Biopiratería, un robo de nuestro tiempo

Por Xavier Caño Tamayo (*)

Desde la segunda mitad del siglo XX, empresas multinacionales esquilman zonas de la biodiversidad y se apropian de conocimientos indígenas de países empobrecidos. Lo perpetran amparados por una legislación injusta sobre protección de la propiedad intelectual que ha ido a peor en los últimos años de la mano de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Este modo de apropiación indebida es sencillo y no precisa del recurso a revólveres, pistolas automáticas o metralletas. Se trata de coger un producto utilizado tradicionalmente o una planta propia de una zona, averiguar su composición, añadirle algún elemento para simular que es distinto, y registrarlo en una oficina de patentes. Tal vez sea hora de poner en cuestión las vigentes normas de protección de la propiedad intelectual y, muy especialmente, las referentes a la inscripción de patentes. No se trata de eliminar la protección de la propiedad intelectual sino de que ésta este presidida por la justicia y no por el afán desmedido y acelerado de beneficios.


En 1954, la empresa británica Phytopharm patentó el extracto de una planta denominada Artemisa Judaica…que usaban en Egipto y Libia desde mucho tiempo atrás para tratar la diabetes. Tenemos noticias desde hace décadas de esas actuaciones que denominamos biopiratería, el acceso y uso irregular, ilegal, a componentes de la biodiversidad (sobre todo recursos biológicos y genéticos). También es biopiratería la apropiación ilegítima de los conocimientos indígenas asociados a esos recursos; dichos componentes y conocimientos son patentados impunemente por empresas multinacionales, protegidas por la vigente legislación de propiedad intelectual. Esas empresas pretenden que las fórmulas que registran son patentes, cuando en realidad son componentes o conocimientos indígenas obtenidos sin el consentimiento ni autorización de éstos, a cuyas composiciones añaden algún elemento para diferenciarlas del original pirateado. La biopiratería en esencia es la explotación, manipulación, exportación y comercialización internacional de recursos biológicos que infringen las ca de normas de la Convención sobre Diversidad Biológi1992.

Recientemente, un dictamen de la Oficina de Patentes de Rstados Unidos ha abierto una brecha y una esperanza en la ilegítima e ilícita apropiación de recursos biológicos y conocimientos tradicionales indígenas. El llamado caso Enola. La empresa de semillas Proctor de Colorado (EEUU), tras una serie de maniobras y simulaciones, patentó el fríjol amarillo que se consume en México desde hace siglos. Proctor exigió entonces algo más de medio dólar por cada libra de fríjol amarillo que se importara; hundió las importaciones y se apropió del mercado de ese producto. En México no podían creer que les hicieran pagar como algo inventado por un extranjero lo que les alimentaba desde hace siglos. No ha sido el único caso. En 1986 se dio otro hecho sonado de biopiratería cuando se patentó un compuesto de ahahuesca hervida con el arbusto chacruna y otras hierbas que los chamanes de la Amazonia usan desde tiempo inmemorial como psicotrópico y para tratamientos cardiopáticos.

No toda la biopiratería es tan evidente ni con tanta desfachatez, pero el Instituto Desmonds de EEUU ha documentado hasta treinta y seis casos de flagrante biopiratería en África en los últimos tiempos. La Amazonia es otra región sometida a la más intensa biopiratería. El gobierno de Brasil sospecha que algunas presuntas ONG que en esa zona actúan no son más que tapaderas de multinacionales farmacéuticas dedicadas a robar algunas de las combinaciones que los indígenas utilizan para curar dolencias a partir de las más de mil trescientas plantas medicinales que allí crecen. La ONU calcula que esa práctica pirata supone más de doce mil millones de dólares anuales para algunas grandes empresas farmacéuticas.

En España desde hace tiempo hay una campaña publicitaria institucional que, en resumen, viene a decir que si coger un bolso, un coche o un electrodoméstico es un robo, también lo es grabar películas o discos musicales de Internet sin permiso y sin abonar nada y que será castigado por la ley. Sería necesario y admirable que ese afán para defender los derechos de propiedad de las multinacionales de música enlatada y productoras de cine se trasladase con el mismo entusiasmo a la defensa de la biodiversidad y de productos y conocimientos indígenas de todo el mundo. Porque la biopiratería es sencillamente un robo y como tal debería ser tratado.

(*) Escritor y periodista
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