El diablo los junta

Por Gustavo Espinoza M (*)


Algunos se han sorprendido, pero no hay en verdad razón para ello. El "pacto" evidenciado recientemente entre Alan García y Alberto Fujimori, tiene secuencia definida.


Hay que recordar que se incubó en la última etapa del primer gobierno de García, cuando el mandatario aprista, en el ocaso de su Poder, buscaba angustiado, cubrirse las espaldas; asegurando que un sucesor inopinado, no le asestara una estocada judicial que pusiera fin a sus correrías.

Perspicaz, intuitivo, pero sobre todo astuto, se dio cuenta que su candidato de entonces —hoy su Ministro del Interior, Luís Alva Castro— las tenía todas perdidas, razón por la que lo único que él podría hacer era alentar una carta no identificada que, a cambio de su apoyo, le garantizara impunidad. Y ahí estaba Alberto Fujimori.

Lo que vino después, es cosa conocida. En el Senado de la República, por indicación del nuevo Presidente en 1991 la mayoría parlamentaria exculpó a García de múltiples delitos: desarreglos financieros, violaciones a los Derechos Humanos, uso de bandas paramilitares y otros cargos, muchos de los cuales, curiosamente, están pendientes porque tienen la naturaleza de "acciones imprescriptibles".

Durante la década fujimorista, García vivió en Bogotá y en París. Y no pudo hablar del "duro pan del exilio", porque le fue bien. Recibió apreciable ayuda de algunos gobiernos, y de la Internacional Social Demócrata, que creyó en su palabra fácil y en su verbo encendido.

Mientras eso ocurría, aquí los suyos se dividieron los papeles. Mientras unos —como Jorge del Castillo— se oponían al régimen; otros no menos encumbrados en la jerarquía partidista como sus incondicionales Absalón Vásquez, Alberto Kitasono y Agustín Mantilla, le rendían pleitesía al gobernante de turno, y recibían, a cambio, significativas sumas de dinero "en la salita del SIN".

Años más tarde, en el ocaso del Fujimorismo, García volvió al Perú con la idea de retornar a su ocupación habitual: candidato. En un primer intento, no tuvo suerte, y fue derrotado por un Toledo campechano, dicharachero y simplón; pero después —aupado en los miedos intestinales de la derecha más reaccionaria— volvió a hacerse Presidente en el 2006.

Y pudo, de ese modo, recuperar la posibilidad de cancelar sus deudas. Es decir, de darle la mano al dictador en fuga para facilitarle su retorno al primer escenario.

Y así fue, entonces, que Fujimori, sorpresivamente, pasó a convertirse en un privilegiado reo en cárcel de la justicia peruana.

En el "Mega Proceso" que se le sigue en el fundo Barbadillo, el dictador del decenio no descansa. Asiste a todas las audiencias, en las que, sin embargo, duerme plácidamente ante la mirada compasiva de sus jueces.

Y en su amplísima celda, donde tiene radio, televisión y sistemas de Internet, recibe a parlamentarios, amigos, damas de compañía e incluso brujas, que salen de allí para hacer ceremonias secretas contra los jueces a los que amenazan con todos los castigos imaginables si se "atreven" a dictar sentencia que perjudique al reo.

Hay que decir, en salvaguarda de la ley, que los jueces no se atemorizan ante tales amenazas. Y es que se sienten protegidos. Cada un de ellos ha colocado ante sí una efigie religiosa que espanta maldiciones.

Debido al pacto diabólico que hoy une a García con Fujimori, es muy probable que el dictador nipón sea beneficiado por disposiciones futuras. Por lo pronto, ha visto variado su sistema carcelario y hoy tiene beneficios mayores que antes.

El Indulto es, sin embargo, la piedra más preciada en este juego de equivocaciones que implica en el Perú la aplicación de la ley, cuando la justicia condena a 10 años de cárcel a quien roba una cartera, y declara libre por falta de pruebas al que comete latrocinios contra el país, el pueblo y el Estado.

El problema es que, para que haya indulto deberá existir antes, condena. No hay manera de eludirla.

Los jueces tendrán que dictar una, aunque fuera de poca monta: unos diez o quince años de cárcel, podrían parecer razonables a una opinión pública en buena medida domesticada por una intensa campaña que asegura que, después de todo, "el chino hizo obra".

Luego de la condena, vendrá el indulto. Pero para que nadie diga que se dictó "para favorecer" a Fujimori, deberá ser más amplio: beneficiará, entonces, a los principales implicados en el periodo de violencia vivido en el país en los últimos veinte años del siglo pasado. Y será complementado con un acuerdo para que se vayan del país todos, hasta que cambie el color de las aguas.

Todo será presentado, ciertamente, como un "paso audaz" basado en la idea de "reconciliar al país". Y "reconstruir la paz". Para tal efecto, sin embargo, la Verdad tendrá que ser abandonada como un trasto inútil en el desván de los recuerdos.

García habrá de ese modo, puesto punto final a lo que constituye la tragedia de su Partido, la misma que tiene notables antecedentes.

No hay que olvidar, en efecto, que la Apra (es decir, la Alianza Popular Revolucionaria Americana) pactó en el pasado con el máximo exponente de los Banqueros, Manuel Prado y Ugarteche, no sin antes llamarlo -como lo recuerda Luís Alberto Sánchez en sus Memorias- el "Stalin Peruano", en castigo por su adhesión a los Aliados en los años de la II Guerra Mundial y su resistencia a mostrarse obsequioso ante Mussolini, el admirado por Haya, caudillo de la Italia fascista.

Pero ese sólo fue un hito en el camino, porque después vendría el acuerdo con Pedro G. Beltrán, el Señor de los Mil Agros, como cazurramente lo bautizara un periodista de la época.

Y más tarde, el entendimiento con Manuel Apolinario Odría, —"el General de la Alegría"— el último de los grandes dictadores uniformados.

Todos ellos, a su modo, persiguieron a los militantes del Partido, pero se entendieron bien, y bajo cuerda, con los dirigentes del mismo como una manera de demostrar que no incubaban odiosidades imperecederas.

Hoy, Fujimori y García baten palmas. El diablo los junta. Y el pueblo afronta el riesgo de soportarlos

Hay que decir, sin embargo, que en la mente de las personas crece la idea de ofrecer resistencia, y que, como decía Víctor Hugo "Querer prohibir a la imaginación que vuelva a una idea es lo mismo que querer prohibirle al mar que vuelva a la playa" (fin)

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / www.nuestra-bandera.com