Herbert Mujica Rojas

El perdonavidas es connatural en la vida republicana del Perú.

La corrupción se instaló aquí desde el mismísimo 28 de julio de 1821 cuando se anunció la independencia aunque medio país seguía ocupado por los españoles.

 

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La falta de punición o castigo a los delincuentes no hay que prevenirla porque ya forma parte del ADN social peruano: ¡hay que pulverizarla!

Las declaraciones a veces orillan la belleza de los poemas y sus horizontes se disuelven conforme pasan las horas, días y meses, años y lustros.

Como aquí se cultiva la memoria de corto plazo, las cosas de puro sabidas se olvidan y a nadie puede sorprender que uno o varios delincuentes asciendan a la primera magistratura porque recibieron prescripciones con lo que la impunidad tornó en política de Estado.

En los días corrientes se están produciendo hechos aberrantes que sólo confirman que la historia peruana NO ha cambiado un ápice.

Nuestras taras permanecen impertérritas en la comisión de sus cánceres. Los tribunales son mesas de parte en que no interesan gran cosa las leyes cuanto que el peso en dólares, euros o toda clase de riquezas, de los protagonistas.

Magistrados de alquiler y farsescos congénitos, archivan, dilatan o entorpecen cualquier investigación y así la impunidad obtiene categórica renovación de su licencia para seguir acabando con el país.

¿Sólo los jueces o magistrados? Me temo que no.

También el sector político mete la pata un día sí, y al otro, también.

Colección infinita de yerros, imprecisiones, dudas, regresiones, la historia del Perú es el largo recuento de un zigzag abominable.

Nos cuesta admitir el error o la tara porque la practicamos en la vida diaria y no hay arrepentimiento porque así somos de “criollos”.

Ex presidentes enriquecidos tras su paso por Palacio y aún hay gentuza que reclama por las pruebas judiciales o sentencias, como si el dinero sucio lloviera del cielo.

Los signos exteriores de riqueza delatan a las termitas que pasaron por el gobierno, Congreso, alcaldías y gobiernos regionales y los fautores se guardan un tiempo y luego vuelven con más hambre para seguir robando.

La impunidad nuestra de cada día es contemplada como parte común y normal del peruano.

No nos provoca náusea o vómito que los políticos y burócratas incurran en robos y asaltos y que ostenten un tren de vida excepcional. Es la consagración de la “viveza” criolla.

¿Qué se puede hacer que no caiga en saco roto y sea voz que clama en el desierto?

Hay que exigir del Congreso todos los esfuerzos para enjuiciar, poner ante la ley y frente a todo el país, a quienes han delinquido con los dineros del Estado, hecho tabla rasa de la imprescindible honestidad que compete a los servidores públicos y castigar con cárcel o cadena perpetua a quienes sean encontrados responsables de estos delitos.

Pero ¿qué hacemos cuando no pocos gatos están de despenseros?

No basta con declarar que un país con corrupción en todos los niveles es presa apetecible para los designios imperiales o sub-imperiales de cualquier nación fronteriza y que esto debe exigir del Perú respuestas creativas pero vigorosas en pro del aniquilamiento de la corrupción y de todos los corruptos hayan sido o no presidentes.

Hay que convencernos que la corrupción y su horrenda impunidad NO son invencibles.

Los rudimentos morales del combate a muerte contra la corrupción se aprenden en casa.

La pregunta lógica e inevitable es: ¿se puede hacer política sin robar al tesoro público o sin engañar o estafar la fe popular del pueblo que todo lo sufre, todo lo paga y nada decide por su proyecto de vida y nace, vive y muere en la misma miseria y desprotección?

Enderezar la pregunta a la caterva -con rarísimas excepciones- de políticos, alcaldes, presidentes regionales, burócratas, funcionarios de alta y baja categoría, es incómodo.

Por una simple razón: su raison d'etre, fin fundamental o leit motiv, radica en el aprovechamiento de los huecos inmensos que tiene la legislación para el castigo de sus bandidos y genera ocasiones formidables para el saqueo y la expoliación del dinero público.

¿Qué habría de impugnar quien sabe que en pocos años y so pretexto de obras o proyectos, nutrirá su faltriquera, proveerá del pago para el estudio de sus hijos, aumentará el margesí de propiedades inmobiliarias, llenará de sellos su pasaporte atiborrado de viajes al por mayor y ostentará no uno sino dos o tres autos, camionetas, casas de playa y de campo, su propia empresa rentable y será parte de la sociedad de alto consumo y múltiples tarjetas doradas de crédito?

A la impunidad nuestra de cada día NO hay que prevenirla, hay que PULVERIZARLA de la vida colectiva de los peruanos.

 

23.04.2023
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