¡Ese Establo!


por Herbert Mujica Rojas


Leí en alguna parte que el egregio presidente del Congreso, Javier Velásquez Quesquén, albergaba serias esperanzas en la aprobación de una ley que le permitiese renunciar a su cargo con el loable y anhelado objetivo de aspirar al liderazgo de la Región Lambayeque. Así como lo oyen, el señor de marras, ascendió a lo alto para luego definir el retorno al pago parroquial del hermoso departamento norteño. ¡Qué interesante! Entonces el Establo no es más que una pascana, un jirón efímero, una hilacha deleznable en el cuadro de ambiciones en que incurren nuestros políticos criollos. ¿Cómo pueden quejarse de campañas de desprestigio los legiferantes si los principales fautores de éstas están en la mismísima cabeza del Poder Legislativo?


No sólo perpetra Javier Velásquez recurrentes asesinatos del castellano, tal como lo ha hecho notar con puntual detalle César Hildebrandt, sino que también se ha encargado muy mucho de notificar al país que la presidencia del Establo que ocupa es un trampolín y nada más que un vulgar tabladillo desde donde concretar la realización de sus expectativas regnícolas. En cualquier país normal las vallas conducen hacia planos superiores, aquí es al revés: se escala todo lo posible para volver a la capillita modesta.

Nótese que si así piensa —es una forma de decirlo, sólo eso— el titular del Establo ¿qué majestad puede hallarse en el resto? Poco o casi nada. Las corrosivas palabras de don Manuel González Prada (Los honorables, Bajo el oprobio, Lima 1914), conservan vigencia y generan un asco para el cual no hay remedio y con respecto a un organismo de eterna mala salud:

"¿Qué es un Congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran colector donde vienen a reunirse los albañales de toda la República. Hombre entrado ahí, hombre perdido. Antes de mucho, adquiere los estigmas profesionales: de hombre social degenera en gorila politicante. Raros, rarísimos, permanecen sanos e incólumes; seres anacrónicos o inadaptables al medio, actúan en el vacío, y lejos de infundir estima y consideración, sirven de mofa a los histriones de la mayoría palaciega. Las gentes acabarán por reconocer que la techumbre de un parlamento viene demasiado baja para la estatura de un hombre honrado. Hasta el caballo de Calígula rabiaría de ser enrolado en semejante corporación.

¿Ven ustedes al pobre diablo de recién venido que se aboba con el sombrero de pelo, no cabe en la levita, se asusta con el teléfono, pregunta por los caballos del automóvil y se figura tomar champagne cuando bebe soda revuelta con jerez falsificado? Pues a los pocos meses de vida parlamentaria se afina tanto y adquiere tales agallas que divide un cabello en cuatro, pasa por el ojo de una aguja y desuella caimanes con las uñas. Ese pobre diablo (lo mismo que sus demás compañeros) realiza un imposible zoológico, se metamorfosea en algo como una sanguijuela que succionara por los dos extremos.

El congresante nacional no es un hombre sino un racimo humano. Poco satisfecho de conseguir para sí judicaturas, vocalías, plenipotencias, consulados, tesorerías fiscales, prefecturas, etc; demanda lo mismo, y acaso más, para su interminable séquito de parientes sanguíneos y consanguíneos, compadres, ahijados, amigos, correligionarios, convecinos, acreedores, etc. Verdadera calamidad de las oficinas públicas, señaladamente los ministerios, el honorable asedia, fatiga y encocora a todo el mundo, empezando con el ministro y acabando con el portero. Vence a garrapatas, ladillas, pulgas penetrantes, romadizo crónico y fiebres incurables. Si no pide la destitución de un subprefecto, exige el cambio de alguna institutriz, y si no demanda los medios de asegurar su reelección, mendiga el adelanto de dietas o el pago de una deuda imaginaria. Donde entra, saca algo. Hay que darle gusto: si de la mayoría, para conservarle; si de la minoría, para ganarle. Dádivas quebrantan penas, y ¿cómo no ablandarán a senadores y diputados?"

¡Bah! ¿qué más decir? Poco o casi nada. Ya anticipó don Manuel con fuego atroz la realidad esperpéntica del Establo. Y el señor Velásquez Quesquén acaba de demostrarlo, una vez más.

¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

¡Sólo el talento salvará al Perú!

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