Durante muchos años fue el organizador de los viajes papales y director administrativo de Radio Vaticano, Gasbarri recuerda un rasgo particular del Papa emérito: la dulzura. "Tuve el honor de servirle".

Alberto Gasbarri

En junio de 1985 comenzaron los preparativos del gran viaje apostólico de San Juan Pablo II a la India. Un viaje que tendría lugar del 31 de enero al 11 de febrero de 1986, visitando nada menos que 15 ciudades. Entre ellas se encontraba la ciudad de Calcuta, donde no podía faltar una visita a la Casa de la Madre Teresa.

 

Benedicto XVI jardines

 

Durante los preparativos, la Madre Teresa nos hizo un recorrido por su famosa Casa, fundada para ofrecer cuidados y asistencia a los numerosos enfermos rechazados por los hospitales de la ciudad y abandonados en las calles. A la entrada de la Casa había un gran registro con los nombres de las miles de personas alojadas. Entre las diversas preguntas, le pregunté a la Madre Teresa a cuántas de esas personas había ayudado a sanar, pero su respuesta con la mayor humildad fue: "Nuestra misión fundamental no es curar a los incurables, para eso existen los hospitales. Es acompañar suavemente a las personas a un encuentro con Jesús'.

Tuve el gran honor de servir al Papa Benedicto durante todo su pontificado, y poco después de verle más íntimamente pensé inmediatamente en la dulzura descrita por la Madre Teresa.

La talla teológica, la impronta intelectual y la preparación doctrinal del Papa emérito serán sin duda expuestas y retratadas por quienes están cualificados para evaluar sus aspectos más profundos y detallados. En cambio, mi testimonio tiende a revelar un aspecto quizá menos conocido de su personalidad: la dulzura que se percibía en los encuentros confidenciales con él. Lo que la Madre Teresa llamaba "El Evangelio de la Bondad". "Sed amables", era en efecto la admonición de la Madre Teresa, "porque la santidad no es un lujo para unos pocos". Es un deber sencillo para todos. La bondad es la base de la mayor santidad. Si aprendes el arte de la bondad te parecerás cada vez más a Cristo'.

Para muchos, su figura aparentemente austera y profesoral podía inspirar distanciamiento y frialdad, pero en su alma el Papa Benedicto estaba lleno de dulzura y la temida severidad de algunos a menudo daba paso a una amabilidad desarmante acompañada frecuentemente de un sutil e ingenioso buen humor.

La noche del 19 de abril de 2005, inmediatamente después de su elección, al salir de la Capilla Sixtina, me anunció que viajaría muy poco porque percibía que no tenía el temperamento de un viajero. Pero poco después se dio cuenta de que el camino iniciado por Pablo VI y continuado con una energía sin igual por Juan Pablo II era ya irreversible. De hecho, en sus casi ocho años de pontificado emprendió 24 viajes internacionales, sometiéndose a esfuerzos extenuantes. Por desgracia, su avanzada edad y su estado físico mostraban a veces signos de fragilidad que parecían cada vez más incompatibles con la complejidad de algunos viajes especialmente exigentes (por ejemplo, Estados Unidos, Australia, Tierra Santa, México y Cuba).

En abril de 2012, a su regreso de Cuba, el Santo Padre preguntó si habían comenzado los preparativos del viaje al Líbano previsto para septiembre. A la respuesta afirmativa respondió que probablemente sería su último viaje internacional. Francamente, pensé que sólo era un signo temporal de cansancio debido al reciente exceso de compromisos y que más tarde se vería superado por nuevos planes de viaje.

En cambio, ese fue exactamente el último viaje internacional. Pocos días después, cuando estaba a punto de partir hacia Río de Janeiro para preparar la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, prevista para julio de 2013, informé a Su Santidad de que el comité organizador estaba esperando el anuncio oficial del viaje y, por tanto, si se podía confirmar con certeza su presencia en el evento. El Santo Padre respondió tranquilamente, con su amabilidad habitual, pero de un modo inusualmente impersonal: "Di que el Papa estará ciertamente allí con los jóvenes".

Hay innumerables episodios en los que la dulzura surgía cándidamente de sus ojos. En aras de la brevedad, puedo dar testimonio de un par de ocasiones en las que me resultó difícil contener la emoción.

En septiembre de 2010, el comité organizador de la visita a Gran Bretaña insistió en que el Papa Benedicto celebrara la beatificación del cardenal John Henry Newman en Birmingham. Fui muy firme en resistirme a la petición, ya que el propio Pontífice, al comienzo de su pontificado, había estipulado que las beatificaciones debían ser celebradas en las respectivas diócesis por el ordinario, mientras que las canonizaciones serían celebradas por el Santo Padre en Roma. Cuando presenté mi informe sobre el estado de preparación, el Papa Benedicto, con la mayor delicadeza, me dijo: "Quizá el cardenal Newman merezca una excepción, ¿cree que podríamos concedérsela?". Obviamente, no necesitaba mi permiso para ello, pero su forma de pedirlo fue de lo más tierna.

En agosto de 2011, durante el encuentro con unos quinientos mil jóvenes en el aeropuerto de Cuatro Vientos de Madrid, con motivo de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, se desató un terrible temporal de viento y lluvia que provocó un largo apagón y graves daños en la estructura del escenario papal con peligro físico para el propio Santo Padre. Se suspendió la iluminación y la difusión sonora en toda la zona. Las autoridades locales de seguridad y prevención estaban muy preocupadas por la situación. Por ello, propusimos al Papa Benedicto que se retirara del escenario para suspender el acto, pero su respuesta, educada pero firme, mientras permanecía sentado en su silla, fue: "Si los jóvenes se quedan aquí, el Papa no puede abandonarlos". A continuación, esperan a que pase la tormenta y reanudan la reunión, dándola por concluida.

Estoy seguro de que el Papa Benedicto se presentó con toda su dulzura en el encuentro con su amado Jesús, pero estoy igualmente seguro de que muchos echarán ahora de menos el refinamiento de su pensamiento y la exquisita dulzura de su corazón.

 

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