Plutocracia gobernante chilena debe pedir disculpas al Perú por la agresión genocida de 1879

EL PRIMER PASO DE UN VERDADERO PROCESO DE RECONCILIACIÓN
Escribe: César Vásquez Bazán

Jorge Basadre Grohman, el historiador peruano más importante del siglo XX, herido de una pedrada en la frente por agentes chilenos que operaban en Arica durante la ocupación del invasor del sur. El 15 de mayo de 1926 Basadre fue agredido por ciudadanos del Mapocho llevados especialmente a Arica con la finalidad de “chilenizarla”. La agresión lo marcó físicamente de por vida con una cicatriz en la frente.

 

El próximo jueves 25 de noviembre el presidente chileno, señor Sebastián Piñera Echenique, inicia una visita oficial a nuestro país invitado por los señores García Pérez y García Belaúnde. El propósito del viaje, según la cancillería del país del sur, es desbloquear las relaciones con el Perú.

El presidente Piñera ha declarado recientemente a un diario peruano que “el pasado nos divide, el futuro nos une, y el futuro tiene que ganarle siempre al pasado”. Permítasenos expresar al señor Piñera que representando un país cuyo arrogante lema es “por la razón o la fuerza”, sus palabras encierran un contenido dudoso.

En 1879, Perú sufrió una guerra de agresión y conquista territorial planificada con antelación por la nación que hoy preside el señor Piñera. Muchos tienen presente que el territorio peruano fue desmembrado con el robo de Tarapacá y Arica (49 mil kilómetros cuadrados). Sin embargo, lo que no se recuerda es que lo que se presenció en la Guerra del Salitre, entre 1879 y 1884, constituyó un crimen de lesa humanidad practicado por las fuerzas armadas de Chile. Fue además una expresión de repudio racista contra el Perú, nación de cholos, mestizos e indios.
Para llevarla adelante, el gobierno de su país, señor Piñera, adquirió la experiencia necesaria “pacificando” la Araucania y cancelando la vida de miles de pobladores indígenas, habitantes originarios del propio Chile.

Y es que, señor Piñera, las acciones en las que se vieron envueltas las tropas de su país durante la invasión del Perú configuran un crimen horrendo: genocidio. Violando la Convención de Ginebra de 1864, las tropas de su país asesinaron con frialdad a heridos peruanos. Sus connacionales se enorgullecían de “no tomar prisioneros”. Miles de peruanos perecieron “repasados” por los fusiles invasores. Ciudadanos de toda condición, hogares, pueblos, instituciones, empresas e iglesias fueron violados, vejados, humillados, saqueados, asesinados y destruidos por las tropas de ocupación, que remitían felices y conscientes a Chile el botín de la rapiña.

Chile dio muerte, inclusive, a marinos peruanos que catorce años antes lo habían protegido –con sus vidas y sus naves– de la agresión española.

Destaca entre ellos el nombre de Miguel Grau Seminario, al que la Historia recuerda como el Caballero de los Mares, por su respeto y humanidad con los vencidos.

Contrasta con la grandeza de Grau la miseria de los generales del sur que ordenaban el “repase” de los heridos y el fusilamiento de los prisioneros. Triste situación la de un país cuyos principales héroes militares empañaron su foja de servicios con los crímenes de guerra cometidos en el Perú.
Inclusive treinta y cuarenta años después de 1879, en las primeras décadas del siglo XX, cuando Chile, señor Piñera, ocupaba Tacna y Arica, la política oficial de su gobierno –conocida como “chilenización”– violentó e incluso asesinó a los peruanos que en esa tierra –su propia tierra– levantaban la bandera de Bolognesi, Grau y Cáceres y se negaban a adoptar la nacionalidad chilena.
Lea usted lo que escribe Jorge Basadre sobre esas acciones de extraña fraternidad de las que él mismo fue víctima: “Insultos, amenazas, barro, excremento, piedras, trozos de adobe, pintura, guijarros, agua sucia llovieron sobre nosotros. Desde las esquinas y las aceras había grupos [chilenos] que propinaban golpes de palo y puño, puntapiés y hasta heridas de armas cortantes a quienes desfilaban. Numerosos automóviles y camiones estacionados en las bocacalles no cesaban de tocar bocinas con la finalidad de crear un clima de amedrentamiento mayor.” La conducta que describimos ilustra nuestro pasado común, señor Piñera. Es historia que no puede borrarse. Trasunta el pasado y problematiza el futuro. Para los peruanos es una lección que debemos mantener presente, no sólo por patriotismo y dignidad, sino por mero instinto de conservación nacional.
Si usted, presidente Piñera, quiere verdaderamente que el futuro una a Chile y al Perú, si realmente anhela que el pasado no nos divida, sería un gesto que lo ennoblecería que usted reconozca la responsabilidad histórica de Chile en el genocidio, desmembramiento territorial del Perú y rapiña de 1879. Que usted solicite disculpas públicas al pueblo peruano por lo sucedido en la guerra que su país declaró al nuestro es el primer paso de un verdadero proceso de reconciliación entre nuestras dos naciones.

César Vásquez Bazán
Lima, 23 de noviembre de 2010

La manifestación peruana del 15 de marzo de 1925 en la Tacna ocupada por el invasor chileno Jorge Basadre Grohman (*)

Un gran comicio en Tacna, el primero que intentaban los peruanos, fue anunciado para celebrar el arribo de este nuevo contingente. Las perspectivas de lo que allí podía ocurrir eran sombrías. El 6 de enero de 1926, un grupo de unos treinta repatriados resultaron víctimas de la agresión de unos doscientos cincuenta chilenos, sin que doce policías [de la ocupación chilena] allí presentes hicieran nada, mientras soldados y oficiales [chilenos] observaron con hilaridad estos crueles sucesos. En la tarde del mismo día, el Dr. Emilio F. Valverde y el Jefe de la Marina Carlos Rotalde fueron atacados brutalmente por gente que los esperaba cerca de la estación del ferrocarril (1). No hubo sanción alguna contra los agresores sino, antes bien, una sentencia irónica del juez especial [de la ocupación chilena] señor Anguita.

Ello no obstante, se decidió hacer la manifestación pública. El día escogido fue el 15 de marzo de 1926. Desembarcamos de Arica al mediodía y al atardecer llegamos en ese viejo tren que avanzaba como arrastrado por los caballos escuálidos y longevos de los coches que vimos en la infancia. El desfile fue organizado en la puerta de la estación. Empezaba con una banda de músicos que tocaba reiteradamente el himno nacional, cuyas estrofas no se oían en público desde muchos años atrás. Luego una larga bandera bicolor antecedía al grueso de los manifestantes, compuesto por los “jurídicos”, los propagandistas que ya residían en la ciudad y gente de toda condición que había acudido ante el anuncio de este acto, incluyendo muchísimas mujeres. Al torcer la esquina de la estación a la calle Dos de Mayo, ya logramos observar la presencia de grupos estacionados en las aceras, en las bocacalles y en algunas casas, en actitud de acecho. Insultos, amenazas, barro, excremento, piedras, trozos de adobe, pintura, guijarros, agua sucia llovieron sobre nosotros. Desde las esquinas y las aceras había grupos que propinaban golpes de palo y puño, puntapiés y hasta heridas de armas cortantes a quienes desfilaban. Numerosos automóviles y camiones estacionados en las bocacalles no cesaban de tocar bocinas con la finalidad de crear un clima de amedrentamiento mayor.

Tuvimos treinta y cinco heridos y contusos, además de cuarenta lesionados. Entre los más seriamente heridos estuvieron esos dos grandes tacneños que fueron Cristina Vildoso y Luis Santana. Juan Auza Arce, portador de la gran bandera bicolor en esta manifestación, la tiñó con su sangre. La policía [de la ocupación chilena] nada hizo para defendernos. Avanzamos, a pesar de todo, aclamando al Perú, a Tacna y a Arica. Al llegar a la calle San Martín, nos detuvimos frente a la casa que ocupaba el general José R. Pizarro. Desde un balcón el gran poeta y luego gran estadista José Gálvez, pronunció un bello discurso. Los adversarios pretendieron acallarlo en vano desde la esquina, con gran algazara (2).

No se quería que los peruanos recibieran el estímulo de saber que sus connacionales habían logrado efectuar con éxito una exhibición por las calles de Tacna. Todas las apariencias que veían quienes dentro de la delegación jurídica eran primerizos al carecer de vínculos con el medio, evidenciaban una tremenda hostilidad, un odio absoluto. Así lo confesaron no pocos de ellos. Algunos pidieron, esa noche misma, regresar a Lima. No faltó quien, efectivamente, emprendió el viaje de regreso. Los que conocíamos de cerca el ambiente sabíamos que eso era, en verdad, artificial. Así lo comprobamos también en los meses siguientes. Pero aquella jornada de mi juventud que viví estentóreamente en el centro mismo de la ciudad natal, desafiando insultos y ataques, me enseñó muy temprano que las expresiones más vivas de la opinión pueden ser urdidas, como se falsifica un documento escrito, con la diferencia de que aquéllas suelen resultar mucho más impresionantes y peligrosas.

(*) Jorge Basadre Grohman, 1975. La vida y la historia: Ensayos sobre personas, lugares y problemas. Lima: Fondo del Libro del Banco Industrial del Perú, páginas 298-300.

Notas
(1) El relato indignado de Pershing sobre los acontecimientos del 6 de enero, en su cable a Kellog el 8 de enero, FA 1926, v. I, págs. 266-267.

(2) No se ha publicado el informe de Lassiter sobre estos sucesos, en contraste con el enérgico y preciso resumen que hizo Pershing por cable de lo ocurrido el 6 de enero de 1926.