Crucé las sombrías orillas

Adolph Hitler
José Carlos García Fajardo (*)

“Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. Es muy cierto que se trata de una historia tenebrosa, aunque también edificante, un auténtico cuento moral.” Así comienza el bestseller de Jonathan Littell, Las Benévolas. Asegura que “no es algo ajeno a vosotros, si he resuelto escribir es para poner las cosas en su sitio, y no para vosotros. Por supuesto que siempre queda la opción del suicidio, pero no me tienta gran cosa”. El protagonista escribe, ya en su cómoda ancianidad, su experiencia durante el III Reich como comandante de las SS, sobre todo en la batalla de Stalingrado, después de habernos explicado con todo detalle las acciones contra los judíos en los campos de concentración de Polonia: torturas, cámaras de gas, trabajos forzados, violaciones, y las matanzas planificadas en Ucrania, Eslovaquia, y en otros países del Este de Europa durante la “Solución final de la cuestión judía”. Llegó a formar parte del Estado mayor del Reichsführer-SS, Heinrich Himmler.


Antes de nada, quiero advertir de que se trata de una obra muy bien escrita, de 1.000 páginas que se leen sin poder soltarla, te agarran y, lápiz en mano, no cesas de subrayar y de admirarte por la cantidad de datos, los razonamientos y la impresionante descripción de acontecimientos tan terribles como las matanzas de miles de judíos, al día, hombres, mujeres y niños en las circunstancias más impresionantes que he leído en mi vida.

“No tengo nada que justificar, ni pizca de contrición. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer, y ya está” afirma desde la Introducción el protagonista. “Que quede claro, no estamos hablando de culpabilidad ni de remordimientos”.

El protagonista pertenece a un estatus social elevado, es doctor en Derecho, de madre francesa, e hijo de un convencido de la superioridad de la raza aria. Un día decide ingresar en las SS y con su pasión por la música y la literatura, la etiqueta y las buenas formas, nada en su exterior haría suponer semejante capacidad de sevicia y de monstruosidad pero sin mancharse jamás las enguantadas manos.

Sólo anhela “no tener inclinación por nada que no sea tener inclinación por nada”. Pero dice que escribe por activar la sangre, “para ver si puedo sentir algo, si todavía sé sufrir un poco”.

Desarraigado de su familia, carcomido por la relación incestuosa con su hermana gemela desde la pubertad, homosexual compulsivo que se arriesga en los parques en busca de marineros fornidos y con una cultura poco corriente, vive entregado a la destrucción de millones de seres humanos con la más gélida determinación. Es capaz de asistir a un concierto y a una soirée de alto nivel para debatir los más sofisticados temas con una finura asombrosa.

Cita a Sófocles: “Lo que debes preferir a todo lo demás es no haber nacido”, y a Schopenhauer: “Más valdría que no hubiera nada. Como hay más dolor que placer en la tierra, cualquier satisfacción no es sino transitoria y crea nuevos deseos y desesperaciones, y la agonía del animal devorado es mayor que el placer del que lo devora”. Como sostiene que vivimos en el peor de los mundos posibles, ni hay ley ni norma, justicia ni valor alguno actúa, todo vale para los fuertes y poderosos. Ya que, en tiempos de guerra, el ciudadano pierde el derecho fundamental a vivir, no es de extrañar que también pierda el derecho a no matar.

En el genocidio o en la guerra total, afirma, el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción. No es responsable ni siquiera cuando aprieta el gatillo del fusil que apoya en la frente de otro hombre. Su muerte la decidieron otros. Quien dispara sabe que es el azar quien determina que dispare él, y no tiene que hacerse más preguntas.

De igual forma “justifica” la falta de culpa en los profesionales del programa Eutanasis de exterminación de inválidos y enfermos terminales. “A estos enfermos seleccionados mediante disposiciones legales los recibían en un edifico médico enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los pasaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros limpiaban; y otros extendían el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a estas personas, todas dijeron “¿Culpable yo?”. Nadie en concreto mató a nadie directamente, eran eslabones de una cadena. “Nadie es culpable, o todos somos culpables”.

Esta es la tesis durante las mil páginas. ¿Es culpable, se pregunta, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarrilaba hacia un campo?”

“¿Soy culpable? Vosotros habríais hecho también lo que yo hice. A lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero no sois mejores”.

Sin quienes les ayudaron, Stalin y Hitler hubieran sido odres vacíos. Afirma que trastornados, pedófilos, psicópatas, megalómanos rabiosos los hay en todas partes. El Estado que los utilizaría en una guerra, los aplasta en tiempos de paz como amenaza social. El auténtico peligro son los hombres corrientes que forman el Estado.

“El autentico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros”, por eso no escogió convertirse en asesino, “si hubiera estado en mi mano me hubiera dedicado a la literatura”, igual que “habría elegido ser mujer, no activa y viva en este mundo, una esposa, una madre: sino una mujer aplastada bajo el peso de un hombre, aferrada a él, penetrada por él, ahogada con él, convirtiéndome en ese mar ilimitado donde él también se ahoga, placer sin fin y también sin principio”.
En vez de esto, escribe, me vi jurista, funcionario de seguridad, oficial SS y cuando llegó la paz, director de una fábrica de encajes en Francia y con eso que llaman una honrada familia.

“Hay hombres para quienes la guerra o el asesinato son una solución; para mí es una pregunta sin respuesta, porque cuando alguien grita, nadie contesta. Soy un hombre como todos vosotros”.

(*) Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM)
Director del CCS
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