Las borracheras de Alfredo Bryce Echenique y sus clases de Castellano y Literatura en el Colegio San Andrés

Escribe: César Vásquez Bazán

Durante unos pocos meses de 1964, Alfredo Bryce Echenique fue mi profesor en el Colegio San Andrés de Lima, cuando cursaba el primer grado de educación secundaria.

El primer día de clases de ese caluroso abril, hace cuarentaisiete años, se presentó en nuestro histórico salón de la avenida Petit Thouars un joven profesor de apellido extraño que informó nos enseñaría Castellano y Literatura. Inició de inmediato el dictado del curso y a los pocos días yo tenía una especie de perfil pedagógico del “señor Bryce”.

 

Lo primero que me llamó la atención fue que iniciaba sus clases con una reflexión personal sobre algún tema del momento, personal, o vinculado a la literatura, lo que resultaba interesante, particularmente después del almuerzo, cuando la somnolencia se abatía inmisericorde sobre los educandos. El problema era que algunas veces las meditaciones públicas del “señor Bryce” se extendían demasiado y rebasaban los cuarentaicinco minutos que debería durar las clases de la materia que tenía asignada.

También recuerdo que por alguna razón desconocida, en diversas ocasiones Alfredo Bryce llegó con retraso a nuestros encuentros con el Castellano y la Literatura, lo que por cierto no era visto con buenos ojos por la dirección del Colegio. ¿Qué habría pasado? ¿Vendría acaso Bryce de su mansión o de la Casona de San Marcos donde estudiaba Letras? ¿Sería un problema con el Servicio Municipal de Transportes de la época o una descoordinación con los recordados “colectivos”, esos sedanes que circulaban por la avenida Arequipa y que no lo habrían recogido por estar ya llenos con sus cinco pasajeros? Todas estas preguntas fueron verdaderos misterios, ubicados más allá de nuestro entendimiento adolescente, aunque nos figurábamos que ellos eran parte del privilegio de ser ahora estudiantes de “secundaria”.

En la memoria de un joven de doce años también quedó grabada la tan peculiar manera de conversar que tenía el “señor Bryce”. En algunas oportunidades, al escucharlo en clase, notamos ciertas coincidencias guturales de su dicción con la forma de hablar que tienen los mortales cuando han tomado uno o varios tragos. Sin embargo, era tan extraño para nosotros pensar en esa posibilidad que preferimos entender que se trataba, simplemente, de su manera de hablar.

A la anterior evocación está vinculada la anécdota que voy a referir. Como siempre, había llegado retrasado Bryce a una de sus clases de Castellano, y hablaba con esa entonación tan peculiarmente aguardientosa que lo caracteriza. Viene a mi mente aquella tarde a la perfección. Expuso Bryce que para él los “pasos” y exámenes −y las resultantes calificaciones− no tenían mayor validez. Él no creía ni en pruebas escritas, ni en pruebas orales, ni en notas. Como sustento de su afirmación, nos presentó su propio caso. Dijo Bryce: “Miren muchachos. En San Marcos no hay nadie que sepa de Literatura más que yo. Sin embargo, si la noche anterior me pego una bomba –como siempre sucede−  el día del examen no me acuerdo de nada y me jalan. Pero eso es injusto. Porque yo sé que sé de literatura”.

Tales las inspiradas palabras de Alfredo Bryce, una tarde de abril o mayo de 1964, en una clase de Castellano y Literatura del primer año de secundaria en el Anglo-Peruano.

Días después de los hechos relatados, el “señor Bryce” desapareció de nuestras vidas. Súbitamente terminó su breve estancia en el San Andrés,iniciada el año 1963. Nunca supimos qué paso con él, ni tampoco que había partido a Europa a cumplir con sus aspiraciones literarias. Sin embargo, el ejemplo de Bryce quedó conmigo y varias veces lo he usado en las clases de la universidad para recordar a los estudiantes que el contexto vivencial influye sobre el desempeño académico, como las “bombas” de Bryce Echenique lo hacían con sus calificaciones en San Marcos.