Un buen yantar
Por Carlos Sanz
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Hoy he comido muy bien, digamos que he invitado a un viejo amigo a comer en un buen restaurante, pero el hombre se lo merece.

 

Es un sujeto especial, mayor que yo, habla mucho y pausado, come con tanta lentitud como camina y entre lo uno y lo otro, las comidas con él se hacen eternas, pero deliciosamente eternas.

Hoy he aplicado una nueva táctica y es hablar mucho para que él, al no meter tanta baza, pudiera avanzar en la ingesta pero, una vez más, me ha ganado la batalla.

No he leído la carta, sino que he pedido por los dos, ya que la conozco de sobra dado que es un lugar favorito a la hora de invitar a los extranjeros que vienen al despacho. Además, porque otra de sus peculiaridades es que no lee las cartas de los restaurantes sino que parece que las memorizara porque las disfruta, no es que haya pretendido impedirle su disfrute sino que yo tenía un tiempo limitado para la comida.

No había empezado con el entrante cuando yo ya había terminado. El plato principal, una rueda de bacalao preparado de distintas maneras, lo ha terminado media hora después que yo, pero con todo, no lo cambio por nada. Aunque en otros tiempos debo reconocer que nuestra relación no fue excesivamente afable hace ya años que nos llevamos muy bien aunque me diga cosas como que se quiere morir y otras por el estilo.

En parte, le entiendo, porque ya ha jugado casi todos los partidos de su vida y está cansado.

Como consecuencia de su historial médico, tiene una sordera total en su oído derecho lo que le hace hablar en un tono bastante alto en relación al mío con el resultado de que, a veces, la conversación es seguida con interés desde las mesas cercanas. Sobre todo, cuando como hoy se tocan temas candentes como el manifiesto de la Conferencia Episcopal española, las próxima elecciones, el tema de los inmigrantes, la crisis financiera, digamos que despierta encontradas pasiones en otros comensales, pero mi amigo no se corta un pelo porque, como me dice a veces, “hace tiempo que me salieron pelos en los huevos”, y además aprovecha su edad para decir lo que le viene en gana. Eso sí procurando respetar a todos dentro de un orden, claro, aunque no siempre lo consigue.

Él piensa que no se debe decir todo lo que se piensa, pero también cree que, a ciertas edades, se puede tolerar todo a los ancianos. Así que su conclusión es que dice y cuenta todo lo que le apetece.

Miraba mi reloj cuando me dice, “Ummm me tomaría un postrecito, porque es de buen yantar”, así que se ha tomado su postre y yo dos cafés solos.

A la salida, le he acompañado hacia la estación en donde ha cogido un tren de regreso a su casa.

No creáis que me quejo, al contrario, es una anécdota que os cuento porque, en realidad, le quiero mucho y le debo mucho también, pero mucho, mucho.

Y le he escuchado con respeto y con ilusión y eso me encanta: poder sentir aún ilusión por él como cuando era pequeño.

Y le he contado algún secreto, le he hablado de temas muy personales que me han salido espontáneamente y él, con sabiduría, no me ha juzgado. Es más, me ha contestado con la mirada de sus ojos grises, antes azules y con su sonrisa cargada de bondad y de experiencia.

Hoy he comido con un viejo amigo.

Hoy he comido con mi padre.