Falta de voluntad política e impuesto a las sobreganancias

lingotes de oro
Por Humberto Campodónico


Continúa la bonanza de los precios internacionales de las materias primas. Según Trevor Turnbull, funcionario del Scotia Capital de Canadá, el precio del oro se dispararía a US$ 1,500/onza en setiembre, debido a que los inversionistas y especuladores lo usan como valor de refugio ante la continua depreciación del dólar. También contribuye el aumento de su uso para la joyería, la fuente más importante de su demanda, en India y China.


El costo de producción del oro (CdP) está muy, pero muy por debajo de su precio actual de US$ 918/onza (en el 2002, el precio era US$ 309/onza). En el 2006, en el Perú, dicho CdP, para las minas Yanacocha y Barrick fue de US$ 267 y US$ 202 por libra, respectivamente. Esta definición incluye todos los costos de producción, tales como costo de mina, costo de planta, gastos generales y gastos de venta. También incluye la depreciación y amortización de las inversiones realizadas.

Como se aprecia, la diferencia entre el CdP y el precio del oro es enorme, lo que origina la sobreganancia. Después de las elecciones del 2006, el gobierno dijo que no podía cobrar un impuesto a la sobreganancia porque eso vulneraría los contratos de estabilidad tributaria firmados con las empresas (que, además figuran en el Art. 62 de la Constitución de Fujimori, algo que no está en ningún otro país de la región).

Aceptemos por un momento el argumento de que no puede haber retroactividad. De allí se infiere que, en adelante, los nuevos contratos mineros deberían tener algún tipo de cláusula que haga participar al país de la sobreganancia. Ciertamente, ya no hay nada, absolutamente nada, que lo impida.

En ese caso, hay varias maneras de participación, las que existen en casi todos los países del mundo, salvo el Perú. Una modalidad bastante usada en África y los ex países socialistas consiste en que el gobierno se ponga de acuerdo con la empresa en la tasa de rentabilidad que esta espera obtener por su inversión.

Normalmente, una rentabilidad adecuada está alrededor del 18 al 20%. Pues bien, hasta que se alcance esa rentabilidad, la empresa paga sus regalías y la tasa normal del impuesto a la renta. Si la rentabilidad sube al 25%, aumentan las regalías y/o el impuesto a la renta hasta un porcentaje A, a negociarse. Cuando la rentabilidad sube al 30%, el porcentaje aumenta de A a B. Y así sucesivamente.

Aquí la cuestión es, simplemente, que el Estado tenga acceso a los costos de la empresa para que el cálculo de la rentabilidad sea transparente. Esto es normal y aceptado en todo el mundo por las empresas que cotizan en Bolsa. Incluso las que no lo hacen están sujetas, obligatoriamente, a la fiscalización tributaria que realiza la Sunat.

También se puede fijar una tasa del impuesto a la renta progresiva, es decir que aumenta con los precios de los minerales. Lo mismo se puede hacer con la regalía. Volvemos a señalar que no se están cambiando las reglas de juego, porque el juego recién está empezando, con nuevas reglas. ¿No es eso lo que decía el APRA?

Otra modalidad consiste en que el Estado se asocie con la empresa en un determinado porcentaje. Recordemos que las empresas se asocian entre ellas, como en Yanacocha (Newmont, Buenaventura y el Banco Mundial) y Antamina (BHP Billiton, Teck Cominco, XStrata y Mitubishi). No hay ningún problema en que el Estado sea uno de los socios (ver los ejemplos de Argentina, Botswana, Ghana y Zambia en" ¿ Por qué el Estado no se asoció con Chinalco?", www.cristaldemira.com, 9/5/08).

Para terminar, tampoco hay problema para que el Estado aplique un impuesto a la sobreganancia minera, como lo dijo ayer, William Smith de la canadiense BMO Nesbitt Burns, "ya que en el mundo hay mucho dinero, hay mucho minero en el mercado minero" (Andina, 22/5/08). El problema es, simplemente, que no hay voluntad política para que el Estado tenga los ingresos extras que le corresponden —los recursos naturales son de la Nación— para financiar la inversión en infraestructura y los programas sociales. El Estado se ha convertido en el perro guardián del hortelano minero. Esa es la triste realidad.

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