Historia, madre y maestra La tragedia del 79
Alfonso Bouroncle Carreón, Studium, Lima, pp. 115-149

Guerra del Pacífico, la batalla de Lima. 45 Miraflores. Los delirios de Piérola
Ejercito chileno ocupacion de Lima


El final de la tercera etapa de la guerra se dio en Miraflores el día15 de enero, iniciado con el sorpresivo ataque chileno. La batalla, como las anteriores tuvo dos fases, en la primera, el ataque fue rechazado y surgió la posibilidad del triunfo, pero la falta de acertado comando e inmovilización de las reservas fueron decisivos para que a último minuto, la victoria quedara con el invasor. Al respecto, se presentan los siguientes comentarios extraídos de la obra de Paz Soldán: (142).

 

"Piérola, hemos dicho, antes, no dio mas que una sola orden durante toda la batalla, a lo menos que se sepa, y esta orden única, consistió en mandar a los once batallones de la reserva y a las fuerzas de línea del ala izquierda, que no habían tomado parte alguna en la batalla, que se dispersasen y volviese cada uno a sus respectivas casas.

Y es de advertir que esta orden fue dada precisamente entre las 5 y1/4, cuando los batallones de las trincheras, que habían quedado solos, oponían todavía la más tenaz resistencia al enemigo, y cuando éste, desesperado de tomar las trincheras, cuyo incesante fuego lo había rechazado dos veces, bastaba que hubiesen visto aparecer el más ligero refuerzo de tropas de refresco a los peruanos, para abandonar el campo y retroceder; a esto lo hubiera impulsado también lo avanzado de la hora, y el temor que le noche los sorprendiera combatiendo sobre un terreno que no conocía y que se suponía todo lleno de minas.

El dictador por el contrario, al cual su propia impericia y su propio atolondramiento hicieron creer que todo estaba perdido ya, una vez dada a las fuerzas del ala izquierda la orden de dejar las armas y retirarse a sus casas, abandonó el campo de batalla con un reducido número de secuaces; y sin ni siquiera entrar en Lima, tomó el camino de las montañas del interior de la república.

La conducta de Piérola en aquel momento, sería inexplicable, sin admitir en él una gran perturbación mental, a menos que no se le considerara, como a juzgar por los precedentes nos parecería más exacto, tan desprovisto de toda capacidad, hasta colocarlo por debajo de las más vulgares inteligencias. Aun admitiendo que el dictador juzgase irremisiblemente perdida la batalla ¿por qué ordenaba la dispersión y disolución de los batallones del ala izquierda? ¿Por qué se privaba voluntariamente de aquellas fuerzas de 6 a 7.000 hombres bien armados, que unidos a los 1.500 ço 2.000 del Callao, y a todos los dispersos, que era fácil recoger de Lima, podían todavía presenta runa última resistencia al enemigo, para obligarlo, sino a otra cosa, a una capitulación? ¿Por qué no los conducía consigo a aquellas montañas entre las cuales se fue casi solo, para salvar por lo menos sus armas?

Se aprecia como el dictador dejó a las tropas y a Lima libradas a su suerte, mientras su irresponsabilidad lo conducía hacia las estribaciones andinas. Esa acción de abandono determinó que una batalla donde el coraje de Cáceres y otros jefes y oficiales se multiplicaron al infinito, logrando mantener sus posiciones y vislumbrar la posibilidad de la victoria que hubiera sido decisiva en el curso de la guerra, necesitando tan solo que les llegaran refuerzos, que los había y en la proximidad, sin embargo fueron dispersados, como si una maldición hubiera caído sobre el ejército peruano, que, por mucho que hiciera no lograba el triunfo, y no por la pericia ni capacidad combativa chilena, sino por la nefasta participación de Piérola, quien, con su egoísmo e ignorancia, su petulancia y delirio de grandeza, jamás pensó en el Perú como país, en el Perú con sus poblaciones y paisajes, con un territorio sonriente o doliente, según el estado de ánimo de sus habitantes, en sus culturas, tradiciones y quehacer cotidiano, en todo aquello que permite el fluir de la nación hacia el futuro, con la esperanza de encontrar las pequeñas satisfacciones que enriquecen la vida y llenan el día. ¡No! a Piérola sólo le interesó el Perú como escenario de su megalomanía. Se sintió un predestinado y que el país era su propiedad sobre el cual podía disponer a su antojo y, al así proceder, nos llevó a la ruina, la vergüenza de la derrota y la humillación de la ocupación, sin interesarle que conllevaban incendios, destrucción, crímenes, violaciones y robos, que el Perú se desangraba y el enemigo lo desintegraba. Pero él nada de eso vio ni le importó. En su huida sólo buscó un nuevo proscenio para continuar en su teatral comportamiento y lograr aplausos, lisonjas, sobre todo adulaciones y le quemaran incienso, que le dijeran: el único, el superior, el sublime. A lo mejor en esos momentos se sintió hermanado con el Supremo Hacedor y desde las nubes en que se envolvió, no contempló ni le interesó mirar el dolor y tragedia en que había sumido a la patria.

Como resultado de las incalificables disposiciones de desbandar al ejército, quienes combatían fueron dejados solos, resistiendo con sus vidas mientras hubo municiones y al terminarse éstas, quedaron a merced del enemigo.

Al respecto, Cáceres, escribió en sus "Memorias": (143)

"Habíase luchado ya, cosa de una hora, y con manifiesta ventaja de nuestra parte. Luego sobrevino una pausa o como hoy se dice, se "estabilizó el combate".

Estimando entonces que el enemigo había experimentado serio quebranto, ante la firmeza de nuestra resistencia y denotaba cierta vacilación, determiné aprovechar esta coyuntura y ordené el repliegue de nuestros batallones, para disponer un contraataque de conjunto, reforzando mí derecha, frente de la cual hallábase una de las brigadas de la tercera división. Por su lado el adversario una vez ordenadas sus unidades y fuertemente reforzada, dejo los tapiales que le habían servido de refugio e inicio su cauteloso avance. Fue este el preciso momento en que haciendo un supremo esfuerzo salí de la línea y lancé mis tropas contra el contendor.

Nuestro contraataque fue tan rápido y vigoroso que paralizó al enemigo obligándole a replegarse. La lucha tornóse dura y encarnizada, señalándose en ella especialmente los batallones Jauja, Guarnición de Marina y Concepción. Los chilenos cejaban fuertemente presionados en su frente y en sus flancos, los que eran ya desbordados, particularmente el derecho de la brigada de Barceló, que carecía de contacto táctico con las otras tropas de su división. Sólo requeríamos refuerzos para empuñar resueltamente el éxito. Esperaba con vehemencia que los sectores de la izquierda apoyasen nuestro avance, embistiendo contra el enemigo en pleno retroceso. Y lo esperaba fundamentalmente, pues no existía seria amenaza proveniente del valle de Ate. El foco de la refriega hallábase en el ala derecha.

Pero no recibimos ningún refuerzo, ni siendo apoyados por las tropas de la izquierda, nos sentimos a poco extenuados e incapacitados para continuar el ataque con el ímpetu y pertinacia que exigía el estado de la lucha. Solo la derecha de Suárez, un batallón de la división Canevaro, había acompañado nuestra acometida.

Consecuentemente decrecía la impulsión del contraataque y no quedaba otro recurso que interrumpir el seguimiento del enemigo por el fuego. Y luego asaz amargo, hube de tomar la resolución de suspender el combate y ordenar el repliegue general, el cual fue ejecutado sin que el enemigo intentara perturbarlo.

Entre tanto, los chilenos recibían copiosos refuerzos y reagrupaban sus tropas para retomar la ofensiva y atacar nuestra débil línea de defensa con incontrastable superioridad de fuerzas".

En esa batalla perecieron los humildes campesinos traídos de los Andes junto con lo mejor de la ciudadanía que vivía en Lima proveniente de los diferentes estratos sociales y actividades. Se derramó sangre con gallardía y en la muerte todos quedaron inmolados como héroes, aunque los más con la simple calificación de soldados desconocidos, después sobre los sobrevivientes se desató la barbarie. Al respecto, es preferible que sea un chileno quien narre lo que sucedió, es el historiador Benjamín Vicuña Mackenna: (144)

"Quedaba solo por consumar la persecución y la matanza, y esta fue tan rápida como espantosa. Era casi imposible contener a los soldados chilenos, y el cansancio, mas que las órdenes desobedecidas de los jefes, contuvo a muchos casi en los suburbios de Lima". Fue horrorosa la carnicería que hicieron los chilenos durante la persecución, dice uno de los suyos. "Las cercanías de los fuertes, las tapias que lo respaldaban, los potreros y huertos, los caminos y los callejones, todo quedaba sembrado con los cadáveres de los fugitivos. Por los callejones que hacia el lado de Tebes, se dirigen a Lima, y por el camino de ese nombre, había a trechos verdaderas natas de cuerpos humanos. Gran parte de ellos eran de pobres serranos, calzados con ojotas, pertenecientes a los batallones recién llegados a Lima de distintos puntos del interior. Aquel rosario de cadáveres llegaba más allá de la hacienda de San Borja, hasta tres o cuatro cuadras de Lima, por el lado de Barbones. Entre ellos había muchos cuerpos de los caballos en que habían montado algunos jefes y oficiales para escapar con más ligereza de las certeras balas, pero que de ese modo lograron sólo llamar la atención de sus perseguidores. Fue aquella una verdadera cacería, una corrida de huanacos humanos.

Las minas y las voces de traición generalizadas en toda la línea habían desbordado a todos los límites del encono, y hubo oficial chileno que había perdido en las campañas dos hermanos, y que encontrando refugiados en una casa del camino hacia Lima, hasta treinta peruanos, los hizo fusilar, sin compasión, en los sótanos en que se habían metido.

Por lo demás la ciudad de Lima estaba completamente desarmada. En ausencia de Piérola, gobernaba un ministro de culto, o más propiamente, un ministro universal, don Pedro José Calderón, hombre sibarita e insolente, pero incapaz de levantarse en las horas de grave conflicto, a la altura del deber, menos a la del sacrificio.

Todo lo contrario; y por castigar un desmán de la guardia, compuesta de 4.000 extranjeros, y una de cuyas patrullas le había llevado, descompuesto y disfrazado, a un depósito de policía, en una de aquellas noches de solemne expectativa, en compañía de un alemán cómplice y usufructuario de sus orgías, la disolvió por un úkase, en los momentos en que la ciudad entera confiaba en aquel cuerpo protector su custodia. El ministro de la guerra Villar, había cooperado a aquella medida insensata y criminal, enojado porque, conforme a lo ordenado en un banco reciente de policía doméstica, un destacamento le obligara a cerrar su puerta de la calle a las diez de la noche. "Que hombres para semejante situación".

Las dos batallas en defensa de la capital se habían perdido. En la primera, el general Miguel Iglesias fue la figura de la jornada con su tenaz defensa del Morro Solar, donde resistió hasta el límite de su capacidad, recursos humanos y municiones, y pese a la asistencia que Recavarren le brindara con su batallón, fueron superados por el número de atacantes, cayendo prisionero el general.

En Miraflores el héroe de la jornada fue Andrés Avelino Cáceres, quiena cargo de un sector de la defensa, se multiplicó en sus esfuerzos, conteniendo uno tras otro los ataques enemigos mientras sus fuerzas se reducían por la creciente cantidad de muertos y heridos que sufría. Y sus esfuerzos que pudieron tener diferente final, no fueron alcanzados por carencia de refuerzos, que, a escasos kilómetros esperaban las órdenes de avanzar y que nunca llegaron. Era demasiado pedir a Cáceres lo imposible, pero estuvo a punto de lograrlo con su espíritu combativo, conocimientos y experiencias militares y, especialmente, su indomable patriotismo que lo impulsó a continuar luchando en defensa de la patria, en busca de un solo objetivo, que los adversarios desaparecieran del suelo nacional, que éste no fuera hollado por ningún enemigo, por eso, en medio de la derrota producida al final del día, se retiró del campo de batalla con una sola idea: proseguir la guerra contra el invasor en el lugar que fuere, pero continuar resistiendo. Sabría agenciarse recursos y el futuro lo encontraría defendiendo el honor nacional. Recogió el mensaje de Grau y Bolognesi. Sabiendo que sus sacrificios no fueron en vano, no podían serlo, ya que eso hubiera implicado la desaparición del país como organismo de características propias: una bandera y escudo y también fronteras sagradas que seguiría defendiendo. Los demás podían huir o incumplir su deber. El no, seguiría en la lucha.

Los chilenos, siguiendo sus consignas y órdenes gubernamentales; en el pueblo de Miraflores, recién capturado, dieron rienda suelta a su venalidad criminal y espíritu de rapiña, frente a la alegre mirada de jefes y oficiales, incluido el ministro de guerra Sotomayor, sabiendo que, sin participar directamente, recibirían su parte del botín, para eso hicieron la guerra y la razón de capturar la capital donde suponían se encontraba el gran tesoro y, en espera de ese momento, prepararon sus bombas incendiarias y reconfortaron sus instintos depredadores y asesinos pensando en la orgía de sangre y fuego que desatarían sobre el infeliz Miraflores.

Ver Anexo No. 45.