¿Verdad o mentira?

Father Lino Dolan OP

Por Fr. Lino Dolan, O.P.

En 1948, cuando se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, había cierta comprensión que este acuerdo entre las naciones miembros fue promulgado con la intención de afirmar una verdad fundamental: cada hombre y cada mujer nace con el derecho inalienable a una vida humana digna. No era la ONU que ha legislado que fuera así sino un muy atrasado reconocimiento de los gobiernos del mundo de algo fundamental: cada persona humana, sea quien sea, sin distinción de raza, lengua, cultura, sexo, religión o status social nace con un derecho innato a tener acceso a todo lo necesario para desarrollar su vida con dignidad.

 

 

Desde esa fecha, hasta ahora, se ha profundizado este mensaje en numerosos tratados internacionales que explícitamente comprometen a las naciones firmantes a respetar la vida misma y la integridad de todos los ciudadanos. Entonces, no solamente habría que asegurar el desarrollo equitativo de todos en lo básico, es decir, alimentación, vestido, educación y salud, que significa un salario justo y familiar, sino implica también el respeto por la vida misma, eliminando la pena de muerte y la tortura. El Gobierno Peruano ha firmado la Declaración Universal y todos estos tratados posteriores.

“Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre.” Estas palabras, dirigidas a la Asamblea General de las Naciones Unidas por el Papa Benedicto XVI, este año, cuestionan profundamente cualquier gobierno en cuanto a su actitud y forma de manifestar su respeto para los derechos fundamentales de todos y cada uno de sus ciudadanos. Estos derechos existen no por voluntad de un líder político o por el acto de un parlamento o congreso, sino que son inherentes en la misma naturaleza humana y no se refieren solamente a los actos de terrorismo o de una guerra sucia.

En la V asamblea de los obispos Latinoamericanos, realizada en Aparecida, Brasil, en el mes de Mayo del año pasado, se manifestaron con mucha claridad al declarar lo siguiente: “Algunos parlamentos o congresos legislativos aprueban leyes injustas por encima de los derechos humanos y de la voluntad popular, precisamente por no estar cerca de sus representados ni saber escuchar y dialogar con los ciudadanos, pero también por ignorancia, por falta de acompañamiento, y porque muchos ciudadanos abdican de su deber de participar en la vida pública” (N.º 79).

En esta misma línea de pensamiento, el Papa Benedicto, en la misma Asamblea de la ONU dijo: “La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre Países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad.” Y añadió: “La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin.”

Parece que algunos dirigentes políticos han formulado su propia definición de los Derechos Humanos para que se conformen a su ideología, sea de derecha, de izquierda o del mismo centro. Todo el mundo sabe, en el fondo de sus conciencias, que el sistema neoliberal de economía favorece a una mínima parte de la población, es decir, a aquellos que ya tienen una participación en la economía de tal forma que puedan participar plenamente en el mercado mundial. Asimismo, todos saben también que los llamados socialismos conocidos hasta ahora han sido promovidos a costa de la pérdida de las libertades fundamentales de gran parte de las poblaciones y resultan en dictaduras.

Estas realidades nos ha hecho recordar, en forma elocuente y con firmeza de propósito, el Papa Benedicto, en su discurso inaugural de la Asamblea de Obispos en Aparecida, donde dijo: “En América Latina y el Caribe, igual que en otras regiones, se ha evolucionado hacia la democracia, aunque haya motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana del hombre y de la sociedad, como nos enseña la Doctrina social de la Iglesia. Por otra parte, la economía liberal de algunos países latinoamericanos ha de tener presente la equidad, pues siguen aumentando los sectores sociales que se ven probados cada vez más por una enorme pobreza o incluso expoliados de los propios bienes naturales.”

¿Cuál es esta visión cristiana del hombre y de la sociedad? Urge que demos respuesta a esta pregunta para que seamos fieles a nuestra fe y para que podamos dar testimonio de ella al mundo entero. El Papa Juan Pablo II se refería a América Latina como el continente cristiano y el continente de esperanza. Sin embargo, vemos, en estos tiempos, a un continente donde aún existen múltiples violaciones de los derechos fundamentales de grandes mayorías o a raíz, por un lado, del crecimiento de un neoliberalismo que respeta solamente los “derechos legales” de las grandes empresas nacionales e internacionales a costo de los derechos fundamentales de grandes sectores de la población o, por otro lado, la tendencia a introducir una nueva forma de socialismo a costa de la democracia y tiranía.

Cuando los gobiernos se vuelven autoritarios e incapaces de dialogar con los que tengan opiniones distintas, desaparece el respeto para los derechos humanos y las violaciones se vuelven violentas. Una auténtica democracia respeta las opiniones de todos, incluyendo las de las minorías. No se toma en cuenta lo propuesto por el Santo Padre antes de la ONU, cuando dijo: “La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad.”

En una democracia simplemente formal, limitada a una votación en las urnas, pero que excluye intervención cualquiera después, difícilmente desaparecerán las violaciones de los derechos fundamentales porque se priva a la población de una participación activa en las decisiones que afectan sus propias vidas y las de sus familias. Así sucede cuando, por ejemplo, un gobierno decreta que tierras agrícolas sean cedidas a empresas mineras, sin siquiera consultar honestamente con los agricultores cuyas tierras están en cuestión o se decida que una ciudad entera sea reubicada, sin consulta con los pobladores, para favorecer a una empresa que ha causado la situación insalubre atrás de la legislación. Como decía el Papa Benedicto, antes la Asamblea de la ONU: “La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin.”

 

Cuando un gobierno, un partido político o cualquier segmento de la sociedad comienza a desprestigiar a los organismos que defienden los Derechos Humanos o comienzan a tildar a grupos o personas que cuestionan su forma de actuar como comunistas o terroristas o traidores de la Patria, se da inicio al viejo juego político que utiliza su poder político o económico para convertir al acusador en el acusado, a la víctima en el agresor, a la verdad en mentira y la mentira en verdad. Es una táctica política visible en todo el mundo frente a los reclamos justos de aquellos cuyos derechos fundamentales son pisoteados, especialmente de los marginados y excluidos de este mundo que no cuentan con poder económico o político.

El Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica, Evangelii Nuntiandi dijo: “Las circunstancias y conveniencias de los poderosos siempre encontrarán excusas para maltratar a las personas.” Y, efectivamente, es nuestra experiencia común. Y, cuando falten razones lógicas, comienzan los insultos y amenazas. Ciertamente hay indicios claros de que muchos gobernantes de hoy no conciben su mandato como un servicio al bien común del pueblo sino como un derecho a imponer su propia ideología aunque sea con la fuerza o la mentira. Hay siempre el pretexto de la seguridad nacional o el supuesto desarrollo económico o tecnológico o, inclusive, la búsqueda de un prestigio internacional que tienen precedencia sobre las necesidades y derechos de la gran mayoría del pueblo.

La ONU existe intencionalmente para supuestamente facilitar y asegurar una paz mundial. Sin embargo, no habrá nunca paz a nivel del mundo sin que cada nación, dentro de su propio territorio, asegure un sistema de justicia para todos sus miembros. La injusticia estructural, fuente de discriminación y violencia, producto de egoísmo ideológico y avaricia, jamás dará como fruto la paz. Nuestros Obispos, reunidos en Aparecida, Brasil afirmaron, respecto de la paz en nuestro continente: “La paz es un bien preciado pero precario que debemos cuidar, educar y promover todos en nuestro continente. Como sabemos, la paz no se reduce a la ausencia de guerras ni a la exclusión de armas nucleares en nuestro espacio común, logros ya significativos, sino a la generación de una “cultura de paz” que sea fruto de un desarrollo sustentable, equitativo y respetuoso de la creación (“el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” decía Paulo VI), y que nos permita enfrentar conjuntamente los ataques del narcotráfico y consumo de drogas, del terrorismo y de las muchas formas de violencia que hoy imperan en nuestra sociedad” (N.º 542).

Cuando hay demasiados intereses partidarios, ideológicos o económicos de individuos sean de los estamentos gubernamentales (ejecutivo, legislativo o judicial) o el sector privado, difícilmente se encontrará la búsqueda de una paz auténtica o una justicia estructural adecuada, ni siquiera una justicia legal.

En el Perú había un momento cuando se pensó que el respeto por los Derechos Humanos iba a avanzar hacia una mayor justicia cuando se estableció la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Las reacciones de los poderes oficiales y de los poderes económicos del país han demostrado que no hay interés sincero en conocer la Verdad ni corregir los errores ni mucho menos lograr una reconciliación. Sin embargo, sin conocer la Verdad no habrá nunca una justicia social y, por supuesto, tampoco habrá una paz sincera.

Hace 60 años se sembró la semilla de esperanza de un futuro distinto en que se respetaría la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos. Se esperaba que, a pesar de diferencias étnicas, culturales, religiosas, económicas, políticas y de género, el planeta Tierra podría lograr una convivencia pacífica en que todos podrían vivir en solidaridad y fraternidad, compartiendo equitativamente los bienes materiales y, por qué no, espirituales.

En este lapso, relativamente corto en la historia humana, ha habido avances científicos y tecnológicos que han cambiado las relaciones entre naciones y pueblos: hay comunicación instantánea a cualquier parte del mundo, se ha explorado el universo, se ha pisado la misma Luna. Nuestras vidas han sido cambiadas y, quizás, inclusive, mejorado en muchos aspectos. Sin embargo, en materia de respeto por los Derechos Humanos no solamente no ha mejorado sino se ha empeorado de muchas maneras. ¿Hasta cuándo?

 

Pero según el refrán muy popular: ¡la esperanza es lo última que se pierde! Y la esperanza es mucho más que un simple ¡ojalá! La auténtica esperanza es una virtud, una actitud profunda de seguir adelante a pesar de las dificultades y obstáculos que se encuentra en el camino. En el camino hacia un verdadero respeto por los Derechos Humano, sin duda, hay muchos obstáculos por superar. En su documento final, los Obispos de América Latina y el Caribe nos animan a seguir con más fuerza que nunca hacia la meta de una verdadera paz al decir: “Compete también a la Iglesia colaborar en la consolidación de las frágiles democracias, en el positivo proceso de democratización en América Latina y El Caribe, aunque existan actualmente graves retos y amenazas de desvíos autoritarios. Urge educar para la paz, dar seriedad y credibilidad a la continuidad de nuestras instituciones civiles, defender y promover los derechos humanos, custodiar en especial la libertad religiosa y cooperar para suscitar los mayores consensos nacionales” ( N.º 541).

¡Solamente la verdad nos hará realmente libres!