Un libro de Zoë Schlanger Harper cuestiona la suposición de que las plantas son organismos vivos carentes de inteligencia y conciencia con diversos ejemplos controversiales.

 

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The Light Eaters: How the Unseen World of Plant Intelligence Offers a New Understanding of Life on Earth, es el mencionado libro que comenta cómo por la pandemia de coronavirus la gente confinada en sus viviendas pudo observar detalles sobre las plantas.

Schlanger discute el libro de 1973 La vida secreta de las plantas, en el que Peter Tompkins y Christopher Bird propusieron que “las plantas son criaturas que viven, respiran y se comunican, dotadas de personalidad y atributos del alma”, libro que fue criticado y tildado de seudociencia por diversos botánicos, quienes sin embargo no realizaron estudios sobre la existencia de la posible conciencia y el comportamiento de las plantas.

Schlanger describe cómo el botánico peruano Ernesto Gianoli, por ejemplo, descubrió que la enredadera Boquila trifoliolata puede cambiar la forma de sus hojas para imitar las de las plantas vecinas, tal vez para evitar que los herbívoros se la coman. La científica vegetal Heidi Appel y el biólogo Rex Cocroft han demostrado cómo las vibraciones a lo largo de las hojas de las plantas, provocadas por las orugas que las mastican, hacen que la planta produzca sustancias químicas defensivas. Y el botánico Simon Gilroy le cuenta a Schlanger cómo responden las plantas a la estimulación física. Por ejemplo, una lesión en las raíces desencadena ondas de actividad eléctrica que permiten a las plantas sentir y evitar obstáculos físicos en el suelo.

Pero la autora indica que los conceptos de inteligencia, sensibilidad, conciencia y agencia de las plantas todavía son anatema para la mayoría de los científicos de plantas. “Comencé a aprender qué decir (o, más exactamente, qué no decir) para mantener a un científico al teléfono”, señala citada por Nature  Beronda L. Montgomery. Ella concluye que las plantas son creativas e inteligentes, incluso si su inteligencia es distinta a la de los humanos.

La autora explica que nadie sabe muy bien qué es realmente una planta y pocos botánicos o científicos de plantas sugerirían que no saben qué son las plantas.

Otra científica especializada en plantas, Monica Gagliano, cuyos estudios, según algunos investigadores, son defectuosos. Uno, por ejemplo, demostró que los guisantes pueden aprender a asociar el sonido del agua que fluye a través de una tubería con la necesidad de reorientar su crecimiento hacia la fuente de agua, pero el sonido puede causar vibraciones físicas en el aire que pueden percibirse como tacto. Por lo tanto, sigue sin resolverse si las plantas respondían estrictamente al sonido del agua o a las vibraciones físicas. Schlanger sugiere que el diseño del estudio de Gagliano “puede haber sido defectuoso, pero sus ideas eran buenas”. Sin embargo, los científicos en general quieren que las buenas ideas vayan acompañadas de un diseño experimental sólido, para garantizar que la investigación tenga bases biológicas sólidas.

Montgomery cuestiona a la autora por proponer observaciones como nuevas cuando son antiguas. Los investigadores ahora están descubriendo detalles moleculares sobre cómo las plantas producen, detectan y responden a los “compuestos orgánicos volátiles”. Pero la idea de que estos compuestos desempeñan funciones clave en la polinización y otros procesos fue propuesta por primera vez a finales del siglo XVIII y principios del XIX por los naturalistas Christian Konrad Sprengel, Charles Darwin y otros (R. Delle-Vedove et al. Ann. Bot. 120, 1-20; 2017).

De manera similar, la idea de que las plantas intercambian información con otras en su comunidad ha existido desde principios de la década de 1980 (I. T. Baldwin y J. C. Schultz Science 221, 277-279; 1983). Ojalá Schlanger hubiera reconocido esto más a menudo, porque me preocupa que la tendencia de las comunidades científicas a decir erróneamente que son las primeras en informar sobre un fenómeno pueda dificultar que el público en general confíe en los investigadores.

doi: https://doi.org/10.1038/d41586-024-01275-2

 

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