Miguel Ángel Rodríguez Mackay

Han pasado 69 años desde que Paul Tibbets, piloto norteamericano, a bordo del El Enola Gay, una de las naves B-29 que por orden del presidente Harry Truman lanzó la mortífera arma nuclear Little Boy sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945.

hongo Hiroshima aire

 Tres días después fue lanzada la segunda, la Fat Man, esta vez sobre la ciudad de Nagasaki. Murieron en el acto más de cien mil personas y con las secuelas solamente hasta fines de ese mismo año ya habían fallecido un total 210 mil. Estados Unidos sabía del cruento alcance de esta bomba desde que el propio Albert Einstein lo advirtió al presidente Franklin D. Roosvelt en una carta que le dirigió en 1939 y en la que le advirtió de que la desintegración nuclear en cadena podía producir una bomba atómica sumamente devastadora.

Nada detuvo el objetivo de los Estados Unidos. Truman que asumió la Presidencia a la muerte de Roosvelt, y que había tomado esta decisión, antes había lanzado una proclama al Japón, junto con los líderes del Reino Unido, China y la Unión Soviética —la Declaración de Potsdam del 2 de agosto de 1945—, pidiendo al emperador Hiroito la rendición incondicional.

La negativa del imperio del Sol Naciente apresuró los lanzamientos nucleares que nunca más se han vuelto a realizar en el mundo. Este hecho, junto al ataque de Manchuria el 8 de agosto por las fuerzas rusas que superaban el millón y medio de soldados, llevó a que Japón anunciara su rendición total, lo que recién se hizo el 2 de siembre siguiente a bordo del acorazado Missouri y ante el general Mc Arthur.

Este nefasto episodio, que ha quedado en el registro de la historia, nunca más debe producirse.

Correo.06.08.2014