionan el movimiento internacional de personas supone un lastre para la prosperidad global.

Si queremos contribuir al desarrollo de los países pobres, una política migratoria justa e inteligente es una de las formas más eficaces de hacerlo. Los estudios del Banco Mundial y la Universidad de Harvard permiten establecer la envergadura de este asunto: un aumento del flujo de emigrantes equivalente tan sólo al 3% de la fuerza laboral de los países desarrollados generaría beneficios que multiplican por diez lo que los países pobres podrían esperar de un acuerdo en la Ronda del Desarrollo de la Organización Mundial del Comercio.

Para los países industrializados, este modo de restricción migratoria constituye una bomba de relojería. Los nuevos europeos contribuyen de forma determinante al sostenimiento de los Estados del Bienestar, garantizando el futuro de una población autóctona que envejece y que decrece. Más aún, la combinación de empleos disponibles y fronteras cerradas es una invitación directa a la inmigración irregular, que convierte a millones de seres humanos en fantasmas legales y sociales. Los “irregulares” constituyen la nueva cara de la pobreza y la exclusión en nuestras sociedades, y el eslabón más débil de la cadena que sostiene importantes bolsas de economía sumergida.

Para ser claros, no hay una garantía automática de que un incremento de la inmigración genere bienestar en los países de origen y en los de acogida, pero una gestión más flexible y ordenada de los flujos migratorios podría generar para todos una prosperidad sin precedentes. La pregunta no es cómo proteger mejor nuestras fronteras; ni siquiera qué podríamos hacer para que la gente no se vea obligada a abandonar sus países de origen. Lo interesante es identificar qué políticas migratorias favorecen más a quienes viven en la pobreza, y cómo pueden ser aceptables y beneficiosas para las sociedades de los países de destino.

(…) Es imprescindible contemplar un programa ambicioso de migraciones circulares que incluya incentivos para el retorno, que abarque al conjunto de la UE y que no se limite a médicos e ingenieros. Como ha señalado la Comisión Mundial de Migraciones, estos mecanismos ofrecen una alternativa que evita los extremos draconianos y que regula los flujos migratorios de forma más humana y eficaz.

En parte, se trata de cambiar el enfoque con el que todos -progresistas y conservadores- hemos mirado hasta ahora este asunto. Pero se trata también de recordar cómo era Europa cuando estábamos dispuestos a llevar hasta sus últimas consecuencias los compromisos asumidos y la responsabilidad frente a otros. Como tuvo que escuchar Churchill de su ministro del Interior en aquella misma reunión de 1954, aceptar los impulsos del Primer Ministro en materia de inmigración supondría traicionar una tradición histórica del Reino Unido, “y eso no sólo ofendería a los liberales, sino también a los sentimentales”.

(*) Coordinador de Investigaciones
de Intermón Oxfam
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