Balada de la bicicleta

La cárcel de los privilegiados

Por Ángel Pasos

Camino junto a mi bicicleta por un barrio residencial. Observo las casas: en una de ellas, entre los árboles, sobresale un ventanal inmenso.

—¡Qué sitio para escribir! —pienso.


Mientras paseo, imagino como será las vidas de sus propietarios, sus anhelos, sus problemas, tan diferentes –seguro—, de los míos. Imagino también, como sería la vida de la gente que quiero si yo pudiera darles una casa de éstas, con grifos de verdad, de esos que no gotean, con ventanas que cierran y no dejan pasar el aire, y una calefacción capaz de dar calor en los días más fríos del invierno; y sobre todo, darles esa tranquilidad que da el saber que cuando algo se rompe, no se ha acabado el mundo.

Camino absorto en estos pensamientos cuando un coche patrulla se acerca y se detiene a mi lado. Dos policías bajan de él y uno me dice:

— ¿Qué hace usted aquí?

Miro al suelo, y respondo:

— Paseo a mi perro.

Los dos policías buscan al perro con la mirada.

— ¿Dónde está el perro? –dice uno de ellos.

— Ahí junto a la puerta— respondo señalando la puerta de uno de los chalets.

Los policías se miran uno al otro: no hay ningún perro.

— Usted no puede estar aquí: esto es una urbanización privada.

Los policías me observan.

— ¿Me permite su carnet de identidad?

Busco en mis bolsillos y saco el documento. Es lo único que llevo encima.

— Vive en el otro extremo de la ciudad –dice el policía más joven.

El policía mira la foto y luego me mira a mí.

— Aquí no puede estar. Tendrá que acompañarnos.

— Sin mi bici y mi perro no voy a ningún lado –respondo.

Los policías se miran y uno de ellos mira el reloj y esboza un gesto de fastidio.

—Vaya delante, nosotros le acompañaremos a la salida.

Subo en mi bicicleta y avanzo lentamente calle abajo. A un lado y otro, casas vacías, tristes. Todas tienen disimuladas, entre setos y plantas trepadoras, vallas muy altas, alarmas, rejas, cámaras de seguridad y alambradas de pinchos, de esas que se utilizan para que la pobreza no pueda traspasar fronteras y enturbiar el aspecto impecable del mundo de los poderosos.

Nadie parece vivir en estas casas. Todo en este lugar parece muerto; sólo rompe el silencio el ruido del motor del coche patrulla que nos sigue.

—¡Orco! ¡Vamos, amigo! –exclamo—. Y ante los ojos burlones de los dos policías,

Orco, el perro que sólo existe en mi imaginación, corre a mi lado, gordote y alegre, con su pesado corpachón de color negro y sus ojos brillantes.

—¿Sabes, amiga bicicleta? —digo bajito—: salimos de la cárcel de los privilegiados.