Y la sangre llegó al río

Por Gustavo Espinoza M.(*)

Como se temía, el viernes 31 de octubre la sangre llegó al río Caplina en Tacna, la ciudad situada al extremo sur, donde para unos termina el Perú y para otros, comienza la patria. Gelmer Arpasi Valeriano, un poblador de 34 años agoniza ahora afectado por una muerte cerebral causada por el impacto de una bomba policial que le rompió el cráneo. Al lado suyo quedaron otros, heridos de bala, víctimas de agudos enfrentamientos ocurridos en esa región afectada por la violencia y el caos.


Y es que en las últimas semanas graves hechos han tenido lugar en el Perú. Casi de manera simultánea poblaciones del interior se han movilizado activamente en demanda de atención a reclamos referidos sin duda a las deplorables condiciones de vida que padecen.

Así ha sucedido en Sicuani y Comandante Espinar, una de las zonas más deprimidas de la región Cusco; en Cajabamba, en el departamento de Cajamarca; en la región San Martín, donde fue incendiado un local institucional de la policía; en Moquegua y en Tacna, donde han reverdecido las diferencias locales en torno a la adjudicación del Canon Minero previsto por ley; pero también en Puno, en Huancavelica y en las sierras de La Libertad y Ancash. En otras palabras, el Perú convulso ha hablado esta vez en boca de las multitudes, y la furia del pueblo enardecido ha dejado una secuela de destrucción, daños materiales y pérdidas en recursos, inmuebles y otros, pero también en heridos y contusos que sin embargo se han repartido de manera más o menos democrática entre la población civil enhiesta, y los efectivos policiales encargados de reprimirla. En todos los casos, el tema ha sido el mismo: las demandas de la ciudadanía, que ya no espera, ni acepta pasivamente la voluntad del "Señor Gobierno". Hoy la gente está alzada y lucha por conseguir por la fuerza aquello que no pudo alcanzar por la súplica.

La crisis que entraña este conjunto de enfrentamientos sociales, no es nueva. En realidad tiene décadas de espera porque se puso en evidencia a partir del desmantelamiento de las transformaciones sociales profundas conocidas durante el régimen de Velasco Alvarado, en los primeros años de la década de los 70 del siglo pasado. Allí las poblaciones despertaron y fueron adquiriendo una idea clara de sus derechos, pero también de sus posibilidades. Hay que admitir, sin embargo, que cuando tomaron verdadera conciencia de ello, el proceso de Velasco ya había sido quebrado y el Perú vivía los albores de la restauración oligárquica, manejada con escrupulosa rigurosidad por la clase dominante.

Como se recuerda, a partir de agosto de 1975 el gobierno de Morales Bermúdez se limitó a detener el carro de las reformas, maniobrando para que la situación no se descarrile, y para que las masas no perciban el destino real de sus políticas. En 1980 entregó el Poder "a los civiles" -es decir, a los partidos de la derecha tradicional- pero ellos tampoco se atrevieron a andar rápido. Asustados ante la eventualidad de una reacción popular optaron durante los años 80 por hablar mucho de las políticas de "reconversión", pero dieron pocos pasos en la materia. Optaron por "convivir" con un escenario que juzgaron detestable, por temor a lo que pudiera ocurrir si adoptaban medidas de cambio.

Fue el régimen fujimorista, desde inicios de los años 90, el que modificó radicalmente el cuadro de la dominación. El, sí quebró el espinazo al pueblo mediante la aplicación de dos políticas complementarias: el "modelo" neo liberal en el plano económico y social, y una ofensiva brutal —el terrorismo de Estado— que dejó una dolorosa estela de destrucción y de muerte. Con evidente ayuda exterior, el gobierno de entonces logró intimidar a una buena parte de la población y desmovilizar a la mayoría ciudadana, desarticulando la resistencia popular.

En esas condiciones, la ira de las poblaciones se mantuvo retraída y contenida. A la caída de esa gestión, poco a poco el pueblo se fue "soltando" en el nuevo siglo y a partir del 2001 el gobierno de Alejandro Toledo debió recurrir al "tira y afloja" para no verse rebasado por las circunstancias. En ese periodo, la derecha dio inicio a una fórmula de ataque que hoy aplica con mayor amplitud: colocó al gobierno ante una disyuntiva fatal en relación a las luchas sociales.

Cuando hizo crisis la política de privatizaciones y el pueblo de Arequipa se alzó vigorosamente contra ella, el régimen toledista fue puesto ante dos posibilidades: o ceder ante la presión de las masas, o reprimirlas e imponer "la ley" a sangre y fuego. El mandatario, débil e inepto no supo enfrentar el reto y optó simplemente por abandonar el escenario social dejando pasar los acontecimientos. Aún así, fue motejado como "débil" y "complaciente". Ahora una situación similar vive el segundo gobierno de García después de dos años y medio de gestión gubernativa.

En su primera etapa, entre julio del 2006 y septiembre del 2008 su Gabinete -el Gabinete Del Castillo- hizo un toledismo más refinado y eludió en la medida de sus posibilidades, las confrontaciones con el pueblo aunque tuvo sus ocasionales demostraciones de violencia. Hoy, ya con un nuevo equipo de gestión encabezado por Yehude Simon Munaro, el régimen debe enfrentar las cosas en otro contexto. Para la derecha más reaccionaria, sin embargo, las cosas no han cambiado y la disyuntiva sigue siendo la misma: o se capitula vergonzosamente ante las demandas populares, en cuyo caso el Premier es simplemente "un calzonudo"; o se reprime al pueblo y doblega la resistencia ciudadana a sangre y fuego en nombre del "principio de autoridad". De ese modo, la trampa está hecha.

Quizá si el más agudo y sonado de los conflictos sociales ha sido, en los últimos días, el que ha comprometido a las poblaciones de Moquegua y Tacna, enfrentadas por las modalidades de reparto del Canon minero. Antes, cuando lo que se medía era el volumen de tierra removido, Tacna obtenía el 77% del canon; pero hoy Moquegua exige —y ha logrado— una ley que mide la cantidad de concentrados de mineral, lo que reducirá los beneficios para Tacna y aumentará los de Moquegua.

En Moquegua, en realidad, se incendió el fuego hace algunos meses, y el Gabinete Del Castillo, puesto ante el fantasma de una represión desenfrenada, finalmente reculó. Recientemente el Congreso de la República aceptó lo que exigía su población, que solo hace algunos días volvió a la carga tomando el Puente Montalvo y otras dependencias públicas. La decisión parlamentaria, como era de esperarse, generó el rechazo inmediato de la población de Tacna, que finalmente tuvo más marcadas expresiones de desgobierno.

La derecha entonces, ha vuelto a la carga esta vez para exigir al Gabinete Simon una definición concreta: o capitula otra vez cediendo a la presión de las masas (a las que juzga digitadas por el extremismo izquierdista), o las reprime a cualquier costo.

En palabras más sutiles el vocero de los patronos, el Instituto Peruano de Economía, ha dicho sin desparpajo: "Esperemos que el anuncio del primer ministro de aplicar todo el peso de la ley a los responsables de estos desmanes no quede en el aire. Quizás así podamos seguir avanzando en el indicador de estabilidad política y ausencia de la violencia del Governance matters VII del Banco Mundial" . "Veamos si el primer ministro está a la altura del reto".

En otras palabras, exige "imponer el orden" sin que "le tiemble la mano". Así, Yehude Simon tendrá las manos manchadas de sangre a muy corto plazo. Por lo pronto, ya comenzó. Si no lo hace, quedará como un pusilánime que se dejó doblegar por la resistencia ciudadana y fue incapaz de hacer valer su "autoridad". La trampa está hecha.

Y claro que lo está porque esa disyuntiva no es fatal. Y no es, tampoco, el único camino. Un gobierno que se respete —y que respete a la población— no tiene que escoger esos extremos. Bien puede hacer su propia experiencia tomando contacto directo con la población y reflexionando al unísono con ella. Moquegua y Tacna no son poblaciones enemigas ni tienen intereses encontrados. Son pueblos vecinos, separados tan sólo por una línea imaginaria en el mapa, y por un conjunto formal de disposiciones administrativas. Pero tienen intereses y necesidades complementarias. Y bien podrían discutirlas frente a frente y cara a cara. Un gobierno que se respete -y que respete al pueblo- bien haría en colocar a las poblaciones en la real posibilidad de discutir entre ellas mismas y buscar un acuerdo que satisfaga los requerimientos, necesidades y urgencias de ambas. ¿Tendrá el valor, Yehude Simon, de emprender ese reto? Será esa la única manera de evitar que la sangre siga llegando al río (fin)

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / www.nuestra-bandera.com