Una burbuja de corrupción

Por Iván González Alonso (*)

De los más de 25 millones de viviendas que hay en España, se estima que casi 4 millones se encuentran vacías. Están en manos muertas, no son ni residencia periódica ni esporádica del propietario. No producen beneficio alguno para la sociedad.


La Constitución española garantiza “el derecho de todos los ciudadanos a una vivienda digna”. Lo mismo pregona la Carta Universal de los Derechos Humanos, pero la compra y retención especulativa de grandes extensiones de suelo por constructores y grupos de presión ha supuesto que ese derecho se vea en todo el mundo más vulnerado que nunca. El exceso de la oferta no ha contribuido en este caso a bajar los precios.

La especulación inmobiliaria es equiparable a la especulación bursátil, aunque ésta presenta más riesgos, pues resulta difícil que el precio de la vivienda se desplome de un día para otro. Su mecanismo se basa en la retención de viviendas durante un período de tiempo para que su precio aumente y luego cambiarlas por dinero, con el que se comprarán nuevas viviendas para volver a especular con ellas.

Si hay una causa que ha favorecido la carestía de la vivienda y la práctica especulativa en España, ha sido la ley del suelo del 13 de abril de 1998, aprobada por el antiguo Presidente del Fondo Monetario Internacional, Rodrigo Rato. Según la misma, pasa a ser potestad de los ayuntamientos la decisión de qué suelo es urbanizable y cuál no lo es. Decisión en muchos casos arbitraria, inclinada hacia el lado de la balanza que disponga de más dinero para los propios ediles y concejales.

La liberalización del suelo conlleva la corrupción urbanística, plasmada en recalificaciones de dudosa legalidad. El engranaje de corrupción comienza con en el soborno a las autoridades municipales con elevadas cantidades de dinero, para que estas autoricen la edificación en suelo municipal. El dinero que desembolsan los constructores para la compra de voluntades se ve compensado con el aumento del precio de la vivienda. El comprador de la vivienda y las zonas con gran riqueza natural sobre las que se asientan las nuevas viviendas son los grandes perjudicados.

Dunas, deltas de ríos con toda su riqueza natural, humedales, montes y bosques, nada escapa a las ansias edificadoras de los constructores. Los promotores arañan metro a metro los pocos espacios vírgenes que quedan en el mundo. La saturación completa del litoral ha desplazado la fiebre inmobiliaria hacia las zonas del interior. La declaración de los parques naturales como espacios protegidos no es impedimento para la edificación. Quienes más se han enriquecido en España en los últimos años son los promotores inmobiliarios, muchos de ellos de origen humilde, que han sabido ascender en el escalafón social a base de actuaciones ilegales, de sobornos y amenazas, todo ello en connivencia con alcaldes y concejales sin escrúpulos. La corrupción urbanística no entiende de partidos políticos, y afecta también a las arcas de los estados, porque casi todo el capital que mueve es dinero negro, que no cotiza ni crea riqueza.

Existe en nuestros días una obsesión generalizada por tener un piso en propiedad. La sociedad está convencida de que es sinónimo de éxito, de realización personal. Por ello en España tan sólo el 11% de las viviendas se encuentran en régimen de alquiler, y casi todas ellas a manos los estratos sociales con una posición económica más débil. Este dato asciende al 40% en otros Estados europeos como Francia u Holanda, donde se bonifica el alquiler. En Suecia se llegan a derribar las casas que permanezcan desocupadas durante un tiempo determinado. En Estados Unidos es práctica habitual en algunas ciudades que los propietarios que especulan con la vivienda eviten el pago de impuestos especiales, ocupándolas de forma temporal con personas sin hogar, a las que devolverá a la calle en cuanto desee la venta del inmueble. La solución pasa por aplicar gravámenes sobre la vivienda desocupada y luchar con mayor eficacia contra la corrupción urbanística. No debemos olvidar que 1.400 millones de personas en el mundo carecen de un techo, ni que el derecho a la vivienda se sustenta sobre argumentos éticos, pero también legales.

(*) Periodista
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