Mientras los voceros oficiales insisten en que la prioridad política del momento es la convocatoria a una asamblea constituyente, que creen resolverá todos los problemas incluyendo el aumento de precios de los alimentos, varias crisis interrelacionadas dejaron de ser una amenaza y son ahora una realidad que nadie puede asegurar cómo vamos a gestionar.

 

Castillo Bagua Grande

 

La crisis sanitaria se combina con una crisis agraria y una alimentaria, teniendo como factor evidente una inflación de precios ante la cual no se aprecia ningún esfuerzo real que busque manejarla para que no termine inclinando sus costos hacia los peruanos y peruanas más pobres y vulnerables.

Al respecto, es iluso e irresponsable suponer que el encarecimiento de los costos puede detenerse, porque sencillamente no es posible y, en ese sentido, la disminución de impuestos no atajará el aumento de precios. Por lo demás, el manejo de la inflación no puede descansar sobre la política monetaria, con ajustes muy agresivos del tipo de interés buscando contener la demanda en momentos de tenue recuperación, pues eso nos conduciría a una situación económica y social muy compleja, porque podrían perderse empresas perfectamente viables pero que han sido muy golpeadas por la crisis sanitaria (por ejemplo, el turismo o los restaurantes).

Por ello, el consenso entre los economistas es que la decisión no es “técnica” sino política: el denominado pacto de rentas, es decir, un acuerdo social amplio que aborde cómo se distribuyen los costes ante una situación de gran dificultad económica. Esto supone que partidos, empresas y organizaciones sociales se convencen de que los impactos inflacionarios no pueden recostarse hacia los más débiles y vulnerables, que es lo que sucederá si dejamos que actúen libremente las reglas del mercado. En su lugar, debieran concertar algún tipo de intervención que busque equilibrar las consecuencias. Dicho de otra manera, se debe acordar cómo distribuir los costos que acarrea un ciclo inflacionario lo que fundamentalmente supone mostrar capacidades políticas para gestionar este momento difícil y complejo.

Es claro que la desescalada de la inflación no es fácil, porque es una actividad agotadora en medio de una complicada red de intereses contrapuestos, lo que obliga a mucha imaginación y gran capacidad coordinadora. Desgraciadamente, no podemos esperar que el Ejecutivo tenga habilidades para organizar un escenario como el descrito y sabemos lo que ocurre cuando las élites económicas estiman que su estabilidad radica exclusivamente en la satisfacción de sus intereses, mientras las élites políticas sencillamente no tienen idea, aunque sea precaria, de lo que está sucediendo.

Simultáneamente, se ha presentado una crisis alimentaria de proporciones. Según Carolina Trivelli, por el encarecimiento de los productos y la disminución de los ingresos familiares, actualmente “hay más de 6 millones de peruanos bajo situación ´grave´ de seguridad alimentaria y la cifra podría superar 7 millones este año”. Incluso, no descarta que en Perú “probablemente” más de siete millones de peruanos ya han reducido sus porciones de alimentos o han sacrificado por al menos un día su alimentación.

Si bien el sentido común conduce a relacionar inmediatamente los problemas que estamos evidenciando en el acceso a los alimentos con la crisis agraria, agravada en grado sumo por el encarecimiento de gran parte de los insumos lo que eleva los costos de producción a un grado que es imposible de manejar por el productor, especialmente el pequeño productor de la agricultura familiar, no es una vinculación única y directa.

Si nos detenemos en las capacidades de las que dispone actualmente una familia peruana para acceder al alimento —mediante su producción, su compra o su obtención como donación— veremos que el aumento de los costos no impacta fundamentalmente en la disponibilidad, sino en el acceso muy diferenciado a los mismos, producto de la alta tasa de urbanización que tenemos (80% de los habitantes del país vive en ciudades y no son, por tanto, productores netos de alimentos) y las manifiestas desigualdades que existen en el patrón social que nos rige. Mientras que una familia peruana del estrato AB gasta en promedio el 33% de sus ingresos en alimentos, una que pertenece al estrato E emplea 53% del mismo. Todo ello sin considerar la calidad de la alimentación. Esto es un dato clave.

Como comprobó Amartya Sen al estudiar las hambrunas de Bengala en 1943 y la de Etiopía en 1972, los alimentos no solo existían, sino que eran comercializados pero guiados por la demanda y no por la necesidad. De esta manera, quedaron fuera del alcance de los pobres. Así, los hambrientos fueron vistos como personas que no tenían capacidades para llegar al alimento que necesitaban –titularidades les llamaba–, ya sea por ingresos disminuidos o porque la reducida cobertura o ausencia de programas sociales simplemente los dejaba fuera de su alcance.

Así, a estas alturas, difícilmente —para no decir imposible— se revertirán las tendencias que ya empezaron a mostrarse; entre otras novedades, en el corto plazo tendremos escenarios en los que la pobreza vendrá caracterizada por una aguda falta de acceso a los alimentos, justo cuando se diezmaron los escasísimos equipos que podían llevar adelante los programas de asistencia alimentaria en el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS), cuando ya no están los funcionarios del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (MIDAGRI) que llegaron con ideas importantes, cuando no hay iniciativas para promover y fortalecer las iniciativas populares como las ollas comunes o comedores populares y cuando se evidencia la absoluta incapacidad para negociar políticamente los efectos negativos de la inflación.

 

desco Opina / 20 de mayo de 2022