¿También hay árabes buenos?

Por Adrián Mac Liman (*)

La revista estadounidense Foreign Policy sorprendió a sus lectores al incluir en el listado de las cien personas más influyentes del mundo a diez políticos e intelectuales de origen musulmán. Una iniciativa muy loable, teniendo en cuenta los estragos causados por la campaña de permanente anatemización de “lo islámico” llevada a cabo por la mayoría de los grandes medios de comunicación occidentales después de los atentados del 11 de Septiembre de 2001 y el inicio de la “guerra global contra el terrorismo” liderada por el Presidente Bush.


En efecto, conviene recordar que el dolor y la ira de los estadounidenses, de la opinión pública occidental en su conjunto, fueron los principales factores utilizados para la difusión, véase aceptación de mensajes subliminales que trataban de introducir en la mente del ciudadano de a pie el binomio “árabe-terrorista”.

Hacia mediados de 2002, uno de los principales consejeros de la Casa Blanca para cuestiones relacionadas con el Islam, Daniel Pipes, reconocía públicamente que muchos ciudadanos norteamericanos solían aplicar el adjetivo “terrorista” a todo lo relacionado con el mundo árabe-musulmán. ¿Simple casualidad? ¿Error de interpretación? No exactamente; algo de culpa tuvieron los políticos conservadores estadounidenses o los asesores —americanos y extranjeros— del Presidente de Estados Unidos. La animadversión hacia lo islámico era tan fuerte, que resultaba sumamente difícil dar marcha atrás, reconocer que no todos los árabes son “malos”, ni que todos los musulmanes son, forzosamente… “terroristas”.

En el listado publicado por Foreign Policy figuran nombres de teólogos, escritores, artistas, clérigos y políticos, de hombres y mujeres que se han dedicado a divulgar el pensamiento islámico a los occidentales a través de libros, charlas, entrevistas en los medios de comunicación. Los turcos Orhan Pamuk y Fethullah Gulen o la iraní Shirin Ebadi encabezan la lista de personalidades que reflejan la imagen de otro Islam, pacífico y tolerante, que rechaza los estereotipos del Islam del terror y la intransigencia.

Afirman los detractores del diálogo entre culturas que la mayoría de los musulmanes cuyos nombres aparecen en las páginas de la revista se ha criado en Occidente, haciendo suyos los valores de la civilización cristiana. Nada menos cierto, teniendo en cuenta la idiosincrasia de la sociedad musulmana, permeable a las ideas ajenas.

Si bien los gobernantes occidentales no dudan en recurrir a dichas personalidades, convirtiéndolas en asesores de sus respectivos Gobiernos, para la opinión pública árabe se trata de mensajeros de un nuevo concepto de sociedad, de una sociedad dispuesta a asumir valores “occidentales”, como la democracia, los derechos humanos, la tolerancia. En resumidas cuentas, los convierte en embajadores de la modernización, del diálogo de civilizaciones, de la responsabilidad social.

Curiosamente, en países demonizados por Occidente, como Irán, funcionan numerosas ONG que se dedican a elaborar el concepto de “democracia islámica”, amilitar en pro de los derechos de la mujer musulmana.

La globalización y el acceso de las sociedades musulmanas a la información generada en los países industrializados facilitan el cambio de mentalidad. Los intelectuales se limitan, por ahora, a ofrecer una versión “islamizada” de los valores occidentales, tratando de buscar un término medio entre el radicalismo y los modelos de una sociedad basada en la democracia y la libertad de expresión. De una alternativa que no se aleja forzosamente de los valores tradicionales, pero que integra factores nuevos, que pueden (y deben) hallar cabida en el mundo árabe-musulmán.

En resumidas cuentas, los embajadores del mahometanismo en Occidente actúan, paralelamente, de emisarios del temido cuando no odiado mundo de la tecnología y la… laicidad. Una apuesta difícil, teniendo en cuenta el inmovilismo de las clases dominantes y la intransigencia de los exponentes del Islam radical.

(*) Analista Político Internacional