La pandemia tiene la virtud de mostrarnos una idea más sincera de nosotros que la deparada por la fantasía neoliberal. Es cierto que los latinoamericanos dejamos de ser tan pobres como éramos décadas atrás, pero seguimos mostrando enormes desigualdades que nos hacen, como siempre, el territorio más inequitativo del planeta.

 

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Aún más, nuestras brechas tienen poca o ninguna relación con las orientaciones ideológicas: ni los países neoliberales a rajatabla, como el nuestro, ni aquellos que buscaron aplicar modelos alternativos desde el campo del progresismo, podrían aseverar que tienen entre manos mejores resultados al respecto.

En esa línea, algo sustancial en los actuales momentos, es el concepto de fragilidad. Para el Banco Mundial, refiere a “países con problemas de gobernanza profunda y debilidad institucional del Estado, identificados con indicadores basados en políticas y gobernanza. Las situaciones frágiles se caracterizan por grandes malestares sociales y/o niveles de exclusión, falta de capacidad y prestación limitada de servicios básicos a la población”.

Además, “las situaciones frágiles tienden a caracterizarse también por la incapacidad o falta de voluntad del Estado para administrar o mitigar riesgos, incluidos los vinculados a lo social, económico, político, de seguridad o ambiental y factores climáticos”.

En suma, los países frágiles empezaron a ser definidos, esencialmente, como carentes de la institucionalidad suficiente para superar problemas crónicos y enfrentar circunstancias de crisis con un adecuado manejo de los riesgos. En ese sentido, dado que los indicadores que se manejan a este nivel son nacionales y, por lo mismo, muy agregados como para apreciar de mejor manera cada caso particular, el Perú no aparece en el radar de los Estados frágiles de OCDE.

Pero, sería necio creer que al no estar en las apreciaciones de OCDE hemos empezado a superar nuestros problemas históricos. Sin lugar a dudas, la pandemia revela que nuestras fragilidades están por el lado de las crecientes brechas existentes entre los diferentes grupos sociales, diversidad de economías, género, edades, accesibilidad a servicios, territorios, hábitat, entre otros aspectos que no serán visualizados apropiadamente en las estadísticas nacionales agregadas.

Lo sensato es asumir un escenario como lo describe Martín Hopenhayn, para quien entre “los problemas candentes de la cohesión social en América Latina”, está “la negación del otro como marca secular de ciudadanía incompleta”. Y agrega: “En América Latina el tema de la exclusión y de la falta de ciudadanía efectiva hunde sus raíces en un patrón histórico dominante (…) mientras se impuso –o se impone– una racionalidad cultural basada en la negación del otro, se impuso o se impone también la negación del vínculo social y ciudadano de reciprocidad. No es solo que los grupos discriminados tienen acceso más precario a la educación, el empleo, y los recursos monetarios. También padecen la exclusión por falta de reconocimiento político y cultural de sus valores, sus aspiraciones y sus modos de vida”.

Así, la coyuntura marcada por la pandemia del Covid-19, debería ser analizada bajo este marco, y el ejercicio seguramente revelará cuestiones críticas, de enorme importancia y que, desgraciadamente, no forman parte del debate electoral ni por asomo como, por ejemplo, lo inmensamente pernicioso que es mantener privatizados sectores cruciales para el ejercicio de los derechos, Salud en nuestro caso.

desco Opina / 12 de marzo de 2021