Nuestra adorada hipocresía

por Herbert Mujica Rojas


En Perú la hipocresía reviste cánones y celebra cada vez que puede la mentira diaria de su engaño cotidiano. Timar no es problema. Se aprende a hacerlo desde los tiernos años de la inocencia, para tapar el cohecho y la suciedad se apela a la mentira blanca como si por serlo la impostura fuere menos grave y monstruosa. Como si la estafa contra cada quien mejorara su horrenda faz con la geografía oportunista de quien produce la triquiñuela o dirige el latrocinio. O como si el fenómeno lacerante y putrefacto trocara su cáncer de acuerdo a quien “dicta” el concierto expoliador, el asalto social que se perpetra o el robo legal que se lleva a cabo. Más fuerte, vital, recurrente, cuasi inexintinguible, la hipocresía nuestra de cada día nos hace más cínicos y descarados. El político sólo sabe robar; el empresario engañar y el burócrata vive de los tontos. Y estos de su trabajo. Y uno que otro payaso se ha creído el cuento que escribe libros epocales porque por sus augustas figuras y cerebros producen mercenarismos que pagan adrede pandillas de pseudointelectuales, historiadores de juguete o héroes de barro.


Recordemos con González Prada en Los honorables:
 
“Porque en todas las instituciones nacionales y en todos los ramos de la administración pública sucede lo mismo que en el Parlamento: los reverendísimos, los excelentísimos, los ilustrísimos y los useseñorías valen tanto como los honorables. Aquí ninguno vive su vida verdadera, que todos hacen su papel en la gran farsa. El sabio no es tal sabio; el rico, tal rico; el héroe, tal héroe; el católico, tal católico; ni el librepensador, tal librepensador. Quizá los hombres no son tales hombres ni las mujeres son tales mujeres. Sin embargo, no faltan personas graves que toman a lo serio las cosas. ¡Tomar a lo serio cosas del Perú!

Esto no es república sino mojiganga.” (Bajo el oprobio, 1914).

¿Hace cuántos decenios que Perú no produce un pensador de quilates y potente envión capaz de enhebrar cuatro o cinco párrafos lógicos y premunidos de fuerza argumental, no plagio o carbón miserable de emulación? El de allá hablá de José Carlos Mariátegui, olvidando que este personaje murió temprano en 1930 y que luego de de él y su belleza periodística cuanto que exégesis buida limitan como es obvio con los alcances de su tiempo. Hay no pocos payasos que jamás leyeron a Haya de la Torre y que para no llevar la contraria siguen sin hacerlo hundidos en nebulosas insondables y en pantanos abisales de ignorancia. Preguntar por la renovación de esquemas de pensamiento parece una tarea inútil. En cambio sondear por la frivolidad y el afeite sí parece tarea fecunda aunque discurra apenas por los despreciables terrenos de la forma y no el fondo. En Perú se da prioridad a la cáscara, el fruto pasa a segundo plano. Por eso carecemos de héroes genuinos, raigales, populares. Los primos, parientes, los fraudes, tienen sus nombres en avenidas, parques, carreteras. Jamás se ha averiguado bien quiénes fueron esos impostores porque las sorpresas delatarían que enorme cantidad de estos adefesios incurrieron en traiciones contra la Patria y la apuñalaron por un plato de frijoles o se vendieron al mejor más ágil comensal.

¿Hasta cuándo hay que soportar esta aberración monstruosa? ¿será lícito conceder, como hasta hoy, la impostura de haberle engañado y timado a la gente durante 187 años de vida republicana? Me temo que esa frágil temeridad ya no aguanta más en el imaginario nacional. Por eso hay que pulverizar a los pobres diablos.

¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
¡Sólo el talento salvará al Perú!

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