Una difícil vecindad, II Edición 1997; Cap. VII

por Alfonso Benavides Correa; Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

torre tagle peru chileAnunciando que traía a Lima “muy bien estudiadas las respuestas” que le dio el presidente, general Augusto Pinochet a todos los puntos que se discutieron en Arica, puntos entre los que se contempló el traslado de tropas chilenas del norte al sur (sin riesgo para Chuquicamata) y de tropas peruanas del sur al norte (con riesgo para Toquepala), el 27 de noviembre de 1985 arribó a Lima el canciller de Chile Jaime del Valle a fin de continuar su ronda de conversaciones con el ministro Allan Wagner Tizón.

 

Dos cosas ocurrieron entonces el 30 de noviembre de 1985: Una, la publicación de un Comunicado Conjunto, de once puntos, con la firma de los cancilleres Wagner y del Valle. Otra, con relación a los despachos cablegráficos aparecidos el día anterior en los diarios de la capital sobre la posibilidad de que efectivos militares del Perú asentados en Tacna fueran retirados hacia Arequipa, el Comunicado que emitió el Ministerio de Relaciones Exteriores haciendo de conocimiento de la opinión pública no solamente “que tal información debe constituir una inexactitud periodística por cuanto la propuesta formulada por el gobierno del Perú consiste en la concertación de un acuerdo regional para la limitación de gastos en adquisiciones de armamentos” sino expresando que “el redespliegue de efectivos militares puede constituir, en los casos donde fuere posible y apropiado, un procedimiento positivo para la distensión, dentro de un marco amplio de medidas que signifiquen un redimensionamiento de los sistemas de defensa en base a nuevas concepciones de seguridad resultantes del fomento de la confianza mutua”. Y que, con tal fin, “se ha convenido que, por invitación del Perú, los Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas peruanas y los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas chilenas, se reunirán en Lima durante el mes de mayo próximo, oportunidad en la que se examinarán las modalidades, mecanismos y procedimientos para alcanzar ese propósito compartido”. 
 
En cuanto al Comunicado Conjunto éste fue aparentemente satisfactorio en relación, en primer término, a la construcción del Monumento Simbólico de Paz que se levantará en el Morro de Arica (punto 9) en reemplazo del Museo que exalta la guerra y en el cual, como lo denunció en 1979 la Sociedad Peruana de Historia, se hallaba entre otras muestras que lesionaban la dignidad y sentimientos de los peruanos, la representación de un soldado con el lema “chileno, mira siempre al Norte”; al malecón de atraque respecto al cual los ministros resolvieron que “la operación autónoma de dicho malecón estará a cargo de las autoridades peruanas competentes” (punto 2); “al edificio destinado a la Agencia Aduanera que se encuentra construido sobre el malecón” respecto al cual “el gobierno de Chile efectuará las ampliaciones que se han convenido para atender al más eficiente servicio” (punto 3); “la ubicación en que construirá la nueva estación terminal del ferrocarril de Arica a Tacna” la misma que “estará alineada con el eje longitudinal del malecón de atraque de manera de que ambos establecimientos y zonas configuren, para los fines de su operación y explotación, un sistema integrado de servicios” (punto 4); y, finalmente, que “dichos establecimientos y zonas forman parte de un sistema integrado de servicios que las autoridades peruanas competentes operarán con la independencia que establece el Tratado de Lima de 1929” (punto 5). 
 
No fue ciertamente satisfactorio el Comunicado en cuanto, por una parte, abriendo sibilinamente el camino del despojo al Perú de El Chinchorro, el gobierno de Chile únicamente “garantizará la intangibilidad de las propiedades peruanas en Arica denominadas Casas Bolognesi y Yanulaque (punto 9) y, de otro lado, la operación supuestamente autónoma del malecón de atraque a cargo de las autoridades peruanas será “sin perjuicio de la Administración General que sobre el puerto de Arica corresponde a la autoridad chilena” (punto 2) y en cuanto a que las autoridades peruanas competentes, que operarán con la independencia que establece el Tratado de Lima de 1929 los establecimientos y zonas que forman parte de un sistema integrado de servicios, “gozarán de un régimen migratorio y tributario especial” (punto 7) porque, removiendo los actuales escollos jurídicos que según el Tratado de 1929 le impiden a Chile cederle a Bolivia un Corredor junto a la línea de La Concordia, por los grandes peligros ya señalados que tal Corredor entrañaría al Perú y por los cuales éste negó siempre su aquiescencia, “sin perjuicio de lo anterior, Chile mantendrá, de conformidad con el Tratado de 1929, su soberanía y jurisdicción sobre dichas zonas y establecimientos” (punto 6). 
 
No fue todo. El Comunicado Conjunto ocultó que ese mismo día 29 de noviembre de 1985 los señores ministros de Relaciones Exteriores de Chile, don Jaime del Valle Alliende y del Perú, don Allan Wagner Tizón habían suscrito un Acta mediante el cual, en pretendida ejecución de las Cláusulas contenidas en los Artículos Quinto y Undécimo del Tratado de Lima del 3 de junio de 1929 y Segundo de su Protocolo Complementario, habían desempolvado y repuesto, maquillado, el repudiado Protocolo de Liquidación de Obligaciones de 17 de marzo de 1934 que, como ya lo tengo expresado, mereció el rechazo tanto de la Comisión Consultiva de RR. EE., como del Congreso Constituyente de la República, entonces reunido. 
 
Instalándose analógicamente en la posición doctrinal conforme a la cual, en el Derecho Privado, surgen los llamados “Contratos Preparatorios”, “Contratos de Opción” o “Promesas de Contratos”, cuando por un obstáculo de hecho o de derecho no es posible o conveniente celebrar de inmediato un contrato que, sin embargo, las partes que resultarían contratantes desean asegurarse que efectivamente se va a celebrar, el 29 de noviembre de 1985 los ministros de Relaciones Exteriores de Chile y Perú, don Jaime del Valle Alliende y don Allan Wagner Tizón, suscribieron un Acta que, en el Acápite I de su Parte I, apartándose notoriamente y trasgrediendo el Artículo Quinto del Tratado de Lima de 3 de junio de 1929 y el Artículo Segundo de su Protocolo Complementario, en los que respectivamente se estipuló que el malecón de atraque, el edificio para la Agencia Aduanera Peruana y la Estación Terminal para el Ferrocarril a Tacna son “establecimientos y zonas donde el comercio de tránsito del Perú gozará de la independencia propia del más amplio puerto libre” y que “las facilidades de puerto que el Tratado en su Artículo Quinto acuerda al Perú consistirán en el más absoluto libre tránsito de personas, mercaderías y armamentos al territorio peruano y desde éste a través del territorio chileno”, aparece redactada así: 
 
“Las partes convendrán, a través de un Acuerdo de Ejecución del Tratado de 1929, un régimen jurídico para regular el ejercicio pleno y eficaz de los derechos que acuerdan al Perú los Artículos Quinto del Tratado y Segundo de su Protocolo Complementario, en los establecimientos y zonas a los que ambas disposiciones se refieren, sin perjuicio de la soberanía chilena, en especial en lo concerniente a la aplicación de su ordenamiento jurídico, la jurisdicción y competencia de sus tribunales y el mantenimiento del orden público”. 
 
Transgreden igualmente el Tratado de 1929 y su Protocolo Complementario los numerales 2, 3 y 4 de la Parte I del Acta del 29 de noviembre de 1985 cuyos textos son los siguientes:

“Las Partes entienden que corresponden al Perú la operación y explotación autónoma de los mencionados establecimientos y zonas y que los mismos —en cuanto conforman un sistema integrado de servicios— deben ser administrados por un funcionario del Estado peruano, facultado para coordinar su operación con las autoridades chilenas, en un marco de cooperación que asegure el beneficio mutuo avizorado en el Tratado de 1929”.
“Las Partes entienden asimismo, que el Malecón de Atraque para el servicio del Perú integra jurídica y funcionalmente el complejo portuario de Arica y, por ende, está sujeto a la autoridad chilena en todo lo que guarda relación con las competencias de la Dirección General del Territorio Marítimo y Marina Mercante de Chile (Gobernación Marítima y Capitanía del Puerto de Arica) y a la propia autoridad portuaria de Arica”.

“De igual modo, las Partes entienden que las funciones de mantenimiento del orden público en los establecimientos y zonas para el servicio del Perú, que corresponden al Estado de Chile, serán ejercidos de manera compatible con los fines del Tratado y en un espíritu de franca cooperación bilateral”.
 
Sobre la base de la precedente capitulación –que trae a la memoria el parágrafo segundo del Artículo Once del Protocolo de 17 de marzo de 1934 Polo-Rivas Vicuña en que se decía que “con la ejecución de este compromiso se declaran totalmente cumplidas, por parte de Chile, las obligaciones referentes a obras en el puerto de Arica, contraídas en el Artículo Segundo del Protocolo Complementario de la misma fecha- “el Acta del 29 de noviembre de 1985 infringe asimismo el Artículo Sétimo del Tratado de 1929 al concertar, en el numeral 5 de su Parte II, que “el gobierno de Chile reconoce que las propiedades que el Perú posee en Arica, denominadas Casa de Bolognesi y Casa de Yanulaque están protegidas por las disposiciones del Artículo Sétimo del Tratado de Lima y, por lo tanto, son intangibles” al tiempo de negarle tal intangibilidad y tal protección al predio conocido con el nombre de El Chinchorro que, al igual que en el Artículo III del Protocolo de Liquidación de Obligaciones de 17 de marzo de 1934 Polo-Rivas Vicuña, el gobierno del Perú venderá al de Chile porque “actualmente dificulta el desarrollo de la ciudad de Arica”.

Si por parte de Chile constituye ciertamente un éxito que el gobierno del Perú se desprenda en el corazón de Arica de un predio estratégico rectangular de 300 mts. por 450 mts. en los linderos del Ferrocarril de Arica a La Paz, entre el km. 3,420 y el km. 3,720 con un área de 135,000 mts2, unida al mar por una ruta de acceso de 700 mts. de largo por 15 mts. de ancho o sea un área adicional de 10,500 mts2; ciertamente constituye también un desacierto que el ministro de Relaciones Exteriores del Perú no se percate de que “el Artículo Sétimo del Tratado de Lima del 3 de junio de 1929 le brinda amparo total tanto a El Chinchorro propiamente dicho como a su franja de salida al mar (El Chinchorro Bajo o Tierras Blancas) desde que el ministro plenipotenciario del Perú en Francia don Mariano H. Cornejo lo adquirió de la sociedad inglesa Corocoro United Copper Mines Limited mediante contrato de compra-venta celebrado por Escritura Pública de 19 de febrero de 1926 ante Notario de París” y, ese mismo año, con intervención del Notario de Arica César Jiménez Fuenzalida, lo inscribió con el número 22 a fojas 10 vuelta en el Registro de la Propiedad de 1935 en el Rol de Avalúos según dio fe el Notario Conservador Carlos Soffía Stuardo. 

Rechazando por impertinentes las pretensiones del ministerio de Vivienda de Chile y de la Junta de Adelanto de Arica sobre El Chinchorro, del que se hallan invadidos algo más de 18,000 mts.2; el gobierno del Perú no se puede olvidar que, desde El Chinchorro hasta el pie del Morro, fue que se encontraron, escalonados, los seis Fuertes Peruanos de la plaza encargados de la defensa de Arica en junio de 1880: el San José, el Santa Rosa y el Dos de Mayo, a cargo del Teniente Coronel Juan P. Ayllón; fuertes estos a los que, formando un ángulo recto, dentro del cual quedaba Arica, seguían el Fuerte del Morro, mandado por el ex comandante de la Independencia Guillermo Moore; el Fuerte Ciudadela, mandado por el Coronel Justo Arias Aragüez, Fuerte Ciudadela que, cerrando el triángulo defensivo, se unía al Fuerte San José en el extremo norte de la plaza por medio de una línea zigzagueante de fosos y sólidos parapetos, en adición al sistema de minas por medio de baterías eléctricas con que fue envuelta la ciudad para salvarla y que lamentablemente falló cuando, al caer prisionero el ingeniero Teodoro Elmore con los croquis de los campos minados antes del asalto por los chilenos, les permitieron a éstos desactivarlas hasta el río Azapa en que termina la Pampa del Chinchorro que, iniciado el combate, también ardió cuando los fusiles del Lautaro comenzaron su mortal chisporroteo y se inició la carga chilena sobre el Morro precedida del grito ¡A degüello!, ¡A degüello!, que sólo cesó cuando todo quedó destilando sangre, según puede leerse en las páginas de la Guerra con Chile contra el Perú y Bolivia, de Mariano Felipe Paz Soldán; del Adiós al Séptimo de Línea, de Jorge Inostroza y de La Guerra del Salitre, de Guillermo Thorndike. 
 
Tampoco puede olvidar el gobierno del Perú ni que en la zona de El Chinchorro, próxima al muelle de Arica, los peruanos se reunían en vísperas del Plebiscito, ni que en Arica –de la que en Chile o una loca geografía Benjamín Subercasseaux escribió que “si venimos del Norte nos parece una ciudad desbordante de chilenidad” pero “si venimos del Sur nos sabe a tierra extranjera”. El Chinchorro, donde moran lo que Gugliemo Ferrero llamó “los genios invisibles de la ciudad” en su libro El Poder, podría convertirse en la sede del Consulado del Perú, en foco de irradiación cultural en el que podría haber un Museo de Arte e Historia en el que deberían ocupar lugar destacado reproducciones de las Cuevas y Pinturas de Toquepala que configuran los patrones del Paleolítico Superior, las momias preincaicas de la llamada Cultura Chinchorro encontradas en la parte baja del Morro que, mediante pruebas de radio carbono, se ha establecido que datan del año 5,830 a. C. y, por tanto, que aventajan en más de 2,600 años a las momias egipcias poniendo de relieve ante el mundo el hecho de que, como lo demostraron admirablemente José de la Riva Agüero y Luis E. Valcárcel, el área geográfica del Perú, que se identifica con su área cultural antigua, no se limita al cuadro territorial de la presente república sino que, cuando menos, comprende todo el Alto Perú o Bolivia, idéntico al Perú Bajo en clima y orografía, y aún se extiende a regiones aledañas como a la Sierra del Ecuador, hasta Pasto y las nacientes del Cauca, a la porción andina del Noroeste argentino y a la mayor parte de Chile, hasta más allá del Maule. 
 
Una obra así serviría para disipar los temores del diario El Mercurio de Santiago que, refiriéndose al cumplimiento por Chile de las obligaciones pendientes que tiene conforme al Tratado de 1929, el 1 de diciembre de 1986 sostenía que “hay quienes piensan que estas obras no traerán prosperidad a Arica sino que sólo serán útiles al Perú” y que “se teme que de la actividad comercial peruana resulte un cercenamiento de los intereses económicos chilenos y aún de su soberanía…”. 
 
Algo que no se atrevieron a poner los firmantes del Protocolo de Liquidación de Obligaciones del 17 de marzo de 1934, sí lo pusieron los firmantes del Acta del 29 de noviembre de 1985 con la Promesa de Acuerdo de ejecución que, como era de preverse, el 23 de febrero de 1986, en extensa conferencia de prensa ofreció en su Palacio de Gobierno, provocó la declaración del presidente Víctor Paz Estenssoro de que con un “enfoque fresco, Bolivia buscará un camino de entendimiento con Chile para resolver su mediterraneidad mediante la creación de una salida y creciente relación de intereses económicos en adición al apoyo de la comunidad hemisférica; y, en el curso de la misma semana, la designación de Jorge Siles Salinas, casado con una hermana del canciller de Chile Jaime del Valle y hermano del ex presidente de Bolivia Luis Adolfo Siles Salinas y Hernán Siles Suazo, como nuevo Cónsul General de Bolivia en Santiago, después de que Bolivia rompió relaciones con Chile en 1978 al naufragar las negociaciones para la obtención por Bolivia de una franja territorial de acceso al Pacífico, junto a la línea de La Concordia entre Chile y el Perú, por la exigencia chilena de una recompensa territorial. 
 
Me refiero al Punto III que, sobre Revisión de Textos de Historia, como si investigar la verdad y decirla tal como se la piensa pudiera ser criminal, dice así: 
 
“Los ministros estuvieron de acuerdo en poner en práctica, en el más corto plazo posible, un procedimiento que permita en sus respectivos países efectuar una revisión de los textos de historia, a nivel de la enseñanza primaria y secundaria, con miras a darles un sentido de paz e integración”. 
 
Para recusar tan aberrante Acuerdo bastaría meditar sobre la lección que dio José de la Riva Agüero cuando afirmó con rotundidad que “la historia, ministerio grave y civil, examen de conciencia de las épocas y los pueblos, es escuela de seriedad y buen juicio pero también, y esencialmente, estímulo del deber y el heroísmo, ennoblecedora del alma, fuente y raíz del amor patrio”, atendiendo a que el patriotismo se alimenta y vive de la Historia, a que la palabra patria viene de padres y, por ello mismo, que “sobre el altar de la patria y bajo su gallarda llama hecha de ruegos e inmolaciones, de valor y de plegarias, deben existir siempre, como en la ritualidad litúrgica católica, los huesos de los predecesores y las reliquias de los mártires” (La historia en el Perú, Lima 1910). 
 
Desde otro punto de vista cabría tener presente asimismo que las leyes del Perú no prohíben que los peruanos y peruanas de todas las edades, y de todas las condiciones económicas y sociales, lean lo que quieran y saquen sus propias conclusiones reponiendo en el recuerdo a Sebastián Castalion cuando, con esplendidez moral y osadía que llegó a causar asombro, se irguió contra el poder omnímodo del Calvino implacable que quemó a Miguel Servet, no sólo afirmó la frase lapidaria que “no hay ningún mandato divino, aunque se involucre el nombre de Dios, capaz de justificar la muerte de un hombre” sino que, en su célebre Manifiesto de la Tolerancia, escribió en 1551 que “nadie debe ser forzado a una convicción” porque “la convicción es libre” y que “investigar la verdad y decirla tal como se la piensa no puede ser nunca criminal”; filosofando con Huizinga cuando, haciendo reposar su concepto en el poder de la tradición que se hace presente como voces de muertos que asustan a los intrusos y salvan la integridad de los dominios nacionales, aseveró que “historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuenta con su pasado”, con Rande formulándose preguntas sobre el valor moral de la historia como aliada y consejera de la política o con Spengler cuando vinculaba la política exterior a un día de éxitos verdaderos y, reclamando “estar en forma para todo acontecimiento imaginable”, pronosticaba en Años Decisivos que “serán los ejércitos y no los partidos la forma futura del poder” porque éstos “no saben encontrar el camino que conduce desde el pensamiento partidista al pensamiento estadista” y aseguraba que “una nación sin caudillo y sin armas, empobrecida y desgarrada, no tiene siquiera asegurada la mera existencia”; o con los estudios de Toynbee sobre las virtudes de la adversidad, la incitación del contorno, la pérdida de dominio sobre éste, el enmohecimiento de las armas y la eficiencia progresiva de éstas a las que sobreviene la ruina porque su agresividad las agota y se hacen intolerables a sus vecinos, el cisma en el cuerpo social y el cisma en el alma, el ritmo de la desintegración y la pérdida de la autodeterminación, las civilizaciones colapsadas por escépticas en su destino y mohosas en sus instrumentos. 
 
En este filosofar así, meditando la lección de Américo Castro cuando elocuentemente enseñaba que “hay que esforzarse por ver, en unidad de estructura, de dónde arranca y hacia dónde va el vivir”; reparando que en nuestra patria la historia sirve para pintarnos el proceso doloroso por medio del cual se desvió el paso cívico y los dirigentes encargados de iluminar caminos le marcaron rumbos oscuros a la colectividad, me asalta una grave interrogante: ¿Qué razón movió al canciller Wagner a no reconocer la enseñanza de Gustavo Gutiérrez cuando en la Fuerza Histórica de los Pobres, al estudiar la historia de cautividad y liberación de los “cristos azotados de las Indias”, pregona la necesidad de “evitar la amnesia histórica”? 
 
¿Me pregunto si será acaso más provechoso para el Perú sucumbir ante la amnesia histórica —la amnesia que Andrés Avelino Aramburú, el periodista de la defensa nacional como lo llama Raúl Porras, combatía apasionadamente enrostrando a la ciudadanía que hubiera usado las aguas del Leteo que borran los recuerdos de la memoria— que meditar con Jorge Basadre cuando en el prólogo a La chilenización de Tacna y Arica de Raúl Palacios Rodríguez, interrogaba si el Perú podría darse el lujo de esquematizar o dar las espaldas a su larga historia cuando a su alrededor no hay nadie que pisotee la propia y si el Perú podía ignorar que muy cerca era y es muy fácil detectar afanes revanchistas e indicios de avideces? 
¿Me pregunto si tal vez resulte dañino para los peruanos borrar toda huella de los versos estremecedores de José Santos Chocano después que sonaron en el empedrado de las calles de Lima las botas del vencedor y manos chilenas arriaron del Palacio de Gobierno la Bandera del Perú?

Recuerdo que a su lado

mi madre me tenía

aquel siniestro día

en que escuché espantado

sonar el destemplado

clarín del vencedor.

—¡Escúchalo!— decía

mi madre…Y lo escuchaba, lo escucho todavía

lo escucharé hasta cuando resuene otro mayor.

Por eso hoy me inspira 

ese recuerdo henchido de la más santa ira,

los nervios de mi madre son cuerdas de mi lira…. 


Me pregunto si será acaso más provechoso para el Perú sucumbir ante la amnesia histórica que reflexionar sin censuras de ninguna clase sobre los siguientes mandatos de Manuel González Prada: “el hombre que siempre emergió” al decir de Luis Alberto Sánchez, a quien también corresponde el haber proclamado con razón que “algunas catástrofes nos han sobrevenido porque no tomamos en cuenta su lucidez”. 

“Chile, como el tirano que mataba a sus mujeres y después saciaba en el cadáver su apetito de fiera con delirio genesíaco, chupó ayer nuestra sangre, trituró nuestros músculos, y quiere hoy celebrar con nosotros un contubernio imposible sobre el polvo de un cementerio. No creamos en la sinceridad de sus palabras ni en la buena fe de sus actos; hoy se abraza contra nosotros, para con la fuerza del abrazo hundir más y más el puñal que nos clavó en las entrañas. Dejemos ya de alucinarnos; en nuestro enemigo el hábito de aborrecernos se ha convertido en instinto de raza. En el pueblo chileno, la guerra contra el Perú se parece a la Guerra Santa entre musulmanes; hasta las piedras de las calles se levantarían para venir a golear, destrozar y desmenuzar nuestro cráneo. Chile, como el Alejandro crapuloso en el festín del Dryden, mataría siete veces a nuestros muertos: más aún: como el Otelo de Shakespeare, se gozaría en matarnos eternamente. Aquí, alrededor de estos sepulcros, debemos reunirnos fielmente no para hablar de confraternidad americana y olvido de las injurias sino para despertar el odio cuando se adormezca en nuestros corazones, para reabrir y enconar la herida cuando el tiempo quiera cicatrizar lo que no debe cicatrizarse nunca. Tenderemos la mano al vencedor, después que una generación más varonil y más aguerrida que la generación presente haya desencadenado sobre el territorio enemigo la tempestad de asolación que Chile hizo pasar sobre nosotros, después que la sangre de sus habitantes haya corrido como nuestra sangre, después que sus campos hayan sido talados como nuestros campos, después que sus poblaciones hayan ardido como nuestras poblaciones. Entretanto, nada de insultos procaces, de provocaciones insensatas ni de empresas aventuradas o prematuras; pero tampoco nada de adulaciones o bajezas, nada de convertirse los diplomáticos en lacayos palaciegos, ni los presidentes de la República en humildes caporales de Chile” (Manuel González Prada, Páginas Libres, Madrid 1915). 

¿Me pregunto, finalmente, si será acaso más provechoso para el Perú dejarse ganar por la amnesia histórica o releer esta prosa sin eufemismos, quemando naves, y calar estos pensamientos robustos y actuales que aparecen en El tonel de Diógenes?: 

“Con Chile no valen razones. Su conducta pasada nos anuncia su conducta venidera que nunca se guiará por un espíritu de justicia, que nunca procederá de buena fe con nosotros: su americanismo no pasa de un gastado recurso oratorio. Tiende la mano al Perú con tal que el Perú le conceda cuanto quiera pedirle. Se sorprende o finge sorprenderse de que algún peruano guarde el recuerdo de las abominaciones cometidas en la Guerra del 79”.
 
De aquellas imborrables abominaciones da cuenta Rubén Vargas Ugarte, S.J., en el tomo X de su Historia General del Perú, editada por Milla Batres en 1984, en Barcelona. 

Relata el padre Vargas los fusilamientos sin piedad en las gradas del templo y los excesos de la soldadesca chilena en Arica —fuera de todas las leyes de la guerra— después de la épica jornada del Morro. Se apoya el erudito autor en la comunicación del agente consular de Estados Unidos en Arica quien le expresaba a su gobierno: “Debo decir que la conducta de los chilenos tanto en Tacna como en Arica es la más desgraciada. En Tacna la mayor parte de las casas han sido robadas y muchas de ellas destruidas. Asesinatos se cometen todos los días. En Arica asesinaron a los indefensos y heridos. La mayor parte de la ciudad ha sido quemada y saqueada”. 

Sobre las expediciones que se llevaron a cabo por la Costa peruana para atemorizar a las poblaciones, escribió el sacerdote jesuita: “... estas expediciones no tuvieron otro objeto que el saquear poblaciones indefensas, destruir cuanto había de algún valor sin otro fin que el hacer daño, imponer cupos a las poblaciones que no ofrecían resistencia alguna y, en resumen, llevar a cabo una guerra vandálica, impropia de naciones civilizadas y de la cual no se hallan ejemplos en la edad moderna. Chile es el país que vino a constituir una excepción y escribió en sus anales una página de latrocinio y de asolamiento que la historia no podría olvidar”. 
 
En el reverso de la fotografía de Patricio Lynch, recapitulando varias páginas, anota que “su nombre fue sinónimo de robo. El encabezó una expedición por la Costa peruana en los transportes Itata y Copiapó. La expedición se entregó al saqueo, a la barbarie y al pillaje en los indefensos puertos de Chimbote (10 de setiembre de 1880), Supe (14, 15 y 18 de set.), Paita y Eten (20 y 24 de set.), Trujillo, Chocope y Lambayeque fueron expoliados con los llamados cupos, lo mismo que Chilca y Camaná, donde terminó la tal expedición que dejó un cuadro de verdadera desolación y horror. Los mismos representantes del Congreso de Santiago de Chile hubieron de elevar enérgicas protestas por tan tenebrosos actos de vandalismo, que no hicieron sino manchar la historia de ese pobre país”. 
 

No omite el padre Vargas Ugarte referirse al desenfrenado saqueo e incendio de Chorrillos el 13 de enero de 1881 hasta ser reducido a escombros como lo certifican las placas fotográficas que tomó Courret de dicho acto de barbarie y corroboran las patéticas acuarelas del teniente de la marina inglesa Rudolf E. March Philips de Lisle, testigo imparcial de sanguinarias y sobrecogedoras matanzas. Recuerda Rubén Vargas Ugarte que “de la destrucción de Chorrillos y de los excesos a que llegó la soldadesca chilena, se hicieron eco los mismos diarios chilenos de la época. Entre otros documentos —dice— puede citarse la Carta Política de Manuel J. Vicuña, testigo presencial de los sucesos”. No fue Vicuña el único. El corresponsal en campaña de El Mercurio de Valparaíso, en carta fechada el 22 de marzo de 1881, se refirió así al día inolvidable y dantesco, en que, como preámbulo al atroz en que el coronel Lagos dejó el pueblo de Barranco y avanzó sobre Miraflores a la que hizo prender fuego por sus cuatro costados al tiempo que la juventud limeña combatía bravamente y moría con honor en los reductos, “la noche se iba cerrando en las calles de Chorrillos, alumbradas por el fulgor de cien incendios, semejaba un fantástico cuadro de escenas del infierno” en que “el siniestro resplandor de los incendios alumbraba sólo repugnantes escenas de orgía y exterminio”.

Volviendo a Patricio Lynch recordemos el ¡Señor, acuérdate de los atenienses! que, según Herodoto se hacía repetir el gran rey persa para recordar, perennemente, la ofensa de los griegos. Por esta misma razón los peruanos tampoco olvidamos a Lynch que, al frente de su desalmada fuerza expedicionaria, recorrió todos los puertos de la Costa peruana con el objeto de arruinar la propiedad privada, apoderarse de las mercaderías y, como lo acredita sir Clements R. Markham en La Guerra entre el Perú y Chile (Ciudad de los Reyes, MCMXXII) en que denuncia la barbarie desenfrenada de las hordas de la conquista (p. 190 y siguientes), destruir las obras públicas como muelles, ferrocarriles y aduanas: “Ordenóse a Lynch que arrasase todo el litoral peruano, desde el Callao a Paita, y aquél cumplió sus instrucciones al pie de la letra, arruinando dondequiera tanto la propiedad pública como la privada. Los daños que causó no sólo en los puertos marítimos de Huacho, Supe, Salaverry, Trujillo, Pacasmayo, Chiclayo, Eten, Lambayeque y Paita, sino en todas las villas, haciendas y plantaciones, fueron incalculables. La obra de destrucción se llevó a cabo sistemática y bárbaramente. La dinamita fue el agente que se empleó para destruir los muelles de hierro y todos los edificios sólidos. Las casas que se incendiaron fueron regadas previamente con petróleo y otras sustancias igualmente inflamables”. Luego de referirse Markham a las enloquecidas atrocidades de Lynch en sus salvajes correrías, no omite el autor recordar que, “después de robar en lo posible a las poblaciones de la Costa peruana, regresó a Arica recibiendo de su gobierno la aprobación cordial de sus hazañas. Así terminó esa expedición de pillaje y de criminal saqueo, perpetua infamia para sus autores y para el gobierno que proyectó y aprobó su ejecución, tan grande que hasta los mejores escritores chilenos la condenan”. 
 
Cabe recordar que no fue el último homenaje al sanguinario marino chileno. Relata Francisco A. encina en su Historia de Chile que el general en jefe del ejército de ocupación, almirante Patricio Lynch, llegó a Valparaíso a bordo del Abtao el 30 de agosto de 1883, después que, el día 8, había sido ascendido a vicealmirante: “Desde el amanecer, escribe Encina, la ciudad de Valparaíso estaba embanderada. Arcos ornados de emblemas y leyendas se alzaban en el trayecto del muelle al Hotel Francia. Apenas se divisó en el horizonte la Abtao, la población entera se arremolinó en la playa. La marina, purgada de camarillas, se sentía ahora orgullosa de tener por jefe a una de las más estupendas figuras surgidas de la guerra”. 
 
Cabe recordar finalmente que, respaldado por las páginas terribles de Víctor Miguel Valle Riestra (¿Cómo fue aquello?) y de Perolari Malmignati (Il Peru e i suoi tremendi giorni), quien no vaciló en calificar a los soldados chilenos de “bestias feroces” que llegaron a infundirle pavor a su propio jefe el general Baquedano en la noche de la toma de Chorrillos, anota el padre Vargas Ugarte en el reverso de la lámina XL: “Vencida toda resistencia en Miraflores el enemigo se dispuso a tomar la ciudad de Lima, lo cual se hizo en la tarde del 17 de enero de 1881. Los batallones chilenos ocuparon la Plaza de Armas en medio de un silencio sepulcral, la ciudad se había rendido y no quedaba sino la ocupación. Es de advertir que gracias a la mediación del almirante francés Bergasse du Petit Thouars, Lima se libró de ser devastada por el enemigo, pues advirtió al general Baquedano que, de no ser respetada la ciudad y sus pobladores, los cañones de su nave romperían los fuegos contra los barcos chilenos. Es de agradecer, también, la mediación del Cuerpo Diplomático residente en Lima”.
 
Agrega a continuación el autor que, “estando los chilenos en posesión de la ciudad, se dieron al saqueo de las principales instituciones culturales de Lima: entre la más afectadas estuvieron la Biblioteca Nacional, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Casa de la Moneda, el Palacio de Gobierno, la Escuela de Artes y Oficios, el Palacio de la Exposición, el Congreso Nacional, la Escuela de Medicina de San Fernando, el Archivo Nacional, etc.” 

Fue en aquella época de ominosa ocupación de la ciudad que el ya mencionado Patricio Lynch, como sucesor del jefe del ejército chileno coronel Pedro Lagos, el que después de las “repugnantes escenas de orgía y exterminio” que auspició en Chorrillos convirtió a la Universidad Nacional de San Marcos en cuarte de sus tropas y pesebrera de su caballada, no sólo llevó adelante la devastación del Perú que exigían el Congreso y la prensa chilenos sino que, como el “el príncipe rojo” según lo llamó el historiador de su país Vicuña Mackenna, estableció en Lima un tribunal militar de “tigres revestidos o disfrazados con el ropaje de jueces” —al decir de Mariano Felipe Paz Soldán— que condenaba a muerte y hacía ejecutar, en las tristemente célebres “esquinas del escarmiento” como la Plazuela de la Salud y la intersección de la calle de la Salud y del jirón Arica (hoy Rufino Torrico), “a inocentes peruanos, sin más delito que haber presenciado, por casualidad, la pelea entre algún chileno que robaba y la víctima que se defendía, o ponía a salvo la honra de su familia”. 
 
No parece suficiente lo anterior. Ante las pretensiones de los cancilleres Wagner y Del Valle de controlar la mente de nuestro pueblo libre y patriota, censurando lo que ha de leer y decidiendo qué libros ha de leer, es preciso reactualizar las siguientes exactas palabras que Alberto Ulloa Sotomayor escribió hace algunos años sobre una infortunada iniciativa brasilera renovada después por Chile (Informes del Asesor Técnico Jurídico, Lima 1941): 
 
“Bajo un noble propósito de cordialidad continental, esa disposición contenía un peligroso espejismo e importaba la renuncia, por parte de países injustamente agraviados o víctimas de la acción agresiva de otros Estados, a constataciones históricas y a la legítima formación en su juventud de un espíritu de justa calificación de la Historia, así como de la voluntad de impedir que ésta se repita por debilidad o por ignorancia. Los términos citados, viniendo a consagrar con el silencio que prepara el olvido, no sólo la realidad material sino la confirmación espiritual de grandes injusticias pretéritas, representarían, en casos determinados, el indulto de delitos históricos que las generaciones deben conocer para que su conciencia vigilante impida su repetición o procure su rectificación, según las situaciones y las oportunidades por venir, dentro de los campos legítimos de la acción diplomática y jurídica. Este espíritu no estorba sino facilita una tendencia pacífica y de profunda solidaridad humana en las nuevas generaciones porque no representa un sentimiento de revancha sino de adhesión al Derecho, cuyo respeto es condición necesaria para la armónica convivencia internacional. El silencio y el olvido que imponen la aceptación de las soluciones de fuerza y de los procedimientos antijurídicos en la vida de relación de los Estados, actúan como incitadores para su repetición. Convienen a la política de Estados Imperialistas, expansivos o conquistadores, pero no a la política de los Estados que han sido o pueden ser víctimas de los primeros”. 
 
El mismo Ulloa también fue quien, ante remanentes intereses que aceptan la mutilación y persisten en alistarse contra la Nación negociando o declinando su soberanía sea porque no nacieron dentro de los muros del Perú ni fueron criados dentro de esos benditos muros en salas que resuenan con las bendiciones de heroicos antepasados o sea porque con estirpe extranjera no pudieron saber realmente lo que es nacer peruano y no fueron sino peruanos por cortesía, proclama que “mientras no desaparezcan totalmente las generaciones que hicieron la guerra o las que recibieron de éstas la tradición oral de sus horrores y la tradición escrita de cómo se preparó la agresión y de cómo se quiso prolongarla en Tacna y Arica, hasta cerca de 50 años después de haber cesado las hostilidades militares, la amistad con Chile tendrá que desenvolverse en un campo de dignidad y de vecindad sin intimidad dentro del cual quepan la coordinación de los intereses recíprocos y el recuerdo de agravios sufridos por el Perú como Nación que las víctimas del injusto sacrificio han nimbado de heroísmo” e incorporando al alma nacional en un sentimiento que, por encima de tímidos y nocivos eufemismos, Víctor Raúl Haya de la Torre definió así en la entrevista que le concedió el 2 de octubre de 1977 a la Revista Resumen, de Caracas: “Los peruanos creen que el Corredor propuesto establece ya una separación absoluta entre Perú y Chile al norte de Arica y hay un remoto anhelo patriótico de recuperar Arica”. 
 
En éste, retrocediendo en el tiempo, el mismo problema que vio Tomás Caivano en su Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia, en la que relata que, después de las batallas de San Juan y Miraflores y de la consiguiente ocupación de Lima, Chile hacía circular noticias de una próxima invasión a Bolivia que no tenía otro objeto que ejercer presión sobre ella, por medio del terror, para que se prestara dócilmente a secundar sus planes. 
 
Al recordar Caivano que, para realizar este propósito, se hacía saber al general Campero, por conducto de agentes hábiles y discretos, que estaba dispuesto a firmar la paz en condiciones ventajosísimas para Bolivia siempre que las negociaciones se hicieran sin el concurso del Perú, sin ocuparse de nuestro país para nada; destaca también Caivano que “el general Campero, fiel a la alianza con el Perú y con conocimiento perfecto de los verdaderos intereses de su patria, rechazó estas insidiosas proposiciones alegando que Bolivia estaba pronta a entrar en arreglos para la paz siempre que Chile tuviese decidida intención de hacerlo de una manera justa y equitativa y con el concurso de la nación aliada, con cuyo conocimiento debían iniciarse y seguirse las negociaciones, única manera de poner término efectivo a la guerra entre las tres repúblicas, beligerantes, pero nunca escucharía la proposición ni aceptaría gestión alguna al respecto sin la previa seguridad de que ellas se referían también al Perú”. 

No pueden ser más reveladoras estas palabras de Caivano: “Chile no se desalentó con esta digna contestación y ordenó a sus agentes secretos que precisaran el pensamiento del gobierno haciendo al general Campero la siguiente propuesta: “Si Bolivia rompe su alianza con el Perú y aisladamente trata la paz con Chile, éste se compromete. Primero.- A no exigir a Bolivia indemnización alguna por los gastos de guerra; Segundo.- A cederle, en cambio del litoral del Atacama, las importantes provincias peruanas de Tacna y Arica, y tal vez si la de Moquegua; Tercero.- A construir, por su cuenta, un ferrocarril de quinientas millas de largo que, partiendo de Iquique o Antofagasta —territorios que ya consideraba chilenos—, se internaría hasta los más importantes centros comerciales de Bolivia; y Cuarto.- A firmar un tratado de alianza ofensiva y defensiva, o defensiva simplemente, a elección de Bolivia, en la que probablemente tomaría parte otra fuerte potencia continental, el Brasil, para que Bolivia no abrigara jamás el temor de represalias del Perú”. 
Estas promesas “eran verdaderamente tentadoras” como dijo el general Campero en nota confidencial al ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina. 

Al respeto anota Tomás Caivano estas elocuentes palabras: “La posesión de Tacna y del magnífico puerto de Arica importaba para Bolivia la conquista de la mejor, más fácil y más rápida salida hacia el mar, vía indispensable para un país que, sin el litoral que Chile le había arrebatado, quedaba encerrado, ahogándose entre los Andes, careciendo de medios para exportar sin dependencia de los vecinos sus productos naturales, era la adquisición de una vía útil, segura y libre de trabas para su comercio de importación; significaba, en fin —con el auxilio del ferrocarril proyectado por Chile—, el renacimiento a una vida próspera, social y económicamente. Bolivia, en realidad hubiera obtenido, como resultado de una guerra tan desastrosa para las naciones aliadas y en la que ella había tomado una parte tan insignificante como desgraciada, mayores y más ventajosos provechos que los que habría podido alcanzar tras una serie de gloriosos triunfos: en comparación con estas grandes y positivas ventajas, la pérdida de Atacama hubiera carecido de importancia para ella. Más para obtener estas ventajas —que, por otra parte, no dejaban de tener graves y muy serios inconvenientes— era preciso, ante todo, traicionar al Perú, a la república aliada que se vio envuelta en una guerra para la que no había hecho preparativo alguno, sólo por culpa de Bolivia, por haber acudido con hidalga presteza en auxilio de ésta a Santiago, cuando Chile le hizo la primera ofensa…! Era necesario volver cobardemente la espalda al aliado generoso y desgraciado, al que bastaba declarar su neutralidad en la escandalosa guerra promovida por Chile, para permanecer extraño al asunto, seguro, tranquilo y acopiando elementos de defensa, por lo que resultar pudiera; y que llamado, provocado, obligado a la lucha armada, por no haber querido abandonar a su aliada a su propia suerte, sostuvo, soportó —sólo casi siempre— todo el peso de la guerra, y no como quiera, sino hasta el sacrificio, hasta verse aniquilado, exánime, sin fuerzas, olvidándose hasta de sí mismo por cumplir su caballeroso deber…! Era indispensable, en fin, después de haber traicionado al noble defensor, dejándolo a merced del enemigo, en la última y tremenda hora, unirse, aliarse y dividir con éste los despojos de aquél…!; ¡Los grandes beneficios que en nombre de Chile se ofrecían a Bolivia serían, pues, el precio de una doble e infame traición contra el Perú, contra el nobilísimo aliado que todo lo sacrificó en defensa de aquella república! Y el general Campero, sin vacilar un momento, sin tener en cuenta otras razones que hubieran podido decidirle a aceptar las tentadoras propuestas, respondió a ellas: “¡No!”

Páginas más adelante, después de narrar la forma en que Chile no se engañó al poner en práctica esta política insidiosa y, de manera especial, cuando pensó dividir a Bolivia en dos bandos, uno de los cuales había de ser su mejor colaborador hasta que se firmó el Pacto de Tregua de 1884, retoma Caivano el punto de las propuestas chilenas a Bolivia respondiéndose a estas dos graves preguntas que, no por planteadas en su libro citado en Torino el año 1882 en que vio en italiano la primera luz, han dejado de seguir luciendo palpitante actualidad: 
 
“¿Eran sinceras las grandes promesas que, en nombre de Chile, se hacían a Bolivia? ¿Podía Chile abrigar la intención sincera de dar participación tan grande en los frutos de su victoria a uno de los vencidos, cuya impotencia era tan manifiesta que ya no osaba intentar la más leve resistencia?” 
 
En verdad que a nadie es dado penetrar o adivinar las intenciones reales de los demás, reconoce Caivano, pero, juzgando imparcialmente, con criterio desapasionado, todo lo ocurrido hasta entonces, los móviles de la guerra, la manera como ésta siguió, los medios que se emplearon para obtener el triunfo y los frutos de éste, agrega el autor, hay que declarar, de una manera fatal, que Chile no tuvo jamás tales intenciones. 

Estas son las palabras textuales de Caivano que, en opinión irrebatible de Raúl Porras Barrenechea en sus Fuentes históricas peruanas, representa en la historia de la guerra “la primera voz generosa y leal para el Perú, llena de comprensión para su causa”: “La escandalosa monstruosidad del ensañamiento de Chile contra el Perú, arrebatando a éste una vasta y rica zona de su territorio, para obsequiar una parte de él a la infiel aliada —como precio de esta misma infidelidad, de la ruptura con el noble país que la había favorecido, de su nueva alianza con el enemigo, faltando a la fe jurada— no podía tener sino una explicación racional: la de que Chile se consideraba impotente para concluir ventajosamente —como la había iniciado— la guerra contra la alianza Perú-boliviana, y que, por lo mismo, para obtener cuando menos una parte de los frutos de sus victorias, se veía en la necesidad de comprar, a un precio muy alto, el favor —deshonroso para ambas— de la república, causa eficiente del conflicto, y por lo cual, fiel a sus tradiciones, el Perú había ido a la guerra”. 

Así lo había visto Mariano D. Muñoz quien, en carga a Zoilo Flores, Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Bolivia en el Perú, le expresó con fecha 21 de abril de 1879 sobre las tendencias absorbentes del gobierno chileno con relación al litoral de sus vecinos del norte: “Por marzo del 66, fue reconocido en La Paz el señor don Aniceto Vergara Albano en su carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Chile en Bolivia, con el objeto de negociar y concluir la alianza ofrecida, y de reanudar las conferencias pendientes sobre límites entre ambos países.-Llenado el primer objeto, el plenipotenciario Vergara Albano y yo, en carácter de secretario general de Estado y de ministro de Relaciones Exteriores, procedimos a reabrir dichas conferencias. Agotadas las discusiones, formulé las bases que, a juicio del gobierno de Bolivia, podrían conciliar los intereses de ambas repúblicas, adoptando como punto de partida la división del territorio disputado, en testimonio de confraternidad, y como una transacción equitativa y amigable. Fue durante esas conferencias que tuve ocasión de escuchar al representante de Chile la proposición a que se refiere la carta que contesto, esto es: “Que Bolivia consintiera en desprenderse de todo derecho a la zona disputada desde el paralelo 25 hasta el Loa, o cuando menos hasta Mejillones inclusive, bajo la formal promesa de que Chile apoyaría a Bolivia del modo más eficaz para la ocupación armada del litoral peruano hasta el morro de Sama, en compensación del que cedería a Chile, en razón de que la única salida natural que Bolivia tenía al Pacífico, era el puerto de Arica”.- No bastó el rechazo leal y franco que Vergara Albano escuchó de parte de Melgarejo y de la mía, para que el gobierno chileno hubiera podido desistir de sus tendencias absorbentes y de sus propósitos esencialmente usurpadores; pues hallándome en misión especial en Santiago en los días anteriores a la conclusión definitiva del tratado de límites, suscrito allí el 10 de agosto del 66 por los plenipotenciarios don Alvaro Covarrubias, por parte de Chile y don Juan Ramón Muñoz Cabrera por la de Bolivia, el señor Covarrubias insistió con empeño en la demarcación y cambio de litorales que me propuso Vergara Albano, y no fue sino también otras muchas personas notables de aquella capital que nos sugerían la misma idea a Muñoz Cabrera y a mí, bajo razonamientos distintos, pero todos en el sentido de persuadirnos de que Chile abogaba a favor de Bolivia y se proponía únicamente el equilibrio de los Estados del Pacífico y la rectificación más natural en los límites de los tres países”. 

No sólo Mariano D. Muñoz ofreció este testimonio desaprensivo y descalificador, en coincidencia con el testimonio del general Quintín Quevedo quien, al condicionarle su apoyo el presidente de Chile, Federico Errázuriz, a la cesión de una parte del litoral reconocido como integrante de Bolivia a cambio de ayudarlo con todo el poder de Chile en la adquisición del litoral de Arica e Iquique, calificó de torpe la propuesta y “antes de consentir en la infamia que se le proponía” según documento firmado por Juan L. Muñoz inserto como apéndice N.o 2 en la p. 185 y sig. del Tomo III de la Narración histórica de la guerra de Chile contra el Perú y Bolivia, de Mariano Felipe Paz Soldán, resolvió suspender la expedición —mientras el presidente de Chile no retirara su proposición que la dejó sin efecto por intermedio de Nicomedes Ossa— que organizó en Valparaíso, con el apoyo más decidido del intendente Francisco Echaurren, para ocupar el litoral boliviano por agosto de 1872. 

Así lo había visto también Zoilo Flores quien, como ministro plenipotenciario de Bolivia en Lima, le expresó a Manuel Irigoyen, ministro de Relaciones Exteriores del Perú, por nota fechada el 22 de abril de 1879: “He tenido el honor de recibir el respetable oficio de v.e., fecha 11 del corriente, en el que, refiriéndose a las conferencias que hemos tenido sobre los pasos e insinuaciones del gobierno de Chile para que Bolivia arrebate al Perú la provincia litoral de Tarapacá y el departamento de Moquegua, anexándose Chile el litoral de Bolivia, se sirve v.e. pedirme le transmita todos los datos que poseyere sobre el particular.- En contestación, v.e., se servirá encontrar adjuntas dos cartas de los señores doctor don Mariano Donato Muñoz y coronel Juan L. Muñoz, personas caracterizadas y actores principales de los sucesos que han dado lugar a una de las innumerables manifestaciones de aquellos propósitos, y cuyos asertos revisten todos los caracteres de la evidencia.- Además del testimonio de dichos señores, que contiene ya la fórmula de ese pensamiento, que constituye una aspiración y el tema obligado de una perseverante propaganda para todo chileno de alguna ilustración, no es aventurado asegurar que serán muy raros los casos en que los bolivianos de alguna posición social no hayan escuchado, en el cambio de ideas con los nacionales de Chile, la misma proposición insidiosa, siempre engalanada con el brillo seductor de la conveniencia para Bolivia y con la necesidad de rectificar el error en que incurrió Bolívar al hacer la demarcación asignada a aquel estado”. 

“Esta, repetimos, prosigue Caivano, hubiera sido la única explicación racional y lógica de la conducta de Chile, pero sería caer en un absurdo suponerlo así, el de que Chile, que en 1879 sin vacilar, retaba al Perú y a Bolivia a la guerra, habiendo obtenido triunfos que reducían a la impotencia a estas dos repúblicas, tuviese tanto miedo que se viera obligado a descender a subasta tan triste y vergonzosa. No debe desconocerse, ni menos olvidarse, que Chile, para ahorrar nuevas fatigas y evitar los peligros eventuales de una campaña contra Arequipa, o de una interminable prolongación del estado de cosas creado por las victorias de San Juan y Miraflores, o digámoslo de una vez, para disipar el temor de otras guerras en un porvenir más o menos lejano, trataba de separar a Bolivia del Perú, desde el principio de la campaña; pero no creemos que quisiera hacerlo a costa de un sacrificio tan grande, que más tarde podía serle perjudicial, y que de todas maneras habría ofuscado el brillo de sus victorias, colocándolo, además, en una situación ridícula respecto de Bolivia, tanto como aquél que retando a otro a singular combate, se viera repentinamente sobrecogido de terror, e hiciera por su enemigo lo que éste no se hubiera atrevido a pensar ni hacer por sí y para sí mismo. Chile cumplirá sus promesas; arrebatará al Perú, además de Tarapacá, las provincias de Tacna y Arica —decían en Bolivia los adversarios del gobierno— porque necesitaba colocarnos a la vanguardia de su conquista, para tener la convicción de que nuestro país no volverá a combatir jamás al lado del Perú y contra él; porque, para asegurar la conquista de Tarapacá, le es indispensable tener en los confines de ésta una potencia enemiga del Perú interesada en impedir a éste que recupere todos sus antiguos territorios. O, en otros términos: a Chile conviene proceder lealmente con nosotros para crear un abismo insalvable de odios y de rencores entre el Perú y Bolivia, abismo que haga imposible todo acercamiento posterior entre ambas naciones, para captarse, por cuenta propia, la amistad, la gratitud y las simpatías de los bolivianos y para garantizar la conquista de Tarapacá, poniéndola bajo la salvaguardia y aún bajo la protección de Bolivia, país con el que el Perú tendría que luchar primero, el día que desee recuperar sus territorios conquistados”. 
Así lo había visto igualmente Aniceto Arce (vicepresidente de Bolivia) cuando, desde Sucre, le escribió al doctor Pol el 5 de marzo de 1881: “La única tabla de salvación para Bolivia es la necesidad en que se encuentra Chile de ponerla a su vanguardia para asegurar su conquista”.
 
Al llegar a este punto creo haberme aproximado al meollo del problema creado por el ministro de Relaciones Exteriores al firmar con el canciller de Chile el Acta del 29 de noviembre de 1985 con inadvertencia de que en ella desconoce los derechos de la Nación en Arica y que, por ser éstos “derechos de soberanía constituida”, tales derechos se encuentran en el centro del dominio inviolable del Estado. 
 
Sobre esta base, que reposa tanto en la doctrina que sustenta Víctor Andrés Belaunde en La Constitución Inicial del Perú ante el Derecho Internacional cuanto en el ejercicio del “patriotismo funcional” que Belaunde vincula a quienes estudian la historia y la jurisprudencia para defender los citados derechos de la Nación, me formulo las siguientes interrogantes: 
 
1) ¿Es posible que el ministro de Relaciones Exteriores asuma convencionalmente obligaciones contrarias a las prescripciones del Tratado Rada y Gamio-Figueroa Larraín de 3 de junio de 1929 y su Protocolo Complementario que fueron aprobados por los Congresos del Perú y Chile y ratificados por los gobiernos de ambos países?
 
2) ¿Pueden prevalecer los Acuerdos que contiene el Acta suscrita en Lima el 29 de noviembre de 1985 por los cancilleres del Perú y Chile sobre los artículos que son incompatibles con tales Acuerdos del Tratado de 3 de junio de 1929 y su Protocolo Complementario o tal prevalencia la impiden los artículos 87 y 101 de la vigente Constitución Política del Perú que consagra la preeminencia de los Tratados internacionales celebrados por el Perú con otros Estados que no afectan ninguna disposición constitucional y la prevalencia de la Constitución sobre toda otra norma legal así como la de la ley sobre toda otra norma de categoría inferior? 
 
3) ¿Pueden reputarse válidos tales Acuerdos sin que el Acta de 29 de noviembre de 1985 que los contiene sea remitida al Congreso de la República para los efectos de la atribución que a éste le confieren los Artículos 102, 103 y 306 del texto jurídico supremo de la Nación, sin previamente denunciar el Tratado del 3 de junio de 1929 y su Protocolo Complementario atendiendo a que todo Tratado Internacional debe ser aprobado por el Congreso antes de su ratificación por el presidente de la República; que, cuando un Tratado Internacional contiene una estipulación que afecta una disposición constitucional, debe ser aprobado por el mismo procedimiento que rige la reforma de la Constitución, antes de ser ratificado por el presidente de la República; y, por último, que toda reforma constitucional debe ser aprobada en una primera legislatura ordinaria y ratificada en otra primera legislatura ordinaria consecutiva? 
 
4) ¿Sería aceptable para la conciencia jurídica de la Nación que, para evadir el ejercicio del Congreso Nacional de la atribución de aprobar o no los Tratados o Convenios Internacionales que le confiere el inciso tercero del Artículo 186 de la Constitución y para soslayar el hecho que cualquiera que fuere la denominación que se le diera al instrumento no afectaría su fuerza vinculatoria entre los Estados pactantes, se adujera que el Acta Wagner-Del Valle del 29 de noviembre de 1985 no es ningún Tratado ni Convenio sino un acuerdo, pacto, protocolo, convención o “acta” según la etiqueta que se le ha puesto? 
 
5) La sustitución de las obligaciones pactadas en el Tratado Rada y Gamio-Figueroa Larraín, por el Acta suscrita el 29 de noviembre de 1985, más lesiva que el Protocolo Polo-Rivas Vicuña del 17 de marzo de 1934, en que lo reitera y lo amplía, no obstante que dicho Protocolo fue rechazado por el Congreso Constituyente y mereció pronunciamiento adverso del Consejo Consultivo de Relaciones Exteriores por lo que fue retirado del Congreso por el Poder Ejecutivo de acuerdo con el Consejo de Ministros, podría considerarse comprendida entre las materias de “exclusiva competencia” del presidente de la República que, según el Artículo 104 de la Constitución, puede celebrar o ratificar convenios internacionales o adherir a ellos “sin el requisito previo de la aprobación del Congreso”, ¿o tal numeral está limitado a asuntos de naturaleza puramente administrativa que no puede comprender decisiones referidas a fronteras y límites, a cuestiones de soberanía y jurisdicción sobre el inviolable territorio de la República, a declaratorias de guerra o concertaciones de paz, etc., para los que la aprobación o autorización del Congreso es ineludible conforme a la Constitución? 
 
6) ¿Podría aceptarse que, como una forma indirecta o tangencial de impedir que recuperen todo su vigor las estipulaciones del Tratado del 3 de junio de 1929 y su Protocolo Complementario de la misma fecha, se prescindiera de la aprobación o rechazo por el Congreso Nacional del Acta Wagner-Del Valle del 29 de noviembre de 1985 aduciéndose que, en la estructura del Estado, es competencia del Poder Ejecutivo establecer si la materia sobre la que incide un Convenio Internacional con un Estado extranjero compromete o no los deberes primordiales del Estado que son, conforme a lo dispuesto por los Artículos 80 y 275 de la Constitución Política del Perú concordantes con el inciso 2do de su Art. 186 y con el inciso 1ro de su Art. 211, defender la soberanía nacional y la integridad territorial de la República? 
 
7) Al tiempo que, en armonía con las Resoluciones Supremas N.o 0027, 0028 y 0029-RE. Aparecidas en las Separatas del diario oficial El Peruano de 22 de enero de 1987, se remiten al Congreso de la República para los efectos de la atribución que le confieren los Artículos 102 y 186 (inc. 3.o) de la Constitución, un Convenio Cultural entre el Perú y la República de Corea, una Convención Interamericana sobre Arbitraje Comercial Internacional con Panamá y una tercera con Egipto sobre Cooperación Técnica y Científica; ¿sería admisible no seguir el mismo trámite con el Acta de los Cancilleres del Perú y Chile de 29 de noviembre de 1985 a pesar de que por ésta el Perú renuncia a los derechos de soberanía compartida que tiene con Chile en Arica y únicamente conserve por el momento el derecho de veto que establece el Artículo Primero del Protocolo Complementario del Tratado de 1929 respecto a la cesión de una tercera potencia de la totalidad o parte de los territorios sobre los que versa el Tratado? 
 
8) Sería inopinado que, sin apartarse del conocido prerrequisito del compromiso diplomático de no colocarse nunca en una posición de la que no se pueda regresar sin pérdida de prestigio ni en aquella de la que no se pueda avanzar sin grandes riesgos, al ejercer la atribución de aprobar los Tratados o Convenios Internacionales de conformidad con la Constitución, vale decir respetando la prerrogativa del presidente de la República de dirigir la política exterior: ¿el Congreso Nacional le recomiende al Poder Ejecutivo que, a través del ministerio del ramo, estudie la conveniencia de que el Perú proclame que constituye interés esencial de nuestra patria recobrar Arica por medios pacíficos, darle salida al mar a Bolivia al sur de ésta y, en obsequio de la paz de América, interponer el Corredor Boliviano entre el territorio peruano y el chileno no junto a la línea de La Concordia sino al sur de Arica, como es el justo anhelo de las gallardas juventudes bolivianas que viajaron al puerto de Antofagasta a expresarle al Papa Juan Pablo II, el lunes 6 de abril de 1987, la indeclinable decisión de su pueblo de reivindicar la soberanía boliviana en dicho territorio cautivo? 
 
Para quienes tenemos la convicción, desde antiguo proclamada, de que afirmar la soberanía del Derecho en el Estado constituye la mejor política del poder, es verdad axiomática que, desde el momento en que se reconoce que toda la actividad estatal ha de transcurrir en forma jurídica y que el Derecho no es el fin pero sí la forma del Estado, las decisiones de éste no pueden faltar a las condiciones de forma o de fondo que exige para su validez el complejo normativo en el que, por estar situado en el escalón más alto, prevalecen sobre el de la mera legalidad y se llama “superlegalidad” u ordenamiento constitucional. 

Respecto a éste, que no se puede quebrantar sin desgarrar políticamente a la Nación, como se la desgarraría brutalmente si —por la propensión a aceptar en el Perú la imposición del criterio forastero— se evadiera el trámite constitucional para satisfacer inadvertidamente las ambiciones de Bolivia sobre Arica que Chile supo alimentar desde que Diego Portales arremetió hace 150 años contra la Confederación, adquieren singular actualidad las palabras que, en su elevada calidad de presidente de la Asamblea Constituyente, pronunció Víctor Raúl Haya de la Torre al declararla solemnemente instalada el 28 de julio de 1978: “Esta Asamblea encarna el poder constituyente y el poder constituyente es la expresión suprema del poder del pueblo. Como tal, no admite condicionamientos, limitaciones ni parámetros. Ningún dictado extraño a su seno puede recortar sus potestades. Cuando el pueblo se reúne en Asamblea Constituyente, que es el primer Poder del Estado, vuelve al origen de su ser político y es dueño de organizarse con la más irrestricta libertad, nadie puede fijarle temas, ni actitudes como no sean sus propios integrantes por la expresión democrática del voto. No reconoce poderes por encima de ella misma porque es fruto, indiscutido y legítimo, de la soberanía popular”. 

Me pregunto si, al impugnar el Acta Wagner-Del Valle del 29 de noviembre de 1985, he defendido la soberanía e integridad territorial de la República y cumplido el imperativo deber constitucional de honrar al Perú y de resguardar y proteger los intereses nacionales; o si, por el contrario, al haber sostenido que el Acta del 29 de noviembre de 1985 es un instrumento que no sólo desconoce fundamentales e irrenunciables derechos del Perú en Arica sino que se halla en abierta colisión con el Tratado de junio de 1929, he agraviado al señor ministro de Relaciones Exteriores del Perú puesto que ello importa considerar que no procedió en el cumplimiento de sus deberes de función, que obró negligentemente sin darse cuenta o sin tener en cuenta las consecuencias de su acto y que no hizo uso de las precauciones impuestas por las circunstancias y por su situación personal? 
 
Sostengo rotundamente que obré en interés de la causa pública y que no me excedí al afirmar que el Acta del 29 de noviembre de 1985 contradice, rebasa y viola el Tratado del 3 de junio de 1929 que, de modo indubitable, en cuanto a Chile, consagra una limitación de su soberanía territorial en Arica en favor del Perú expresada tanto por el “previo acuerdo entre ambos países”, que extinguió toda posibilidad de traspaso de Arica a Bolivia, cuanto por los derechos más amplios de servidumbre a perpetuidad reconocidos a nuestro país “sobre los Canales del Uchusuma y del Mauri”; sobre el territorio por el que corre la línea del Ferrocarril de Tacna a Arica; sobre el Puerto que “consistirán en el más absoluto libre tránsito de personas, mercaderías y armamentos al territorio peruano y desde éste a través del territorio chileno”; sobre el Malecón de Atraque, el edificio para la Agencia Aduanera y la Estación Terminal para el Ferrocarril a Tacna, “establecimientos y zonas donde el comercio en tránsito del Perú gozará de la independencia propia del más amplio puerto libre”.
 
Ello quedará patentizado por el tenor mismo del Acta del 29 de noviembre de 1985 que, abandonando los derechos específicos que el Perú tiene en Arica conforme al Tratado del 3 de junio de 1929 y alterando lesivamente su “status jurídico”, transcribo a continuación como dolorosa primicia: no puede olvidar ningún ciudadano que las atribuciones de un ministro de Relaciones Exteriores de una nación soberana son tan elevadas y tan graves como sus correspondientes responsabilidades.