Los libros, mis amigos

Por Herbert Mujica Rojas


Historia de los girondinos, Alfonso de Lamartine, pp. 229-232, Editorial Americana, Buenos Aires, octubre 1945


“Isnard*, diputado de la Provenza, era hijo de un perfumista de Grasse. Su padre le había educado para las letras y no para el comercio, y había hecho en la antigüedad griega y romana el estudio de su política. Tenía en su alma el ideal de Graco, su valor en el corazón, y su acento en la voz. Muy joven aún, brillaba en su elocuencia el fervor de su sangre: su palabra era el fuego de una pasión coloreada por una imaginación del Mediodía: su lenguaje se precipitaba como las pulsaciones rápidas de la impaciencia. Era la vehemencia revolucionaria personificada. La Asamblea le seguía con anhelo y llegaba con él el furor sin pasar por la convicción. Sus discursos eran odas magníficas, que elevaban la discusión hasta la poesía, y el entusiasmo hasta la convulsión: sus gestos eran más propios para el trípode que para la tribuna: era el Dantón de la
Gironda, de la que Vergniaud debía ser el Mirabeau.




VII

Era ésta la primera vez que Isnard hablaba en la Asamblea.

“Sí; –dijo- ved adónde os conduce la impunidad; siempre es la fuente
de grandes crímenes, y hoy es la única causa de la desorganización
social en que estamos sumidos. Los sistemas de tolerancia que se os
han propuesto, serían buenos para tiempos tranquilos; ¿pero se debe
tolerar a los que no quieren tolerar ni la Constitución ni las leyes?
¿Esperaréis a que la sangre francesa haya teñido las olas del mar para
sentir por fin los peligros de la indulgencia? Ya es tiempo de que
todo se someta a la voluntad nacional; ya es tiempo que tiaras,
diademas e incensarios cedan al cetro de las leyes. Los hechos que
acaban de exponerse no son sino la introducción de lo que van a
suceder en todo el reino. Considerad las circunstancias de estos
desórdenes y veréis que son el efecto de un sistema desorganizador,
contemporáneo de la Constitución. Este sistema ha nacido allí
(dirigiéndose hacia la derecha). Está sancionado por la Corte de Roma.
¡No es al verdadero fanatismo al que tenemos que quitar la máscara,
sino a la hipocresía! Los sacerdotes son perturbadores privilegiados,
que deben ser castigados con penas más severas que los simples
particulares. La religión es un instrumento omnipotente. El sacerdote,
dice Montesquieu, recibe al hombre cuando nace, y le acompaña hasta el
sepulcro; ¿es pues de admirar que tenga tanto imperio en el ánimo del
pueblo, y que sea necesario dictar leyes para que bajo el pretexto de
religión no altere la paz pública? Ahora bien: ¿cuál puede ser esta
ley? Yo sostengo que no hay más que una eficaz: ésta es el destierro
fuera del reino. (En las tribunas se oyen repetidos aplausos al
pronunciar el orador las últimas palabras.) ¡No veis que es preciso
separar al sacerdote faccioso del pueblo que tiene engañado y enviar
estos contagiados a los lazaretos de Italia y de Roma!

Esta medida –se me dirá- es demasiado severa. ¡Pues qué! ¡Estáis
sordos y ciegos que no veis ni oís lo que sucede! ¿Ignoráis que un
sacerdote puede ocasionar más daño que todos vuestros enemigos? No es
necesario perseguir, se responde; está muy bien; yo replico que
castigar no es perseguir. A los que repiten aquí lo que yo he oído
decir al abate Maury, que nada es más peligroso que hacer mártires,
contestaré también: este peligro no existe sino cuando hay que
castigar a fanáticos de buena fe, o a hombres verdaderamente santos,
que creen que el cadalso es la escalera del cielo. Aquí no estamos en
este caso, porque si hay sacerdotes que de buena fe reprueban la
Constitución, éstos no turban el orden público. Los que lo alteran son
aquellos que no suspiran por la religión sino para recobrar sus
privilegios perdidos; éstos son los que deben ser perseguidos sin
piedad, y no temáis por esto aumentar las fuerzas de los emigrados;
porque bien se sabe que el sacerdote es cobarde, tan cobarde como
vengativo; que no conoce otra arma que la de la superstición, y que
acostumbrado a combatir en la arena misteriosa de la confesión, es
nulo sobre cualquier otro campo de batalla. Los dardos de Roma se
embotarán en el escudo de la libertad. Los enemigos de vuestra
regeneración no desistirán de cometer crímenes en tanto que vosotros
les dejéis medios de cometerlos. Es necesario que los venzáis, o que
seáis vencidos por ellos; el que no vea esto es ciego. Abrid la
historia; veréis a los ingleses sostener una guerra desastrosa por
defender su revolución. Veréis en Holanda correr arroyos de sangre en
la guerra de Felipe contra España. Cuando en nuestros días los hijos
de Filadelfia han querido ser libres, ¿no habéis visto bien pronto la
guerra en los dos mundos? Habéis sido testigos de las desgracias
recientes en el Brabante. ¿Y creéis que vuestra Revolución que ha
privado al despotismo de su cetro, a la aristocracia de sus
privilegios, a la nobleza de su orgullo, al clero de su fanatismo; una
Revolución que ha secado tantas fuentes de oro como corrían por la
mano del sacerdote, que ha cerrado tantos templos, disipado tantas
teorías, creéis, digo, que tal Revolución os perdonará? ¡No! ¡no! ¡Es
necesario que esta revolución tenga un desenlace! ¡Mi opinión es que
sin provocarlo es preciso encaminarnos hacia él con intrepidez. Cuanto
más tardéis, tanto más difícil y sangriento será vuestro triunfo”
(Violentos murmullos hacia una parte de la sala).

¡Pero no veis –continúa Isnard- que todos los contrarrevolucionarios
se unen y no os dejan otro partido que el de vencerlos! ¡Más vale
tener que combatirlos ahora que los ciudadanos están resueltos y
recuerdan los peligros que han corrido, que dejar el patriotismo
enfriarse! ¡No es cierto que ya no somos más que los que éramos en el
primer año de la libertad! (Una parte del salón aplaude, la otra se
inquieta.) Si entonces el fanatismo hubiera levantado la cabeza, la
ley le hubiera humillado. Vuestra política debe ser forzar la victoria
a pronunciarse. Perseguid a vuestros enemigos y los haréis
arrepentirse por temor, o los someteréis con las armas. En
circunstancias extraordinarias la prudencia es debilidad. Respecto a
los revoltosos es necesaria la decisión. Deben ser anonadados antes
que se levanten. Si se les deja reunirse y hacer partidarios, entonces
se extenderán por todo el imperio, como un torrente imposible de
contener. Así es como obra el despotismo, y ved como un solo individuo
tenía bajo su yugo a todo un pueblo. ¡Si Luis XVI hubiera empleado
estos grandes medios cuando la Revolución estaba encerrada sólo en las
intenciones, no estaríamos nosotros hoy aquí! Este rigor es un crimen
en un déspota, es una virtud en una nación. Los legisladores que
retroceden ante estos remedios extremos son débiles y culpables;
porque cuando se trata de un atentado a la libertad pública, perdonar
el crimen es participar de él. (Muchos aplausos.)

“Este rigor hará, sin duda, correr la sangre. Ya los é, pero si no le
empleáis ¿no correrá más todavía? ¿No es la guerra civil el mayor
desastre? Cortad el miembro gangrenado para salvar todo el cuerpo. La
indulgencia es un lazo que se os tiende. Os veréis abandonados por la
nación, porque no habéis osado sostenerla, ni sabido defenderla.
Vuestros enemigos no por eso os aborrecerán menos, y vuestros amigos
os retirarán su confianza. ¡La ley es mi Dios, yo no tengo otro! ¡El
bien público es mi culto! Habéis ya castigado a los emigrados por un
decreto aún contra los eclesiásticos perturbadores os conquistará diez
millones de brazos. Mi decreto está concebido en dos palabras: Sujetad
al juramento cívico a todo francés sea o no clérigo, y decretad que
todo individuo que no lo preste sea privado de todo sueldo y de toda
pensión. En buena política, se puede expulsar del reino al que no
firme el contrato social. ¿Qué necesidad hay de pruebas contra el
sacerdote? Si se queja de él una parte de los ciudadanos con quienes
vive, que sea al momento desterrado. En cuanto a aquéllos que según el
código penal merecen penas más severas que el destierro, no hay más
que una providencia que dictar: la muerte”.

VIII

“Este discurso que llevaba el patriotismo hasta la impiedad y que
hacía de la salud pública no sé qué Dios implacable, al cual era
preciso sacrificar hasta al inocente, excitó un frenético entusiasmo
en las filas del partido girondino, y una severa indignación en las
del partido moderado. “Pedir la impresión de semejante discurso –dijo
Lecoz, obispo constitucional- es pedir la impresión de un código de
ateísmo. Es imposible que exista sociedad alguna si no tiene una moral
inmutable procedente de la idea de un Dios”. Con risas y murmullos fue
acogida esta religiosa protesta.

*(N. de E.) Maximim Isnard http://en.wikipedia.org/wiki/Maximin_Isnard

http://www.voltairenet.org/article160895.html