Adrián Mac Liman (*)

La decisión de las Naciones Unidas de suspender sine die las actividades de la misión de observadores destacada a Siria no parece haber sorprendido sobremanera a los analistas políticos que siguen muy de cerca la evolución de los acontecimientos en la zona. Ninguna de las partes involucradas en este conflicto que se ha tornado en una auténtica guerra civil tiene interés en facilitar la labor de unos testigos molestos.  Para las autoridades de Damasco, la presencia de los cripto-cascos-azules obstaculiza la cruenta ofensiva del ejército y los grupos paramilitares contra los opositores del régimen; para el autodenominado “ejército libre” de Siria, los enviados de la ONU no dejan de ser un estorbo. Ambos bandos se acusan mutuamente de haber cometido atrocidades; ambos prefieren seguir actuando (matando, mejor dicho) lejos de las miradas “indiscretas” de una opinión pública internacional incapaz de comprender la complejidad de este conflicto interno, de este dramático enfrentamiento que divide a los sirios.

¿Conflicto étnico? ¿Conflicto religioso? ¿Conflicto ideológico?  La verdad es que la tragedia del país de los antiguos omeyas tiene diferentes lecturas. Es cierto que la minoría alauita, que representa un escaso 15 por ciento de la población, controla los destinos de Siria desde hace más de 30 años. Los musulmanes sunitas se sienten discriminados. ¿Y los kurdos, los drusos y los shiítas, etnias minoritarias?  ¿O los cristianos, acostumbrados desde hace décadas a la política del “palo y la zanahoria” de los gobernantes árabes? Muchos estiman que la discriminación soterrada, llevada a cabo por el régimen laico instaurado por el Partido Baas, resultaba hasta cierto punto más “tolerante” que la estricta normativa jurídica de las monarquías absolutistas de la región.

Sabido es que la confrontación entre alauitas y sunitas desembocó, ya en 1982, en la masacre de Hama. En aquel entonces, el ejército sirio, bajo las órdenes de Hafez el-Assad, padre del actual presidente, llevó a cabo una operación de castigo en la que perecieron más de 20.000 personas. Nada nuevo, pues, bajo el sol. ¿Nada nuevo? Hoy en día, los enfrentamientos interconfesionales están fomentados por saudíes y qataríes, guardianes de la “recta vía” del Islam sunita, aunque también por agrupaciones político-religiosas afines a los Hermanos Musulmanes, que suministran a través de Turquía, armamento el “ejército libre”.

Los valedores del bando gubernamental son, por muy extraño que ello parezca, los ayatolás iraníes y los cabecillas del movimiento radical islámico libanés Hezbolláh, quienes encuentran en el régimen “laico” un inesperado compañero de camino. Por otra parte, las fuerzas armadas de El-Assad están pertrechadas con aviones y helicópteros rusos, con tanques fabricados en Rumanía, antiguo miembro del Pacto de Varsovia, con instrumentos de vigilancia electrónica provenientes de países occidentales.

 

Religión e ideología se dan la mano, convirtiendo la tragedia humana en un conflicto que recuerda extrañamente la guerra civil española (1936-1939). Mientras en España los dos bandos —derecha e izquierda— contaban con los apoyos de la Alemania nazi y la Italia de Mussolini, por un lado, y la ayuda de la URSS y los movimientos comunista y socialista europeos por el otro, en el teatro de guerra sirio se enfrentan dos opciones totalitarias: los islamismos shiita y sunita, que cuentan con aliados o, mejor dicho, “padrinos” en Moscú, Pekín, Riad y… ¡Washington!

 

La postura de Rusia y China se resume en un noble concepto jurídico: el derecho de los pueblos de decidir de su suerte. La de la Administración Obama y de los países occidentales, en la necesidad de defender los derechos humanos de los sirios.

Pero qué duda cabe que en ambos casos la demagogia se suma al cinismo. ¡Basta de tantas consideraciones filosóficas! En la guerra civil siria, al igual que en la española, la autentica víctima es… el pueblo.

(*) Analista político internacional