Por César Hildebrandt

El Apra no ha muerto. Ya estaba muerta. La había matado el caquismo, la ideología de la nada, el derechismo ventrudo, los delirios de un loco que se creía sucesor de Haya de la Torre.

Pobre Víctor Raúl. Fue un converso derechista, es cierto, pero no fue un ladrón. El asesino del partido, en cambio, sí que lo es. Ladrón de siete suelas, varios fiscales ad hoc, algunas prescripciones clave, un montón de encubrimientos.

La noticia es que los funerales del Apra han sido públicos. Y el cadáver se lo han disputado, en un congreso sufragado por el alibabismo, los pagados por los Sánchez Paredes, los que, fieles a Caco hasta ahora, han tenido esta vez que denunciarlo y las raleadas “masas” que sirvieron de decorado social. El nuevo hombre formal del Apra —digo formal porque detrás de él está el caquismo invencible— es un plagiario que frecuenta a narcotraficantes. Así termina el partido que fundó en 1924 un hombre que creía en que la historia del Perú podía cambiar.

Pero la noticia ampliada es más apetitosa para los intereses de la Parca: al Apra cadavérica se une un PPC inexistente, un Peruanos por el Kambio desaparecido, una Alianza para el Progreso que nada sería si no fuera por la caja chica de la universidad César Vallejo, un Partido Nacionalista desenmascarado, una izquierda dividida en “las tres mitades de Ino Moxo”, una Acción Popular que sonrojaría al pobre Belaunde.

¿Y Fuerza Popular? Bueno, en manos de la señora que heredó a su papá y que hoy quiere mantenerlo encerrado, no sería riguroso decir que Fuerza Popular es un partido. Fuerza Popular es un feudo personal de la señora, una Norcorea acebichada, un cuento chino. Fuerza Popular es una maquinaria electoral eficientísima y un aparato represivo que Kenji Fujimori, que mucho debe saber sobre el asunto, ha descrito como “un tribunal inquisidor”. Pero para ser partido le falta doctrina, democracia interna, debate de corrientes, un programa coherente que no sea aquel que se construye en base a encuestas sobre las carencias de cada región. Y le falta lo principal: condenar pública y explícitamente las fechorías de la organización criminal de la que procede.

De modo que la democracia peruana es una de las pocas en el mundo que funciona sin partidos. ¿Y qué funciona aquí? Bien sencillo: el dinero. Todos hablan de Odebrecht, como si la corrupción la hubiésemos tenido que importar. Nadie dice que en el Perú la política ha sido financiada siempre —sí, siempre— con las sobras del gran capital, con el dinero negro de banqueros que debieron terminar en la cárcel, con el sencillo de los beneficiados de los dólares MUC, con las reservas de los usuarios del RUC sensible, con la plata inagotable de esos raterazos de cuello y corbata que sabían qué puntada daban y a quiénes debían sufragar.

La política peruana ha vivido de los bajos fondos desde hace muchos años. Y los partidos, esos cascarones, saben muy bien qué cosas son los fajos en mochila, las remesas del Huallaga, el lavado de dinero de mala procedencia.

¿Odebrecht nos corrompió? No me hagan reír. Odebrecht se sintió a sus anchas en el Perú porque aquí la podredumbre no era excepción sino regla. En el “Brasileirão” del cutrerío, del segundo puesto no bajábamos. El afán de mantener la apariencia y sostener las fachadas de cartón de los partidos tiene un fin muy claro: seguir recibiendo fondos de toda índole.

¿Qué nos puede sacar de todo esto?

Quien limpie esta república no puede provenir de la política actual, que está en avanzado estado de descomposición. Nos hacen falta un Haya joven, un Mariátegui combatiente, un Basadre estudioso, un José de la Riva Agüero que adecente a los conservadores. Nos hace falta una máquina del tiempo para detener esta catástrofe.

Hildebrandt en sus trece, Lima 14-07-2017

 

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